El siguiente silencio fue más largo. Estaba a punto de escabullirme cuando mi padre dijo:
– ¿Qué propones que hagamos? -Su voz era una mezcla de preocupación y orgullo paternal.
Ben esbozó una sonrisa amable.
– Solo que penséis en las opciones que queréis ofrecerle cuando llegue el momento. Vuestro hijo dejará su huella en el mundo como uno de los mejores.
– Uno de los mejores ¿qué? -preguntó mi padre.
– Lo que él quiera. Si se queda aquí, estoy seguro de que se convertirá en el próximo Illien.
Mi padre sonrió. Illien es el héroe de los artistas itinerantes. El único Edena Ruh verdaderamente famoso de toda la historia. Todas nuestras mejores y más antiguas canciones hablan de él.
Es más, cuenta la leyenda que Illien fue quien reinventó el laúd. Illien era maestro luthier, y transformó el arcaico, frágil y poco manejable laúd de corte en el maravilloso y versátil laúd de siete cuerdas que utilizamos hoy en día. Esas mismas historias aseguran que el laúd de Illien tenía ocho cuerdas.
– Illien. Me gusta esa idea -dijo mi madre-. Vendrían reyes de muy lejos a oír tocar a mi pequeño Kvothe.
– Su música pararía las riñas de taberna y las guerras de fronteras -dijo Ben sonriendo.
– Mujeres salvajes -añadió mi padre, entusiasmado- posarían los pechos en su cabeza.
Hubo un silencio atónito. Entonces mi madre dijo, despacio y con tono amenazante:
– Querrás decir «Bestias salvajes posarían la cabeza en su regazo».
– Ah, ¿sí?
Ben tosió y continuó:
– Si decide hacerse arcanista, estoy seguro de que conseguirá un cargo en la corte antes de cumplir veinticuatro años. Si se le mete en la cabeza ser comerciante, medio mundo será suyo antes de morir.
Mi padre arrugó la frente. Ben sonrió y dijo:
– No te preocupes por esa última opción. Tu hijo es demasiado curioso para ser comerciante.
Ben hizo una pausa, como si escogiera con mucho cuidado las palabras que iba a decir a continuación.
– Lo aceptarían en la Universidad. No por su edad, por supuesto. En teoría no los aceptan hasta los diecisiete años, pero no tengo ninguna duda de que…
No oí el resto de la frase. ¡La Universidad! Para mí, la Universidad era como la corte de los Fata para la mayoría de los niños: un lugar mítico reservado para soñar con él. Una escuela del tamaño de una ciudad pequeña. Una biblioteca con diez veces diez mil libros. Personas que sabían la respuesta a tantas preguntas como se me ocurriera formular…
Cuando volví a prestarles atención, estaban callados.
Mi padre miraba a mi madre, que seguía acurrucada bajo su brazo.
– ¿Qué te parece, mujer? ¿Acaso te acostaste con algún dios vagabundo hace doce años? Eso resolvería nuestro pequeño misterio.
Mi madre le dio un manotazo, y se quedó pensativa.
– Ahora que lo pienso, una noche, hace unos doce años, se me acercó un hombre. Me cubrió de besos y de acordes de laúd. Me robó la honra y me raptó. -Hizo una pausa-. Pero no tenía el pelo rojo. No, no pudo ser él.
Sonrió, traviesa, a mi padre, que se quedó un poco turbado. Entonces mi madre le dio un beso, y él se lo devolvió.
Así es como me gusta recordarlos todavía hoy. Me marché sin hacer ruido, con la cabeza llena de ideas sobre la Universidad.
13 Interludio: sangre bajo la piel
En la posada Roca de Guía reinaba el silencio. Rodeaba a los dos hombres que estaban sentados a una mesa en una habitación, por lo demás, vacía. Kvothe había dejado de hablar, y si bien parecía que estuviera mirándose las manos entrelazadas, en realidad su pensamiento estaba muy lejos de allí. Cuando finalmente levantó la cabeza, casi pareció sorprenderle encontrar a Cronista sentado al otro lado de la mesa, con la pluma suspendida sobre el tintero.
Kvothe exhaló un suspiro y le hizo una seña a Cronista para que dejara de escribir. El escribano obedeció y secó el plumín con un trapo limpio antes de dejar la pluma sobre la mesa.
– Necesito beber algo -anunció de pronto Kvothe, como si eso lo sorprendiera-. No acostumbro a hablar tanto últimamente, y tengo la boca seca. -Se levantó de la mesa con un ágil movimiento y se dirigió hacia la barra entre el laberinto de mesas vacías-. Puedo ofrecerte de todo: cerveza negra, vino blanco, sidra con especias, chocolate, café…
Cronista arqueó una ceja.
– ¿Tienes chocolate? Qué maravilla. No esperaba encontrar una cosa así tan lejos de… -Carraspeó educadamente-. Bueno, de ninguna parte.
– Aquí, en la Roca de Guía, tenemos de todo -dijo Kvothe con un ademán que abarcó la vacía estancia-. Excepto clientes, por supuesto. -Sacó una jarra de barro cocido de debajo de la barra y la puso encima con un ruido hueco. Suspiró y gritó-: ¡Bast! Trae un poco de sidra, ¿quieres?
Detrás de la puerta que había al fondo del local sonó una ininteligible respuesta.
– Bast -dijo Kvothe con fastidio, pero al parecer demasiado bajo para que lo oyeran.
– ¡Mueve el culo y baja a buscarla! -gritó la voz desde el sótano-. Estoy ocupado.
– ¿Tienes un empleado? -preguntó Cronista.
Kvothe se acodó en la barra y sonrió con indulgencia.
Pasados unos instantes, al otro lado de la puerta se oyó a alguien con botas de suela dura que subía una escalera de madera. Entonces apareció Bast, murmurando por lo bajo.
Vestía con sencillez: una camisa negra de manga larga remetida en unos pantalones negros; unos pantalones negros remetidos en unas botas negras de piel blanda. Tenía una cara de facciones afiladas y delicadas, casi hermosa, con unos asombrosos ojos azules.
Llevó una jarra a la barra; caminaba con una elegancia extraña que no resultaba desagradable.
– ¿Un cliente? -dijo con reproche-. ¿Y no podías bajar a buscarla tú? Estaba leyendo Celum Tinture. Llevas casi un mes insistiendo en que lo lea.
– ¿Sabes qué les hacen en la Universidad a los alumnos que escuchan a sus maestros a hurtadillas, Bast? -preguntó Kvothe con aire de superioridad.
Bast se puso una mano en el pecho y empezó a declarar su inocencia.
– Bast… -Kvothe lo miró con severidad.
Bast cerró la boca, y por un instante pareció que intentaría ofrecer una excusa; pero entonces dejó caer los hombros.
– ¿Cómo lo has sabido?
Kvothe rió.
– Llevas una eternidad evitando ese libro. O te has convertido de repente en un alumno excepcionalmente aplicado, o estabas haciendo algo que no debías.
– ¿Qué les hacen en la Universidad a los alumnos que escuchan a hurtadillas? -preguntó Bast, intrigado.
– No tengo ni idea. A mí nunca me pillaron. Creo que obligarte a sentarte y escuchar el resto de mi historia será suficiente castigo. Pero ¡qué modales! -añadió Kvothe volviéndose hacia la taberna-. Estamos desatendiendo a nuestro invitado.
Cronista estaba cualquier cosa menos aburrido. Tan pronto como Bast entró en la habitación, Cronista había empezado a observarlo con curiosidad. A medida que avanzaba la conversación, la expresión de Cronista iba volviéndose más desconcertada e intensa.
Para ser justos, deberíamos aclarar algo sobre Bast. A primera vista, parecía un joven del montón, aunque atractivo. Pero tenía algo especial. Llevaba unas botas negras de piel blanda, por ejemplo. Al menos, eso era lo que veías si lo mirabas. Pero si lo mirabas con el rabillo del ojo, y si él estaba de pie bajo la sombra adecuada, lo que veías era completamente diferente.
Y si tenías cierto tipo de mente, el tipo de mente que ve realmente lo que mira, quizá notaras que tenía unos ojos extraños. Si tu mente tenía el excepcional talento de no dejarse engañar por sus propias expectativas, quizá vieras algo más en esos ojos, algo extraño y maravilloso.
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