Cassandra Clare - Ciudad de los ángeles caídos

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Ciudad de los ángeles caídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro, escrito por Cassandra Clare, es el cuarto de la colección de Los Instrumentos Mortales. Es mucho más detallista que los anteriores y el final es espectacular pese a que hace visible que no es el último libro de la colección. Tiene de todo y te engancha desde el principio hasta el final, y es segun mi punto de vista incluso mejor que los anteriores. Contiene mucho misterio, acción, emoción y sentimiento, y está escrito de una manera que mezcla en uno la curiosidad y el sentimiento. Te hace sentir las cosas como si fueses uno de los protagonistas.
Jace y Clary sin duda vuelven a acaparar la atención del lector, pero en ningun momento el libro se hace cansino o soso. Si os habeis leido los libros anteriores descubrireis que este es mucho mejor, y si os gusta os recomiendo que os leais "Shadow Web" de N.M. Browne. Son los dos libros escritos, sobre todo, para chicas jóvenes y recomiendo fuertemente que sean leidos en su idioma original: el ingles. El título original de "Ciudad de Ángeles Caidos" es "City of Fallen Angels" y merece la pena leerlo (es uno de los mejores libros de su estilo), sobre todo en ingles aunque en español no le falta la emoción, etc, del original; pero en España saldrá dentro de, más o menos, un año. Espero que os guste ya que a mi me ha encantado.

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Simon cayó de rodillas. El cuchillo que pretendía matarlo estaba allí mismo, a su alcance. Era todo lo que quedaba de su atacante, salvo el montón de relucientes cristales que el viento ya había empezado a disipar. Tocó uno con cuidado.

Era sal. Se miró las manos. Estaba temblando. Sabía qué había pasado y por qué.

«Y el Señor le dijo: Quienquiera que matare a Cain, siete veces será castigado.»

Y aquello era siete veces un castigo.

Apenas consiguió llegar a la cuneta antes de doblegarse de dolor y empezar a vomitar sangre.

Simon supo que había calculado mal en el mismo momento en que abrió la puerta. Creía que su madre ya estaría dormida, pero resultó que no. Estaba despierta, sentada en un sillón de cara a la puerta, el teléfono en la mesita a su lado, y en seguida se fijó en que llevaba la chaqueta manchada de sangre.

No gritó, para sorpresa suya, sino que se llevó la mano a la boca.

– Simon.

– No es sangre mía -dijo él en seguida-. Estábamos en casa de Eric y Matt ha tenido una hemorragia nasal…

– No quiero escucharlo. -Rara vez utilizaba aquel tono tan cortante; le recordó a Simon la manera de hablar de su madre durante los últimos meses de enfermedad de su padre, cuando la ansiedad cortaba su voz como un cuchillo-. No quiero escuchar más mentiras.

Simon dejó las llaves en la mesita que había al lado de la puerta.

– Mamá…

– No haces más que contarme mentiras. Estoy cansada del tema.

– Eso no es verdad -dijo él, sintiéndose fatal, consciente de que su madre estaba en lo cierto-. Pero en estos momentos están pasándome muchas cosas.

– Lo sé. -Su madre se levantó; siempre había sido una mujer delgada, pero ahora estaba en los huesos, y su pelo oscuro, del mismo color que el de él, con más canas que lo que él recordaba-. Ven conmigo, jovencito. Ahora.

Perplejo, Simon la siguió hacia la pequeña cocina decorada en luminosos tonos amarillos. Su madre se detuvo al entrar y señaló en dirección a la encimera.

– ¿Te importaría explicarme esto?

Simon notó que se le quedaba la boca seca. Sobre la encimera, formadas como una fila de soldados de juguete, estaban las botellas de sangre que guardaba en la pequeña nevera que había instalado en el fondo del armario. Una estaba medio vacía; las demás, llenas del todo, el líquido rojo del interior brillando como una acusación. Su madre había encontrado también las bolsas de sangre vacías que Simon había lavado y guardado en el interior de una bolsa de plástico para tirarlas a la basura. Y las había dejado también allá encima, a modo de grotesca decoración.

– Al principio pensé que era vino -dijo Elaine Lewis con voz temblorosa-. Después encontré las bolsas. De modo que abrí una de las botellas. Es sangre, ¿verdad?

Simon no dijo nada. Era como si se hubiese quedado sin voz.

– Últimamente te comportas de una forma muy rara -prosiguió su madre-. Estás fuera a todas horas, no comes, apenas duermes, tienes amigos que no conozco, de los que jamás he oído hablar. ¿Te crees que no me entero cuando me mientes? Pues me entero, Simon. Pensaba que tal vez andabas metido en drogas.

Simon encontró por fin su voz.

– ¿Y por eso has registrado mi habitación?

Su madre se sonrojó.

– ¡Tenía que hacerlo! Pensaba… pensaba que si encontraba drogas, podría ayudarte, meterte en un programa de rehabilitación, pero ¿esto? -Gesticuló con energía en dirección a las botellas-. Ni siquiera sé qué pensar sobre esto. ¿Qué sucede, Simon? ¿Te has metido en algún tipo de secta?

Simon negó con la cabeza.

– Entonces, cuéntamelo -dijo su madre; sus labios temblaban-. Porque las únicas explicaciones que se me ocurren son horribles y asquerosas. Simon, por favor…

– Soy un vampiro -dijo Simon. No tenía ni idea de cómo lo había dicho, ni siquiera por qué. Pero ya estaba dicho. Las palabras se quedaron colgando en el aire como un gas venenoso.

La madre de Simon sintió que le fallaban las piernas y se derrumbó en una silla de la cocina.

– ¿Qué has dicho? -dijo en un suspiro.

– Soy un vampiro -repitió Simon-. Hace cerca de dos meses que lo soy. Siento no habértelo contado antes. No tenía ni idea de cómo hacerlo.

La cara de Elaine Lewis se había quedado blanca como el papel.

– Los vampiros no existen, Simon.

– Sí, mamá -dijo-. Existen. Mira, yo no pedí ser un vampiro. Fui atacado. No me quedó otra elección. Lo cambiaría todo si estuviera en mi mano hacerlo. -Pensó en el folleto que Clary le había dado hacía ya tanto tiempo, aquel en el que hablaba sobre cómo contárselo a tus padres. Por aquel entonces le pareció una analogía graciosa; pero no lo era en absoluto.

– Crees que eres un vampiro -dijo aturdida la madre de Simon-. Crees que bebes sangre.

– Bebo sangre -dijo Simon-. Bebo sangre animal.

– Pero si eres vegetariano. -Su madre estaba a punto de echarse a llorar.

– Lo era. Pero ya no lo soy. No puedo serlo. Vivo de la sangre. -Simon notaba una fuerte tensión en la garganta-. Nunca le he hecho ningún daño a un humano. Nunca he bebido la sangre de nadie. Sigo siendo la misma persona. Sigo siendo yo.

Le daba la impresión de que su madre luchaba por controlarse.

– Y tus nuevos amigos… ¿son también vampiros?

Simon pensó en Isabelle, en Maia, en Jace. No podía hablarle a su madre sobre cazadores de sombras y seres lobo. Era demasiado.

– No. Pero… saben que yo lo soy.

– ¿Te… te han dado drogas? ¿Te han hecho algo? ¿Algo que te produzca estas alucinaciones? -Parecía como si no hubiera oído su respuesta.

– No, mamá; todo esto es real.

– No es real -musitó ella-. Tú crees que es real. Oh, Dios mío. Simon. Lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta. Conseguiremos ayuda. Encontraremos a alguien. Un médico. Da igual lo que cueste…

– No puedo ir a un médico, mamá.

– Sí, claro que puedes. Necesitas que te ingresen en alguna parte. En un hospital, tal vez…

Extendió el brazo hacia su madre.

– Intenta sentir mi pulso -le dijo.

Ella se quedó mirándolo, perpleja.

– ¿Qué?

– Que intentes sentir mi pulso -dijo-. Ven. Si lo encuentras, estupendo. Iré contigo al hospital. De lo contrario, tendrás que creerme.

La madre de Simon se secó las lágrimas y le cogió lentamente la muñeca. Después de tanto tiempo cuidando de su esposo durante su larga enfermedad, sabía tomar el pulso tan bien como cualquier enfermera. Presionó el interior de la muñeca con el dedo índice y esperó.

Simon observó el cambio en la expresión de la cara de su madre, de la tristeza y la contrariedad a la confusión, y después al terror. Elaine se levantó, le soltó la mano y se alejó de él. Sus ojos oscuros se abrieron como platos.

– ¿Qué eres?

Simon sintió náuseas.

– Ya te lo he dicho. Soy un vampiro.

– Tú no eres mi hijo. Tú no eres Simon. -Estaba temblando-. ¿Qué tipo de ser viviente no tiene pulso? ¿Qué tipo de monstruo eres? ¿Qué le has hecho a mi hijo?

– Soy Simon… -Avanzó un paso hacia su madre.

Y su madre gritó. Nunca la había oído gritar de aquella manera, y no quería oírla gritar así nunca más. Fue un sonido horripilante.

– Apártate de mí. -Su voz se quebró-. No te acerques. -Y empezó a susurrar-: Barukh ata Adonai sho’me’a t’fila

Estaba rezando, comprendió Simon, sintiendo una sacudida. Sentía tanto terror que estaba rezando para que se fuera, para que desapareciera. Y lo peor de todo era que él podía sentirlo. El nombre de Dios se tensó en su estómago y le provocaba un atroz dolor de garganta.

Pero su madre tenía todo el derecho del mundo a rezar. Él estaba maldito. No pertenecía a este mundo. ¿Qué tipo de ser viviente no tenía pulso?

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