Bostezando, se acercó a la ventana y contempló el pueblo, pero no había nada que ver. Ni luces, ni nada que se moviera. Abrió un poco la ventana y dejó que entrara el fresco aire otoñal. Corrió las cortinas y se desvistió para acostarse, dejando la ropa en el respaldo de una silla. Por último se quitó la sencilla rueda de hierro que llevaba colgada del cuello y la puso en la mesilla de noche.
Cronista se acostó y le sorprendió comprobar que durante el día le habían cambiado las sábanas, que estaban frescas y olían a lavanda.
Tras vacilar un momento, Cronista se levantó y cerró con llave la puerta de la habitación. Dejó la llave en la mesilla de noche; frunció el ceño, cogió la estilizada rueda de hierro y volvió a colgársela del cuello; entonces apagó la lámpara y se metió en la cama.
Cronista pasó casi una hora tumbado en su aromática cama, despierto, volviéndose hacia uno y otro lado. Al final suspiró y se destapó. Volvió a encender la lámpara con una cerilla de azufre y se levantó de la cama. Fue hasta la pesada cómoda, que estaba junto a la ventana, y la empujó. Al principio la cómoda no se movió, pero cuando la empujó con la espalda, consiguió deslizaría lentamente por el liso suelo de madera.
Un minuto más tarde, el pesado mueble estaba apoyado contra la puerta de la habitación. Cronista volvió a acostarse, apagó la lámpara y se sumió en un profundo y plácido sueño.
Cronista despertó y notó algo blando apretado contra su cara. La habitación estaba completamente a oscuras. El escribano se retorció, más por un reflejo instintivo que por el impulso de huir. La mano que le tapaba firmemente la boca amortiguó su grito.
Tras el pánico inicial, Cronista se quedó quieto y dejó de oponer resistencia. Se quedó tumbado, respirando por la nariz, con los ojos muy abiertos.
– Soy yo -susurró Bast sin retirar la mano.
Cronista dijo algo, pero no se le entendió.
– Tenemos que hablar. -Bast se arrodilló junto a la cama contemplando el oscuro bulto de Cronista, retorcido bajo las sábanas-. Voy a encender la lámpara, y tú no harás ruido. ¿De acuerdo?
Cronista asintió. Al cabo de un instante, se encendió una cerilla que llenó la habitación de una luz rojiza e irregular y del acre olor del azufre. Entonces se encendió la lámpara, que proyectó una luz más uniforme. Bast se chupó los dedos y apagó la cerilla.
Cronista, un poco tembloroso, se incorporó en la cama y apoyó la espalda en la pared. Llevaba el torso desnudo; con timidez, se ciñó las mantas alrededor de la cintura y miró hacia la puerta. La pesada cómoda seguía en su sitio.
Bast le siguió la mirada.
– Eso es una muestra de desconfianza -dijo con aspereza-. Más vale que no le hayas rayado el suelo. Esas cosas lo ponen furioso.
– ¿Cómo has entrado? -preguntó Cronista.
Bast agitó las manos ante la cara de Cronista.
– ¡Silencio! -susurró-. No podemos hacer ruido. Tiene orejas de halcón.
– ¿Cómo…? -empezó a decir Cronista, en voz más baja; pero se interrumpió y dijo-: Los halcones no tienen orejas.
Bast lo miró sin comprender.
– ¿Qué?
– Acabas de decir que tiene orejas de halcón. Y eso no tiene sentido.
Bast arrugó la frente.
– Ya sabes a qué me refiero. No quiero que sepa que estoy aquí. -Se sentó en el borde de la cama y se alisó los pantalones con afectación.
Cronista agarró las mantas alrededor de su cintura.
– ¿Por qué has venido?
– Ya te lo he dicho. Tenemos que hablar. -Bast miró a Cronista con seriedad-. Tenemos que hablar de por qué has venido.
– Me dedico a esto -dijo Cronista con fastidio-. Recopilo historias. Y cuando tengo ocasión, investigo extraños rumores y compruebo si encierran algo de verdad.
– Y ¿qué rumor fue el que te trajo aquí? Por curiosidad.
– Por lo visto, te emborrachaste, te pusiste sensiblero y le constaste algo a un carretero. Tuviste un descuido muy tonto, dadas las circunstancias.
Bast miró a Cronista con profundo desprecio.
– Mírame a la cara -dijo como si hablara con un niño-. Y piensa. ¿Crees que un carretero podría emborracharme? ¿A mí?
Cronista abrió la boca y volvió a cerrarla.
– Entonces…
– Él era mi mensaje en la botella. Uno de tantos. Y tú fuiste la primera persona que encontró uno y vino a fisgar.
Cronista se tomó su tiempo para asimilar esa información.
– Creía que estabais escondidos los dos.
– Sí, claro que estamos escondidos -repuso Bast con amargura-. Estamos sanos y salvos, y él se está convirtiendo en un mueble más.
– Entiendo que esto te agobie -dijo Cronista-. Pero la verdad, no entiendo qué tiene que ver el malhumor con el precio de la mantequilla.
Los ojos de Bast emitieron un destello de rabia.
– ¡Tiene mucho que ver con el precio de la mantequilla! -masculló entre dientes-. Y es mucho más que malhumor, ignorante y maldito anbaut-fehn. Este sitio lo está matando.
Cronista palideció ante el arrebato de Bast.
– Yo… Yo no…
Bast cerró los ojos y respiró hondo; era evidente que trataba de calmarse.
– Tú no entiendes nada -continuó Bast, como si hablara consigo mismo además de con Cronista-. Por eso he venido, para explicártelo. Llevo meses esperando que aparezca alguien. Cualquiera. Incluso si vinieran viejos enemigos a ajustarle las cuentas, sería mejor que ver cómo se consume. Pero he tenido más suerte de la que esperaba. Tú eres perfecto.
– Perfecto ¿para qué? -preguntó Cronista-. Ni siquiera sé dónde está el problema.
– Es como… ¿Conoces la historia de Martin, el fabricante de máscaras? -Cronista negó con la cabeza, y Bast dio un suspiro de frustración-. ¿Y alguna obra de teatro? ¿Has visto El fantasma y la pastora, o El rey del medio penique}
Cronista frunció el ceño.
– ¿No es esa en la que el rey le vende su corona a un niño huérfano?
Bast asintió.
– Y el niño se convierte en un rey mejor que el verdadero. La pastora se disfraza de condesa y todo el mundo queda asombrado por su encanto y su elegancia. -Titubeó, buscando las palabras que necesitaba-. Verás, existe una conexión fundamental entre lo que uno parece y lo que uno es. Todos los niños Fata lo saben, pero vosotros, los mortales, no lo veis. Nosotros sabemos lo peligrosas que pueden resultar las máscaras. Todos nos convertimos en lo que fingimos ser.
Cronista se relajó un poco, pues pisaba terreno conocido.
– Eso es psicología elemental. Si vistes a un mendigo con ropa lujosa, la gente lo trata como a un noble, y el mendigo está a la altura de lo que esperan de él.
– Eso solo es la parte más pequeña -replicó Bast-. La verdad es mucho más profunda. Es… -Bast se atascó un momento-. Todos nos contamos una historia sobre nosotros mismos. Siempre. Continuamente. Esa historia es lo que nos convierte en lo que somos. Nos construimos a nosotros mismos a partir de esa historia.
Cronista arrugó la frente y despegó los labios, pero Bast levantó una mano.
– No, escúchame. Ya lo tengo. Conoces a una chica tímida y sencilla. Si le dices que es hermosa, ella pensará que eres simpático, pero no te creerá. Sabe que esa belleza es obra de tu contemplación. -Bast se encogió de hombros-. Y a veces basta con eso.
Sus ojos se iluminaron.
– Pero existe una manera mejor de hacerlo. Le demuestras que es hermosa. Conviertes tus ojos en espejos, tus manos en plegarias cuando la acaricias. Es difícil, muy difícil, pero cuando ella se convence de que dices la verdad… -Bast hizo un ademán, emocionado-. De pronto la historia que ella se cuenta a sí misma cambia. Se transforma. Ya no la ven hermosa. Es hermosa, y la ven.
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