Aspiré con fuerza: en la habitación se reunía una miríada de olores, a especias, bosque y polvo, y otros olores que no pude identificar. Plantada en el centro de la pequeña estancia, miré a mi alrededor despacio. Creo que supe de inmediato lo que era aquella habitación y qué significaba su existencia, pero no quería admitirlo.
Cogí uno de los libros que había en un estante. Las tapas eran de lino azul tensado, adornado con letras en caligrafía e intrincados símbolos dentro de otros símbolos. Pasando con cuidado las pesadas páginas, vi que no había ni una sola que estuviera impresa en todo el libro: todo había sido escrito a mano con letra cuidadosa, acompañada de fórmulas e ilustraciones -la parte de una planta que había que coger, por ejemplo, o una elaborada disección de los órganos internos del hombre-, pero todo en un idioma que no reconocí. Los dibujos eran más reveladores, y reconocí algunos de los símbolos de mi infancia y también de los libros de la biblioteca de Adair: estrellas de cinco puntas, el ojo que todo lo ve, ese tipo de cosas. El libro era una maravillosa obra de artesanía, producto de cientos de horas de trabajo, y olía como si hubiera estado años escondido, a secretos e intrigas, y seguro que otros hombres lo habrían codiciado, pero su contenido era un misterio para mí.
El segundo libro era aún más viejo, con láminas de madera a modo de cubiertas, unidas por un lomo de cuero. Dentro, las páginas estaban sueltas, no encuadernadas, y por la diversidad de papeles que incluía parecía más una recopilación de notas que un libro. Debía de ser la letra de Adair, pero otra vez en un idioma que yo no conocía.
Uzra se movía inquieta, agitando los diminutos cascabeles de su tobillera. No le gustaba estar en aquella habitación, y yo no se lo reprochaba. Adair la tenía cerrada por fuera por un motivo: no quería que nadie la descubriera. Pero cuando extendí el brazo para dejar el segundo libro en su sitio, Uzra se me acerco y me agarró la muñeca. Acercó la lámpara a mi brazo y cuando vio el tatuaje -que yo había olvidado hacía mucho tiempo-, dejó escapar un gemido como el de un gato moribundo.
Me puso un brazo bajo la nariz, con la palma hacia arriba. Llevaba el mismo tatuaje en idéntico sitio, una versión un poco más grande, pero de ejecución más tosca, como si la mano del artista no hubiera sido tan segura como la de Tilde. Su mirada era acusadora, como si me lo hubiera hecho yo misma, pero su significado era inequívoco: Adair había decidido marcarnos a las dos con la misma marca. Sus intenciones respecto a mí no podían ser muy diferentes del modo en que la trataba a ella.
Alzando bien la lámpara, examiné una vez más el contenido de la habitación. Me vino a la mente una descripción que había oído de labios del propio Adair: la de la habitación de la torre del físico que había sido su prisión de juventud. Solo había un motivo para que necesitara una habitación así y la hubiera ubicado en el rincón más remoto de la casa. Comprendí lo que era aquel lugar y por qué lo mantenía, y un violento escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Recordé de golpe el penoso relato que me había hecho Adair de su captura, servidumbre y aprendizaje con el malvado físico. Solo que… Me preguntaba con cuál de los dos hombres había estado yo todo aquel tiempo: quién era el hombre en cuya cama me había metido y al que incluso había entregado la vida de la persona que más me importaba en el mundo. Adair quería que sus seguidores creyeran que había sido un muchacho campesino maltratado que se había emancipado y que simplemente disfrutaba de la recompensa por haber derrocado a un tirano cruel e inhumano. Cuando en realidad, dentro de aquel atractivo joven estaba el monstruo de la historia, el acaparador de poder y despojador de vidas, capaz de pasar de un cuerpo a otro. Había abandonado su decrépito cascarón, sacrificándolo a los aldeanos, pero sin duda con el muchacho campesino atrapado en su interior, que pasó sus últimos minutos en el terror, pagando por las crueldades del físico. Esa mentira cuadraba bien con sus monstruosos designios y parecía haberlo mantenido oculto durante cientos de años. Ahora que yo conocía la verdad, la pregunta era: ¿qué iba a hacer?
Una cosa era sospechar del engaño de Adair, pero necesitaba pruebas para convencerme a mí misma de la horrible verdad, aunque no convenciera a nadie más. Como Uzra me estaba tirando de la manga para que nos marcháramos, saqué una página de uno de aquellos libros antiguos y cogí un puñado de hojas de uno de los tarros polvorientos que había sobre la mesa. Puede que tuviera que pagar un terrible castigo por robar aquellas cosas -yo misma había oído la historia de labios de Adair, la que terminaba con el atizador envuelto en una manta y la lluvia de golpes-, pero tenía que saber.
Empecé por una visita a un profesor de la Universidad de Harvard al que había conocido en una de las fiestas de Adair. No en una tarde de té o en un salón para entretener a intelectuales, no. Había conocido a aquel hombre en una de las fiestas especiales de Adair. Encontré su despacho en Wheydon Hall, pero estaba con un estudiante. Cuando vio que yo esperaba en el pasillo, despidió al joven y vino a mi encuentro, con la más encantadora sonrisa en su vieja y diabólica cara. Puede que tuviera algo de miedo de que yo hubiera ido a hacerle chantaje, ya que la última vez que lo había visto estaba montando a un chico de alquiler aún más joven que sus alumnos y jadeando con arrogancia. O tal vez tuviera la esperanza de que yo le llevara una invitación a otra fiesta.
– Querida, ¿qué te trae por aquí? -dijo, palmeándome la mano mientras me hacía pasar a su despacho-. Rara vez tengo la fortuna de recibir visitas de bellas jóvenes. ¿Y cómo está nuestro mutuo amigo, el conde? Espero que goce de buena salud.
– Tan bien como siempre -dije sin faltar a la verdad.
– ¿Y a qué debo esta agradable visita? ¿Tal vez se prepara otra velada…? -Sus ojos relucían con un hambre extrema, me temo que con el apetito excitado por demasiadas tardes mirando a tantos jóvenes lozanos.
– Venía con la esperanza de pedirle un favor -dije mientras buscaba en mi bolso la página robada.
El papel no se parecía a nada que yo hubiera visto, grueso y áspero, y casi tan pardo como el papel de carnicero, y ahora que estaba libre de la prensa de sus tapas de madera, había empezado a curvarse por los extremos como si fuera un rollo.
– ¿Eh? -dijo él, claramente sorprendido. Pero aceptó el papel de mi mano y se lo acercó a la cara, levantando las gafas para examinarlo-. ¿De dónde has sacado esto, querida?
– De un librero -mentí-. Un librero particular que asegura que tiene un tesoro de libros antiguos sobre un tema que a Adair le interesa mucho. Había pensado en comprar los libros para regalárselos a Adair, pero el idioma me resulta ilegible. Me gustaría verificar que el libro es lo que el vendedor asegura. Toda precaución es poca.
– Así es -murmuró mientras examinaba la página-. Bueno, el papel no es de fabricación local. No está blanqueado. Puede que lo hiciera alguien, digamos, para su propio uso. Pero es el idioma lo que te interesa, ¿no? -Sonrió modestamente por detrás de sus lentes. Era profesor de lenguas antiguas, aquello era lo único que yo recordaba de nuestra fugaz presentación. En concreto de qué lenguas, de eso no me acordaba.
– Prusiano, diría yo. Muy similar, al menos. Muy raro, a buen seguro una forma arcaica del idioma. Nunca había visto nada parecido. -Se acercó a una estantería, sacó un volumen grueso y pesado, y empezó a pasar páginas de papel cebolla.
– ¿Puede decirme de qué trata? ¿El tema?
– ¿De qué crees tú que trata? -preguntó, curioso, sin dejar de pasar páginas. Yo carraspeé.
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