Jace se movió en aquel preciso instante. Había empezado a emitir pequeños jadeos en su sueño, con los ojos corriendo de un lado a otro detrás de los párpados. Su mano se estremeció, se tensó sobre su pecho, y se sentó, tan de repente que casi tumbó a Clary al hacerlo. Abrió los ojos de golpe. Permaneció aturdido por un instante; se había quedado pasmosamente blanco.
– ¿Jace? -Clary no logró esconder su sorpresa.
Él se quedó con los ojos centrados en ella; un segundo después la atraía hacia él sin el menor atisbo de su habitual delicadeza; la colocó sobre su regazo y la besó con pasión, con las manos enredándose entre el pelo de ella. Clary sintió el fuerte martilleo del corazón de Jace y se sonrojó. Estaban en un parque público y la gente estaría mirándolos, pensó.
– Caray -dijo él, retirándose, con una sonrisa en sus labios-. Lo siento. Supongo que no te lo esperabas.
– Ha sido una sorpresa agradable. -Su voz sonó grave y ronca incluso en sus propios oídos-. ¿Qué soñabas?
– Soñaba contigo. -Enrolló en un dedo un mechón del cabello de ella-. Siempre sueño contigo.
Sin despegarse de su regazo, las piernas entrelazadas con las de él, Clary dijo:
– ¿Ah, sí? Pues parecía que tuvieras una pesadilla.
Jace ladeó la cabeza para mirarla.
– A veces sueño con que te has ido -dijo-. Sigo preguntándome cuándo te darás cuenta de que podrías estar mejor sin mí y me abandonarás.
Clary le acarició la cara con la punta de los dedos, deslizándolos con delicadeza por sus pómulos, hasta alcanzar la forma curva de su boca. Jace nunca decía cosas así a nadie, excepto a ella. Alec e Isabelle sabían, porque vivían con él y lo querían, que debajo de su armadura protectora de humor y fingida arrogancia, seguía sufriendo el dolor provocado por los hirientes fragmentos de los recuerdos de su infancia. Pero sólo con ella lo expresaba en voz alta. Clary negó con la cabeza; con el gesto, el pelo le cayó sobre la frente y se lo retiró con impaciencia.
– Me gustaría poder hablar como lo haces tú -dijo-. Todo lo que dices, las palabras que eliges… son perfectas. Siempre encuentras la cita adecuada, o la frase correcta para que yo pueda creer que me quieres. Si no puedo convencerte de que nunca te abandonaré…
Él le cogió la mano.
– Repítelo, simplemente.
– Nunca te abandonaré -dijo Clary.
– ¿Pase lo que pase? ¿Haga lo que haga?
– Nunca dejaría de creer en ti -dijo-. Jamás. Lo que siento por ti… -Se atrancó-. Es lo más grande que he sentido en mi vida.
«Maldita sea», pensó. Sonaba de lo más estúpido. Pero Jace no era de la misma opinión; le sonrió con melancolía y dijo:
– L’amor che move il sole e l’altre stelle .
– ¿Es latín?
– Italiano -dijo él-. Dante.
Clary le pasó el dedo por los labios y él se estremeció.
– No hablo italiano -dijo en voz baja.
– Significa -dijo él- que el amor es la fuerza más poderosa del mundo. Que el amor puede conseguir cualquier cosa.
Clary retiró la mano, dándose cuenta entonces de que él la miraba con los ojos entrecerrados. Unió las manos por detrás de la nuca de él, se inclinó y rozó sus labios, no con un beso, sino con una simple caricia. Fue suficiente. Notó el pulso de Jace acelerarse y él se inclinó hacia adelante, intentando robar un beso de su boca, pero ella negó con la cabeza, mientras su cabello los rodeaba como una cortina que los escondía de los ojos de todos los presentes en el parque.
– Si estás cansado, podríamos volver al Instituto -dijo ella en un susurro-. Echar la siesta. No hemos dormido juntos en la misma cama desde… desde Idris.
Sus miradas se encontraron, y ella supo que los dos estaban recordando lo mismo. La clara luz filtrándose por la ventana de la pequeña habitación de invitados de Amatis, la desesperación de su voz. «Sólo quiero acostarme a tu lado y despertarme a tu lado, sólo una vez, aunque sólo sea una vez en mi vida.» Aquella noche entera, acostados el uno junto al otro, sólo sus manos tocándose. Desde aquella noche se habían tocado mucho más, pero nunca habían pasado la noche juntos. Jace sabía que Clary estaba ofreciéndole algo más que una siesta en una de las habitaciones vacías del Instituto. Y ella estaba segura de que Jace podía leerlo en sus ojos, aunque ella no estuviera del todo segura de cuánto estaba ofreciéndole. Pero no importaba. Jace nunca le pediría nada que ella no quisiera darle.
– Quiero. -La pasión que vio en sus ojos, el matiz ronco de su voz, le decían que Jace no mentía-. Pero… no podemos. -La cogió con firmeza por las muñecas y las hizo descender, sujetando sus manos entre ellos, formando una barrera.
Clary abrió los ojos de par en par.
– ¿Por qué no?
Jace respiró hondo.
– Hemos venido aquí para entrenar, y deberíamos hacerlo. Si pasamos dándonos el lote todo el tiempo que deberíamos estar entrenando, acabarán por no permitirme que te entrene.
– ¿Y no se suponía, de todos modos, que iban a contratar a alguien para que se dedicase a tiempo completo a mi formación?
– Sí -respondió él, incorporándose y tirando de ella para que se levantase-, y me preocupa que si coges la costumbre de pegarte el lote con tus instructores, acabes también pegándote el lote con él.
– No seas sexista. Tal vez me encuentren una instructora.
– En ese caso, tienes mi permiso para pegarte el lote con ella, siempre y cuando pueda mirar.
– Estupendo. -Clary sonrió, agachándose para doblar la manta que habían llevado para sentarse-. Lo único que te preocupa es que contraten un instructor masculino y esté más bueno que tú.
Jace enarcó las cejas.
– ¿Más bueno que yo?
– Podría pasar -dijo Clary-. En teoría, ya sabes.
– En teoría, el planeta podría partirse ahora mismo por la mitad, dejándome a mí a un lado y a ti en el otro, separados trágicamente y para siempre, pero eso tampoco me preocupa. Hay cosas -dijo Jace, con su típica sonrisa torcida- que son demasiado improbables como para andar comiéndose el tarro por ellas.
Le tendió la mano; ella se la cogió y juntos cruzaron el césped y se encaminaron hacia una arboleda situada al final del East Meadow que sólo los cazadores de sombras parecían conocer. Clary sospechaba que estaba encantada, ya que Jace y ella entrenaban a menudo allí y nadie los había interrumpido nunca, a excepción de Isabelle o de Maryse.
En otoño, Central Park era un bullicio de color. Los árboles que rodeaban el prado lucían sus colores más intensos y envolvían el verde con abrasadores matices dorados, rojos, cobrizos y anaranjados. Hacía un día precioso para dar un paseo romántico por el parque y besarse en uno de sus puentes de piedra. Pero eso no iba a suceder. Era evidente que, por lo que a Jace se refería, el parque era una extensión al aire libre de la sala de entrenamiento del Instituto y que estaban allí para que Clary realizara diversos ejercicios que tenían que ver con conocimiento del entorno, técnicas de huida y evasión, y matar cosas con las manos.
En condiciones normales, le habría apasionado la idea de aprender a matar cosas con las manos. Pero seguía estando preocupada por Jace, por muy frívolas que fueran sus bromas. No dormía bien y le daba la impresión de que evitaba encontrarse a solas con ella excepto para las sesiones de entrenamiento. No podía quitarse de encima la fastidiosa sensación de que algo iba mal. Si al menos existiera una runa que le obligara a decirle lo que en realidad sentía. Pero jamás se le ocurriría crear una runa así, se recordó rápidamente. No sería ético utilizar su poder para intentar controlar a otra persona. Y además, desde que había creado en Idris la runa de alianza, su poder se había quedado aparentemente aletargado. No sentía ninguna necesidad de dibujar antiguas runas, ni había tenido visiones de nuevas runas que poder crear. Maryse le había comentado que en cuanto su formación estuviese ya en marcha, intentarían buscar un especialista en runas para que le diese clases particulares, pero hasta el momento nada de aquello se había materializado. Ni le importaba mucho, la verdad. Tenía que confesar que no estaba muy segura de si le importaría que su poder desapareciese para siempre.
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