Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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También le dolía la barriga, el pecho, le dolían las costillas, y el apretado corsé de un vendaje le convenció por completo de que la ciudad de Rivia y el tridente no habían sido una pesadilla.

– Yace tranquilo, mi amado -dijo Yennever con voz de terciopelo-. Yace tranquilo. No te muevas.

– ¿Dónde estamos, Yen?

– ¿Acaso importa? Estamos juntos. Tú y yo.

Cantaban los pájaros, verderones o tordos. Olía a hierbas, romero, flores. Manzanas.

– ¿Dónde está Ciri?

– Se ha ido.

Ella cambió de posición, liberó delicadamente su brazo de debajo de la cabeza de él, se tendió a su lado en la hierba de modo que pudiera mirarle a los ojos. Le miraba ávida, como si quisiera saturarse de su imagen, como si quisiera guardarla para el futuro, para toda la eternidad. Él también la miró y la nostalgia le atenazó la garganta.

– Íbamos con Ciri en una barca -recordó Geralt-. Por un lago. Luego por un río. Un río de fuerte corriente. Entre la niebla.

Los dedos de ella encontraron su mano, la apretaron con fuerza.

– Yace tranquilo, mi amado. Yace tranquiló. Estoy junto a ti. No importa lo que sucedió, no importa dónde estuviéramos. Ahora estoy junto a ti. Y nunca jamás te dejaré. Nunca.

– Te quiero, Yen.

– Lo sé.

– Pese a todo -suspiró-, me gustaría saber dónde estamos.

– A mí también -dijo Yennefer, despacio y al cabo de un rato.

*****

– ¿Y éste -preguntó Galahad- es el final de la historia?

– Pero qué dices -protestó Ciri, restregándose un pie con el otro, limpiándose la arena seca que se le había pegado a sus dedos y plantas-. ¿Quisieras que se acabara así la historia? ¡Desde luego! ¡Yo no querría!

– Entonces, ¿qué es lo que siguió?

– Lo normal -bufó-. Se casaron.

– Contad.

– Ah, ¿qué es lo que hay que contar? Fueron unas bodas sonadas. Todos vinieron, Jaskier, madre Nenneke, Iola y Eurneid, Yarpen Zigrin, Vesemir, Eskel… Coén, Milva, Angouléme… Y mi Mistle… Y yo estuve allí, y miel y vino bebí. Y fueron felices, y comieron perdices. Y ellos, es decir, Geralt y Yennefer, tuvieron luego hasta una casa propia, y fueron felices, muy, muy felices. Como en un cuento. ¿Entiendes?

– ¿Por qué lloráis, oh Dama del Lago?

– No estoy llorando. El viento me irrita los ojos. ¡Y eso es todo!

Guardaron silencio mucho rato, mirando cómo la bola del sol, quemada hasta volverse roja, besaba las cumbres de las montañas.

– Cierto -interrumpió por fin el silencio Galahad-, grandemente extraña es esta historia, oh, rara. Cierto, doña Ciri, extraordinario es el mundo del que provenís.

Ciri sorbió la nariz con fuerza.

– Sí -continuó Galahad, carraspeando unas cuantas veces, un tanto deprimido por su silencio-. Mas y también aquí, en nuestras tierras, tienen lugar aventuras dignas de asombro. Pongamos por ejemplo lo que le sucedió a don Gawain con el Caballero Verde… O a mi tío Bors y a don Tristán… Atended pues, doña Ciri. Don Bors y don Tristán se fueron cierta vez hacia el poniente, hacia Tintagel. Su camino les conducía por bosques silvestres y amenazadores. Cabalgan, cabalgan, miran, y hay una cierva blanca y junto a ella una dama, vestida de negro, en verdad de un negro tan negro que no lo habréis visto ni en vuestras pesadillas. Y hermosa es esa dama, tanto que no lo veréis en todo el mundo, bueno, como no sea la reina Ginebra… Vio a los caballeros la tal señora, de pie junto a la cierva, agitó la mano y les habló de este modo…

– Galahad.

– ¿Sí?

– Cállate.

Él tosió, carraspeó, se calló. Callaron ambos, al tiempo que miraban al sol. Callaron durante mucho, mucho tiempo.

– ¿Dama del Lago?

– Te he pedido que no me llames así.

– ¿Doña Ciri?

– Dime.

– Venid conmigo a Camelot, oh doña Ciri. El rey Arturo, veréis, os mostrará honor y reverencia… Yo, por mi parte… Yo os amaré y honraré siempre…

– ¡Levántate ahora mismo! O mejor no. Ya que estás ahí de rodillas, restriégame los pies. Se me han enfriado terriblemente. Gracias. Eres muy amable. ¡He dicho que los pies! Los pies se terminan en los tobillos.

– ¿Doña Ciri?

– Sigo aquí.

– El sol se acerca al ocaso…

– Cierto. -Ciri se cerró las hebillas de las botas, se levantó-. Vamos a ensillar los caballos, Galahad. ¿Hay en los alrededores algún sitio donde se pueda pasar la noche? Ja, por tu gesto veo que conoces estas tierras tanto como yo. Pero no importa, pongámonos en camino, si hay que dormir a cielo abierto mejor más lejos, en el bosque. De este lago proviene… ¿Por qué miras así?

»Ajá-se imagino, al ver cómo enrojecía- ¿Te hace sonreír el pensamiento de una noche bajo los arbustos del bosque, sobre una cubierta de musgo? ¿En el abrazo de un hada? Escucha, muchacho, no tengo la más mínima gana…

Se cortó, al ver su embarazo y sus ojos brillantes. Al ver, en suma, su rostro, que verdaderamente no era feo. Algo le apretó los intestinos y la tripa, y no era el hambre.

Algo me pasa, pensó. ¿Qué me pasa?

– ¡No rufunfuñes! -casi gritó-. ¡Ensilla el alazán!

Cuando ya estaban sobre los caballos, ella le contempló y se rió con fuerza. Él la miró y en sus ojos había asombro y pregunta.

– Nada, nada -dijo ella libremente-. Sólo estaba pensando. En camino, Galahad.

Una cubierta de musgo, pensó, conteniendo la risa. Bajo los arbustos del bosque. Y yo en el papel de hada. Vaya, vaya.

– Doña Ciri…

– Dime.

– ¿Vendréis conmigo a Camelot?

Ella estiró la mano. Y él estiró la mano. Juntaron sus dedos, cabalgando uno junto al otro.

Al diablo, pensó, ¿por qué no? Me apuesto lo que sea a que en este mundo también habrá tarea para una bruja.

Porque no existe un mundo en el que no haya tarea para una bruja.

– Doña Ciri…

– No hablemos de ello ahora. Cabalguemos.

Cabalgaron en dirección a la puesta del sol. Tras ellos quedaba, oscureciéndose, el valle. Detrás de ellos quedaba el lago, el lago encantado, el lago azul y sereno como un zafiro pulido. Detrás de ellos quedaban las rocas en la orilla del lago. Y los pinos de la pendiente.

Aquello quedaba atrás.

Pero por delante de ellos estaba todo.

Nota del editor

Por razones que confiamos que se entenderán sobradamente al leerlo, hemos considerado oportuno añadir como colofón a este volumen 2 de La dama del lago el relato «Algo termina, algo comienza», cuya génesis explica Sapkowski en la introducción que el lector encontrará a continuación.

A pesar del desmentido del propio Sapkowski (cuya imagen pública le lleva a menudo a quitar hierro a la intensidad emotiva que pone en sus creaciones literarias), creemos que este relato es una excelente coda a su gran Saga de Geralt de Rivia… incluso admitiendo su carácter, por así decirlo, no canónico.

No obstante, y para que nadie se llame a engaño, advertimos de que La dama del lago, y con ella la historia de Geralt de Rivia y Ciri, la Niña del Destino, termina oficial y definitivamente en las páginas anteriores a ésta. Lo que sigue es sólo (y nada menos que) un complemento de la edición española en dos volúmenes.

El Editor

Algo termina, algo comienza

La idea de «Algo termina, algo comienza» me la inspiró, como se entiende por la dedicatoria del cuento, la noticia de la boda de cierta pareja conocida y querida por el fandom. Ja, hoy no tengo que hacer secreto alguno de que se trataba de Paulina Braiter y Pawel Ziemkiewicz 1.

Por su parte, quien me animó a escribir el cuento, gloria le sea dada en este punto, fue Krzysztof Papierkowski, presidente del Club de Fantasía de Gdansk (GKF). El GKF publicaba por entonces un fanzine, El enano rojo, y Krzysztof a menudo hacía esfuerzos para conseguir textos no publicados de conocidos escritores polacos de fantasía con destino a ese fanzine. Un día me lo propuso a mí y yo, cuando acepté, decidí no sólo enlazar con la mencionada boda de fandom sino darle en general al cuento la forma de una broma, de un chiste cercano a la atmósfera de las convenciones de ciencia-ficción. De modo que hoy día sigo viéndolo como broma de convención más que como relato propiamente dicho.

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