Cassandra Clare - Ciudad de los ángeles caídos

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Ciudad de los ángeles caídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro, escrito por Cassandra Clare, es el cuarto de la colección de Los Instrumentos Mortales. Es mucho más detallista que los anteriores y el final es espectacular pese a que hace visible que no es el último libro de la colección. Tiene de todo y te engancha desde el principio hasta el final, y es segun mi punto de vista incluso mejor que los anteriores. Contiene mucho misterio, acción, emoción y sentimiento, y está escrito de una manera que mezcla en uno la curiosidad y el sentimiento. Te hace sentir las cosas como si fueses uno de los protagonistas.
Jace y Clary sin duda vuelven a acaparar la atención del lector, pero en ningun momento el libro se hace cansino o soso. Si os habeis leido los libros anteriores descubrireis que este es mucho mejor, y si os gusta os recomiendo que os leais "Shadow Web" de N.M. Browne. Son los dos libros escritos, sobre todo, para chicas jóvenes y recomiendo fuertemente que sean leidos en su idioma original: el ingles. El título original de "Ciudad de Ángeles Caidos" es "City of Fallen Angels" y merece la pena leerlo (es uno de los mejores libros de su estilo), sobre todo en ingles aunque en español no le falta la emoción, etc, del original; pero en España saldrá dentro de, más o menos, un año. Espero que os guste ya que a mi me ha encantado.

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– No necesito ayuda -dijo Jace-. No hay nada que hacer. No me pasará nada.

Isabelle levantó las manos cuando el ascensor anunció su llegada con un ping .

– De acuerdo. Tú ganas. Quédate de morros aquí arriba solo, si eso es lo que quieres. -Entró en el ascensor, Simon y Alec la siguieron. Clary fue la última en subir, volviéndose para mirar a Jace. De nuevo estaba mirando a través de las puertas, pero lo vio reflejado en ellas. Su boca era una línea exangüe, sus ojos oscuros.

«Jace», pensó cuando las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Deseaba que se volviera, que la mirara. No lo hizo, pero sintió de repente unas manos fuertes sobre sus hombros, empujándola hacia adelante. Oyó a Isabelle que decía: «Alec, ¿qué demonios haces…?» en el momento en que ella tropezaba cruzando de nuevo las puertas del ascensor y se volvía para mirar. Las puertas estaban cerrándose a sus espaldas, pero a través de ellas pudo ver a Alec. Estaba lanzándole una media sonrisita y hacía un gesto de indiferencia, como queriendo decir: «¿Qué otra cosa podía yo hacer?». Clary avanzó, pero ya era demasiado tarde; las puertas del ascensor se habían cerrado.

Y estaba sola en la habitación con Jace.

La habitación estaba repleta de cadáveres, figuras encogidas vestidas con chándal gris con capucha, lanzadas, aplastadas o derrumbadas contra la pared. Maia estaba junto a la ventana, respirando con dificultad, mirando con incredulidad la escena que se desplegaba delante de ella. Había tomado parte en la batalla del bosque Brocelind en Idris, y entonces creyó que aquello sería lo más terrible que vería en su vida. Pero esto era peor. La sangre que brotaba de los seguidores del culto muertos no era icor de demonio; era sangre humana. Y los bebés… silenciosos y muertos en sus cunas, con sus manitas en forma de garra dobladas la una encima de la otra, como muñecos…

Se miró las manos. Tenía aún las garras extendidas, manchadas de sangre desde la punta hasta la raíz; las replegó, y la sangre resbaló por sus palmas, manchándole las muñecas. Iba descalza y tenía los pies sucios de sangre, y en el hombro tenía un largo corte, rezumando aún líquido rojo, aunque ya había empezado a cicatrizar. A pesar de la rápida curación que proporcionaba la licantropía, sabía que a la mañana siguiente se levantaría llena de moratones. En los seres lobo, los moratones rara vez duraban más de un día. Recordó cuando era humana y su hermano Daniel era un experto en pellizcarle con fiereza en lugares donde los moratones quedaban ocultos.

– Maia. -Jordan acababa de entrar por una de las puertas inacabadas, apartando un montón de cables que colgaban por delante. Se enderezó y se acercó a ella, abriéndose camino entre los cadáveres-. ¿Te encuentras bien?

La mirada de preocupación de Jordan le provocó a Maia un nudo en el estómago.

– ¿Dónde están Isabelle y Alec?

Jordan movió la cabeza de lado a lado. Había sufrido daños menos visibles que los de ella. Su gruesa cazadora de cuero lo había protegido, igual que los vaqueros y las botas. Tenía un arañazo en la mejilla, sangre seca en su pelo castaño claro y manchando también el cuchillo que llevaba en la mano.

– He buscado por toda la planta. No los he visto. En las otras habitaciones hay un par de cuerpos más. Deben de haber…

La noche se iluminó como un cuchillo serafín. Las ventanas se quedaron blancas y una luz brillante inundó la habitación. Por un instante, Maia pensó que el mundo ardía en llamas, y le dio la impresión de que Jordan, que estaba avanzando hacia ella entre la luz, casi desaparecía, blanco sobre blanco, en un reluciente campo de plata. Se oyó gritar, y retrocedió a ciegas, golpeándose la cabeza contra el cristal de la ventana. Se tapó los ojos con las manos…

Y la luz se esfumó. Maia bajó las manos; el mundo daba vueltas a su alrededor. Palpó a tientas y encontró a Jordan. Lo abrazó… Se abalanzó sobre él, como solía hacer cuando él iba a buscarla a su casa y la cogía en brazos, enredando los dedos entre los rizos de su cabeza.

Entonces era más delgado, sus hombros más estrechos. Sus huesos estaban ahora recubiertos de músculo y abrazarlo era como abrazar algo absolutamente sólido, una columna de granito en medio de una tormenta de arena en el desierto. Se aferró a él, y escuchó el latido de su corazón bajo su oído mientras él le acariciaba el cabello, una caricia ruda y tranquilizadora a la vez, reconfortante y… familiar.

– Maia… No pasa nada…

Ella levantó la cabeza y acercó la boca a la de él. Jordan había cambiado en muchos sentidos, pero la sensación de besarlo era la misma, su boca tan cálida como siempre. Él se quedó rígido por un segundo, sorprendido, y a continuación la atrajo hacia sí, mientras sus manos trazaban lentos círculos en la espalda desnuda de ella. Maia recordó su primer beso. Ella le había dado sus pendientes para que él los guardara en la guantera del coche, y la mano de Jordan había temblado de tal modo que los pendientes le habían caído y había empezado a disculparse y a disculparse sin parar, hasta que ella le había dado un beso para acallarlo. Aquel día pensó que era el chico más dulce que había conocido en su vida.

Y después, mordieron a Jordan y todo cambió.

Se apartó, mareada y respirando con dificultad. Él la soltó al instante y se quedó mirándola, boquiabierto, aturdido. Detrás de él, a través de la ventana, Maia veía la ciudad; casi esperaba encontrarla arrasada, un desierto blanco y devastado al otro lado de la ventana, pero todo estaba exactamente igual. No había cambiado nada. Las luces parpadeaban en los edificios de la otra acera, se oía el débil sonido del tráfico.

– Deberíamos marcharnos -dijo-. Deberíamos ir a buscar a los demás.

– Maia -dijo él-. ¿Por qué acabas de besarme?

– No lo sé -respondió ella-. ¿Crees que deberíamos mirar en los ascensores?

– Maia…

– No lo sé, Jordan -dijo Maia-. No sé por qué te he besado, y no sé si volveré a hacerlo, pero lo que sí sé es que estoy asustada y preocupada por mis amigos y que quiero salir de aquí. ¿Entendido?

Jordan asintió. Daba la impresión de que tenía un millón de cosas que decir, pero decidió no decirlas y Maia se sintió agradecida. Se pasó la mano por su alborotado pelo, manchado de yeso blanco, y dijo:

– Entendido.

Silencio. Jace continuaba apoyado en la puerta, sólo que ahora tenía la frente presionando el cristal, los ojos cerrados. Clary se preguntó si se habría dado cuenta de que estaba allí con él. Avanzó un paso, pero antes de que le diera tiempo a decir algo, él empujó las puertas y salió al jardín.

Se quedó quieta un momento, mirándolo. Podía llamar el ascensor, claro está, bajar, esperar a la Clave en el vestíbulo junto con los demás. Si Jace no quería hablar, era que no quería hablar. No podía obligarlo a hacerlo. Si Alec estaba en lo cierto, y lo que estaba haciendo era castigarse, tendría que esperar hasta que lo superara.

Se volvió hacia el ascensor y se detuvo. Una llamita de rabia se encendió en su interior, le ardían los ojos. «No», pensó. No tenía que permitirle que se comportara así. Tal vez podía comportarse con los demás de aquella manera, pero con ella no. Le debía una conducta mejor. Se debían los dos un comportamiento mejor.

Dio media vuelta y se encaminó hacia las puertas. El tobillo seguía doliéndole, pero las iratzes que Alec le había puesto empezaban a funcionar. El dolor de su cuerpo se había apagado hasta convertirse en un malestar amortiguado y latente. Llegó a las puertas y empujó para abrirlas. Salió a la terraza e hizo una mueca de disgusto cuando sus pies descalzos entraron en contacto con las gélidas baldosas.

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