Pero todo aquello no le había llevado a desearla menos; simplemente había convertido su deseo en tortura. A veces, la sombra de aquella tortura caía sobre sus recuerdos cuando la besaba, como estaba sucediendo en aquel momento, y le llevaba a abrazarla aún con más fuerza. Ella emitió un sonido de sorpresa, pero no protestó, ni siquiera cuando él la cogió en brazos para llevarla hasta su cama.
Se tumbaron juntos sobre ella, arrugando algunas de las cartas. Jace apartó de un manotazo la caja para dejar espacio suficiente para los dos. El corazón le latía con fuerza contra sus costillas. Nunca antes habían estado juntos en la cama de aquella manera, realmente no. Había habido aquella noche en la habitación de ella en Idris, pero apenas se habían tocado. Jocelyn se encargaba de que nunca pasaran la noche juntos en casa de uno o del otro. Jace sospechaba que él no era muy del agrado de la madre de Clary, y no la culpaba por ello. De estar en su lugar, probablemente él habría pensado lo mismo.
– Te quiero -susurró Clary. Le había quitado la camisa y recorría con la punta de los dedos las cicatrices de la espalda de él y la cicatriz en forma de estrella de su hombro, gemela a la de ella, una reliquia del ángel cuya sangre ambos compartían-. No quiero perderte nunca.
Él deslizó la mano hacia abajo para deshacer el nudo de la blusa de ella. Su otra mano, apoyada en el colchón, tocó el frío metal del cuchillo de caza; debía de haberse caído en la cama junto con el resto del contenido de la caja.
– Eso no sucederá jamás.
Ella lo miró con ojos brillantes.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Su mano apresó la empuñadura del cuchillo. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminó el filo.
– Estoy seguro -dijo, e hizo descender el cuchillo. La hoja rasgó su carne como si fuera papel, y cuando la boca de ella se abrió para formar una sorprendida «O» y la sangre empapó el frontal de su blusa blanca, Jace pensó: «Dios mío, otra vez no».
Despertarse de la pesadilla fue como estamparse contra un escaparate. Sus cortantes fragmentos seguían taladrando a Jace incluso cuando consiguió liberarse, respirando con dificultad. Cayó de la cama, deseando instintivamente huir de aquello, y chocó contra el suelo de piedra con rodillas y manos. Por la ventana abierta entraba un aire helado, que le hacía temblar pero que le despejó por fin, llevándose con él los últimos vestigios del sueño.
Se miró las manos. Estaban limpias de sangre. La cama estaba hecha un lío, las sábanas y las mantas convertidas en un amasijo como resultado de las vueltas y más vueltas que había dado, pero la caja que contenía las pertenencias de su padre seguía en la mesita de noche, en el mismo lugar donde la había dejado antes de echarse a dormir.
Las primeras veces que había sufrido la pesadilla, se había despertado y vomitado. Ahora trataba de no comer antes de irse a dormir y su cuerpo se vengaba atormentándolo con espasmos de mareo y fiebre. Y uno de aquellos espasmos lo sacudió en aquel momento, se acurrucó y respiró con dificultad hasta que pasó.
Cuando hubo acabado, apoyó la frente en el frío suelo de piedra. El sudor empezaba a enfriarle el cuerpo, tenía la camisa pegada a la piel y se preguntó si aquellos sueños acabarían matándolo. Lo había intentado todo para acabar con ellos: pastillas y brebajes para dormir, runas de sueño y runas de paz y curación. Pero nada funcionaba. Los sueños devoraban su mente como veneno y no podía hacer nada para aplacarlos.
Incluso despierto, le resultaba difícil mirar a Clary. Ella siempre lo había comprendido mejor que nadie y no podía ni imaginarse qué pensaría si se enteraba del contenido de sus sueños. Se puso de costado en el suelo y miró la caja sobre la mesita de noche, iluminada por la luz de la luna. Y pensó en Valentine. Valentine, que había torturado y encarcelado a la única mujer a la que había amado, que había enseñado a su hijo -a sus hijos- que amar algo equivale a destruirlo para siempre.
Su cabeza daba vueltas sin parar mientras se repetía aquellas palabras para sus adentros, una y otra vez. Se habían convertido para él en una especie de cántico y, como sucede con cualquier cántico, las palabras habían empezado a perder su significado individual.
«No soy como Valentine. No quiero ser como él. No seré como él. No.»
Vio a Sebastian -Jonathan, en realidad-, su casi hermano, que le sonreía a través de una maraña de pelo blanco como la plata, con los negros ojos brillando con un júbilo despiadado. Y vio su cuchillo clavarse en Jonathan y liberarse, y el cuerpo de Jonathan caer rodando en dirección al río, y su sangre mezclándose con las malas hierbas y la vegetación de la orilla.
«No soy como Valentine.»
No sentía haber matado a Jonathan. De tener la oportunidad, volvería a hacerlo.
«No seré como él.»
Evidentemente, no era normal matar a alguien -y mucho menos, a tu hermano adoptivo- y no sentirlo en absoluto.
«No seré como él.»
Pero su padre le había enseñado que matar sin piedad era una virtud, y tal vez fuera cierto que no es posible olvidar lo que los padres te enseñan. Por mucho que quieras olvidarlo.
«No seré como él.»
Tal vez la gente no podía cambiar nunca.
«No.»
4 EL ARTE DE LOS OCHO MIEMBROS
«AQUÍ SE CONSAGRA EL ANHELO DE LOS GRANDES CORAZONES Y DE LAS COSAS NOBLES QUE SE ALZAN POR ENCIMA DE LA MAREA, LA PALABRA MÁGICA QUE INICIA A LA MARAVILLA ALADA, LA SABIDURÍA RECABADA QUE JAMÁS HA MUERTO.»
Eran las palabras grabadas sobre las puertas principales de la Biblioteca Pública de Brooklyn, en la Grand Army Plaza. Simon estaba sentado en la escalinata, contemplando la fachada. La inscripción resplandecía con su pesado dorado sobre la piedra, las palabras cobraban vida por un instante cuando los faros de los coches las iluminaban.
La biblioteca había sido uno de sus lugares favoritos cuando era pequeño. Por un lateral había una entrada aparte para niños que, durante muchos años, fue su punto de reunión con Clary cada sábado. Se hacían con un montón de libros y se iban al Jardín Botánico, que estaba justo al lado, y allí podían pasarse horas leyendo, tendidos en la hierba, y el sonido del tráfico era tan sólo un zumbido constante en la distancia.
No estaba seguro de cómo había ido a parar allí aquella noche. Había huido de su casa lo más de prisa posible y se había dado cuenta en seguida de que no tenía adónde ir. No podía arriesgarse a ir a casa de Clary, pues se quedaría horrorizada al enterarse de lo que había hecho y querría que volviese a casa para solucionarlo. Eric y los demás chicos no entenderían nada. A Jace no le caía simpático y, además, no podía entrar en el Instituto. Era una iglesia, y la razón por la que los nefilim vivían allí era precisamente para evitar a criaturas como él. Al final había comprendido a quién podía acudir, pero la idea le resultaba tan desagradable que había tardado un buen rato en armarse de valor para hacerlo.
Oyó el sonido de la moto antes incluso de verla, el rugido del motor avanzando entre el tráfico fluido de Grand Army Plaza. La moto derrapó en el cruce y subió a la acera, retrocedió a continuación y se lanzó escalera arriba. Simon se hizo a un lado cuando el vehículo se plantó a su lado y Raphael soltó el manillar.
La moto se calló al instante. Las motos de los vampiros estaban impulsadas por espíritus demoníacos y respondían como mascotas a los deseos de sus propietarios. A Simon le resultaban espeluznantes.
– ¿Querías verme, vampiro diurno? -Raphael, tan elegante como siempre, con chaqueta negra y un pantalón vaquero de aspecto caro, desmontó y dejó la moto apoyada en la barandilla de la escalera de acceso a la biblioteca-. Será mejor que tengas un buen motivo -añadió-. Espero no haber venido hasta Brooklyn por nada. A Raphael Santiago no le gustan los barrios de extrarradio.
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