Las manos de Jace se deslizaron entre el cabello de ella. El vaho de su respiración se interponía entre ellos, como una nube blanca.
– Te he echado tanto de menos -dijo él, besándola; su boca era delicada, no desesperada y hambrienta como se había mostrado las últimas veces que la había besado, sino tierna y suave.
Ella cerró los ojos y el mundo giró a su alrededor como un molinete. Acariciándole el pecho en dirección ascendente, estiró los brazos para enlazar las manos por detrás de su cuello y se puso de puntillas para poder besarlo. Las manos de él se deslizaron por el cuerpo de Clary, por encima de la piel la seda, y ella se estremeció, apoyándose en él, segura de que ambos sabían a sangre, cenizas y sal, pero no importaba; el mundo, la ciudad y todas sus luces y su vida parecían haberse reducido a aquello, a Jace y a ella, el corazón ardiente de un universo congelado.
Pero él se apartó, a regañadientes. Y ella se dio cuenta del motivo unos instantes después. El sonido de los bocinazos de los coches y el rechinar de los neumáticos frenando en la calle se oía incluso desde allí arriba.
– La Clave -dijo Jace con resignación, aunque tuvo que toser para aclararse la garganta antes de hablar. Tenía la cara encendida, y Clary se imaginó que la suya estaría igual-. Ya están aquí.
Sin soltarle la mano, Clary miró por el borde de la pared de la azotea y vio varios coches negros aparcados delante del andamio. La gente empezaba a salir de ellos. Resultaba difícil reconocerlos desde aquella altura, pero Clary creyó ver a Maryse y a varias personas más vestidas con equipo de combate. Un instante después, la furgoneta de Luke se plantó con estruendo encima de la acera y Jocelyn salió corriendo de ella. Clary la reconocería, simplemente por su forma de moverse, desde una distancia muy superior a la que se encontraba.
Clary se volvió hacia Jace.
– Mi madre -dijo-. Será mejor que baje. No quiero que suba y vea… y lo vea. -Movió la barbilla en dirección al ataúd de Sebastian.
Jace le retiró el pelo de la cara.
– No quiero perderte de vista.
– Entonces, ven conmigo.
– No. Alguien tiene que quedarse aquí. -Le cogió la mano, le dio la vuelta y depositó en ella el anillo de los Morgenstern, la cadenita agrupándose como metal líquido. El cierre se había doblado cuando Clary se la había arrancado, pero Jace había conseguido devolverlo a su forma original-. Cógelo, por favor.
Clary bajó la vista y, a continuación, con incertidumbre, volvió a mirarlo a la cara.
– Me gustaría haber comprendido lo que significaba para ti.
Él hizo un leve gesto de indiferencia.
– Lo llevé durante diez años -dijo-. Contiene una parte de mí, significa que te confío mi pasado y todos los secretos que incluye ese pasado. Y además -acarició una de las estrellas grabadas en el borde- «el amor que mueve el sol y todas las demás estrellas». Imagínate que las estrellas significan eso, no Morgenstern.
A modo de respuesta, ella volvió a pasarse la cadenita por la cabeza y el anillo ocupó su sitio acostumbrado, por debajo de la clavícula. Fue como una pieza de rompecabezas que encaja de nuevo en su lugar. Por un momento, sus miradas se encontraron en una comunicación desprovista de palabras, más intensa en cierto sentido de lo que había sido su contacto físico; ella retuvo mentalmente la imagen de él como si estuviera memorizándola: su cabello dorado alborotado, las sombras proyectadas por las pestañas, los círculos de un dorado más oscuro en el interior del tono ambarino claro de sus ojos.
– En seguida vuelvo -dijo. Le apretó la mano-. Cinco minutos.
– Ve -dijo él, soltándole la mano, y ella dio media vuelta y echó a andar por el caminito. En el momento en que se alejó de él, volvió a sentir frío, y cuando llegó a las puertas del edificio, estaba congelada. Se detuvo antes de abrir la puerta y se volvió para mirarlo, pero Jace no era más que una sombra, iluminada a contraluz por el resplandor del perfil de Nueva York. «El amor que mueve el sol y todas las demás estrellas», pensó, y entonces, como si le respondiera un eco, escuchó las palabras de Lilith: «Ese tipo de amor capaz de consumir el mundo o llevarlo a la gloria». Sintió un escalofrío, y no sólo como consecuencia de la temperatura ambiental. Buscó a Jace con la mirada, pero había desaparecido entre las sombras; dio media vuelta y entró; la puerta se cerró a sus espaldas.
Alec había subido a buscar a Jordan y a Maia, y Simon e Isabelle se habían quedado solos, sentados el uno junto al otro en el diván verde del vestíbulo. Isabelle sujetaba en la mano la luz mágica de Alec, que iluminaba la estancia con un resplandor casi espectral, encendiendo danzarinas motas de fuego en la lámpara de araña que colgaba del techo.
Poca cosa había dicho Isabelle desde que su hermano los había dejado allí. Tenía la cabeza inclinada, su pelo oscuro cayéndole hacia adelante, la mirada fija en sus manos. Eran manos delicadas, de largos dedos, aunque llenos de durezas, como los de su hermano. Simon no se había dado cuenta hasta aquel momento de que en la mano derecha lucía un anillo de plata, con un motivo de llamas grabado en él y una letra L en el centro. Le recordó al instante el anillo que Clary llevaba colgado al cuello, con su motivo de estrellas.
– Es el anillo de la familia Lightwood -dijo Isabelle, percatándose de que Simon estaba mirándolo-. Cada familia tiene un emblema. El nuestro es el fuego.
«Te encaja», pensó Simon. Izzy era como fuego, con su llameante vestido granate, con su humor variable como las chispas. En la azotea casi había pensado que iba a estrangularlo cuando lo había abrazado de aquella manera y le había llamado todos los nombres imaginables mientras se aferraba a él como si nunca lo fuera a soltar. Pero ahora tenía la mirada perdida en la lejanía, casi tan inalcanzable como una estrella. Resultaba muy desconcertante.
«Sé que amas a tus amigos cazadores de sombras -le había dicho Camille-. Igual que el halcón ama al amo que lo mantiene cautivo y cegado.»
– Eso que nos has dicho -dijo, titubeando, mirando cómo Isabelle enrollaba un mechón de pelo en su dedo índice-, allí arriba en la terraza, eso de que no sabías que Clary y Jace estaban en este lugar. Que habías venido aquí por mí… ¿era verdad?
Isabelle levantó la vista, colocándose el mechón de pelo detrás de la oreja.
– Pues claro que es verdad -dijo, indignada-. Cuando vimos que te habías ido de la fiesta… y sabiendo que llevabas días en peligro, y que Camille se había escapado… -Se interrumpió de repente-. Y con Jordan como responsable de ti que empezaba a asustarse.
– ¿De modo que fue idea suya venir a por mí?
Isabelle lo miró un prolongado momento. Sus ojos eran insondables y oscuros.
– Fui yo quien se dio cuenta de que te habías ido -dijo-. Fui yo la que quiso ir a buscarte.
Simon tosió para aclararse la garganta. Se sentía extrañamente mareado.
– Pero ¿por qué? Tenía entendido que ahora me odiabas.
No tenía que haber dicho aquello. Isabelle movió la cabeza de un lado a otro, con su oscuro pelo volando, y se apartó un poco de él en el asiento.
– Oh, Simon. No seas burro.
– Iz. -Alargó el brazo y le tocó la muñeca, dubitativo. Ella no se retiró, sino que simplemente se quedó mirándolo-. Camille me dijo una cosa en el Santuario. Me dijo que los cazadores de sombras no querían a los subterráneos, que se limitaban a utilizarlos. Dijo que los nefilim nunca harían por mí lo que yo pudiera llegar a hacer por ellos. Pero tú lo has hecho. Viniste a por mí. Viniste a por mí.
– Pues claro que lo hice -dijo sin apenas voz-. Cuando pensé que podía haberte ocurrido alguna cosa…
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