Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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Cada vez había más gente, el estruendo iba en aumento. Las hechiceras tenían la impresión de que estaban más cerca de Ciri. El siguiente obstáculo en el camino de Kelpa era un grupo de alabarderos desorientados, a los que la yegua mora trató como si tuviera delante una empalizada y los superó de un salto. A uno le tiró la capellina lisa, los demás se agacharon asustados.

A todo galope llegaron a una plaza. Estaba negra de tanta gente como había. Y de tanto humo. Yennefer se dio cuenta de que Ciri, sin duda guiada por su visión profética, se dirigía hacia el núcleo, hacia el centro mismo de los incidentes. Allí donde ardía el incendio y el furor asesino hacía estragos.

Porque en la calle por la que se había metido arreciaba la lucha. Enanos y elfos defendían con ardor una improvisada barricada, defendían una posición desesperada, cayendo y pereciendo bajo la presión de la chusma vociferante que se echaba encima de ellos. Ciri dio un grito, se pegó al cuello de la yegua. Kelpa se elevó por los aires y pasó por encima de la barricada, no como un caballo, sino como un enorme pájaro negro.

Yennefer se topó con el gentío, frenó en seco a su caballo, arrollando a varias personas. La derribaron de la silla antes de que tuviera tiempo de dar una sola voz. Recibió golpes en los hombros, en los lomos, en la nuca. Cayó de rodillas, observó a un tipo mal afeitado, vestido con un mandil de zapatero, que se preparaba para darle una patada.

Yennefer ya estaba hasta el gorro de los que daban patadas.

Con los dedos extendidos disparó una llama azul, que silbó como un látigo, alcanzando en la cara, el torso y los brazos a la gente que la acosaba. Empezó a oler a carne quemada, los alaridos y los bufidos de dolor destacaron por un momento por encima de la batahola y la bara-húnda general.

– ¡Maga! ¡Elfa maga! ¡Hechicera!

Otro individuo se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha. Yennefer le lanzó una llama directa a la cara, al tipo le estallaron los globos oculares, rompieron a hervir y, con un siseo, se le derramaron por las mejillas. Se relajó. Alguien la cogió de un brazo, y Yennefer se revolvió, dispuesta a seguir disparando, pero era Triss.

– Vamonos de aquí… Yenna… Vámo… nos…

Ya la he oido antes hablar con esa voz, se le pasó a Yennefer por la cabeza. Con esos labios que parecen de madera, sin una gotita de saliva que los humedezca. Con esos labios que paraliza el terror, que estremece el pánico.

Ya la he oído hablar con esa voz. En el Monte de Sodden.

Cuando estaba muerta de miedo.

También ahora está muerta de miedo. Hasta el fin de sus días va a estar muerta de miedo. Porque aquéllos que no se sobreponen a la cobardía estarán muertos de miedo hasta el fin de sus días.

Los dedos con los que Triss se había aferrado a su brazo eran como de acero. Yennefer tuvo que hacer un gran esfuerzo para librarse de ellos.

– ¡Escapa tú si quieres! -gritó-. ¡Escóndete bajo las sayas de la logia! ¡Yo tengo a quien defender! ¡No pienso dejar sola a Ciri! ¡Ni a Geralt! ¡Eh, chusma, fuera de mi vista! ¡Abrid paso, si es que tenéis aprecio a vuestra piel!

La muchedumbre que la mantenía apartada del caballo se retiró ante los rayos que despedían los ojos y las manos de la hechicera. Yennefer daba sacudidas con la cabeza, alborotando sus rizos negros. Parecía una furia encarnada, el ángel vengador, el implacable ángel vengador con su espada de fuego.

– ¡Fuera, cada uno a su casa, gentuza! -gritó, fustigando a la turba con su látigo de fuego-. ¡Largo! |Os voy a marcar a fuego, como ganado!

– ¡No es más que una maga, vecinos! -dijo una voz sonora y metálica entre la multitud-. ¡Una maldita hechicera élfica!

– ¡Está sola! ¡La otra ha huido! ¡Eh, chavales, traednos piedras!

– ¡Muerte a los no humanos! ¡Que se preparen las hechiceras!

– ¡A la horca con ella!

La primera piedra le pasó silbando cerca de un oído. La segunda la golpeó en un hombro, y la hizo tambalearse. La tercera le acertó de lleno en la cara. Primero le estalló un dolor ardiente en los ojos, después todo quedó envuelto en terciopelo negro.

*****

Volvió en sí, gimió dolorida. Los dos antebrazos y las muñecas le dolían a rabiar. Se los tanteó maquinalmente, notó que tenía varias capas de vendaje. Volvió a gemir, sorda, desesperadamente. Lamentando no estar en un sueño. Y lamentando no haberlo conseguido.

– No lo has conseguido -dijo Tissaia de Vries, sentada al lado de la cama.

Yennefer tenía mucha sed. Deseaba que, al menos, alguien le humedeciera los labios, recubiertos de una película pegajosa. Pero no lo pidió. Su orgullo se lo impedía.

– No lo has conseguido -repitió Tissaia de Vries-. Pero no porque no lo hayas intentado. Has cortado bien y a fondo. Por eso estoy ahora aquí contigo. Si se hubiera tratado de un simple numerito, si hubiera sido una estúpida exhibición, poco seria, no sentiría más que desprecio por ti. Pero tú has cortado a fondo. A conciencia.

Yennefer miraba atontada al techo.

– Me ocuparé de ti, muchacha. Puede que valga la pena. Pero habrá que trabajar contigo, uy, vaya que sí. No sólo voy a tener que enderezarte la columna y los omóplatos, sino que también tendré que tratarte esas manos. Al cortarte las venas, te has seccionado los tendones. Y las manos de una hechicera son un instrumento muy importante, Yennefer.

Humedad en los labios. Agua.

– Vivirás. -La voz de Tissaia era rotunda, seria, severa incluso-. Todavía no ha llegado tu hora. Cuando llegue, te acordarás de este día.

Yennefer sorbió ansiosamente la humedad del palito envuelto en un vendaje húmedo.

– Me ocuparé de ti -repitió Tissaia de Vries, rozándole el cabello delicadamente-. Y ahora… estamos aquí solas. Sin testigos. Nadie nos mira, y yo no le voy a decir nada a nadie. Llora, muchacha. Desahógate. Llora por última vez. A partir de ahora no se te va a permitirá llorar. No hay imagendeplorable que la de una hechicera llorando.

*****

Volvió en sí, carraspeó, escupió sangre. Alguien la había llevado a rastras. Había sido Triss, la reconoció por su perfume. Cerca de ellas, en el empedrado, resonaron unos cascos herrados, vibró el griterío. Yennefer vio a un jinete con armadura, con un campo blanco con chevrón rojo, que desde la altura de su silla fustigaba a la multitud con un vergajo. Las piedras que le arrojaba la chusma rebotaban impotentes en su armadura y en su visera. El caballo relinchaba, perdía el control, coceaba.

Yennefer tenía la impresión de que, en lugar de labio superior, tenía una gran patata. Como mínimo uno de los dientes anteriores estaba roto o mellado, tenía un corte doloroso en la lengua.

– Triss… -balbuceó-. ¡Hay que salir de aquí! ¡Telepórtanos!

– No, Yennefer. -Triss hablaba con voz muy tranquila. Y muy fría.

– Nos van a matar…

– No, Yennefer. Yo no huyo. No me voy a esconder bajo las sayas de la logia. Y no me preocupa desmayarme de miedo, como en Sodden. Lo superaré. ¡Ya lo he superado!

Cerca de la entrada del callejón, en un saliente de los muros recubiertos de musgo, se había formado un gran montón de estiércol, detritos y basura. Era un montón colosal. Una verdadera montaña, podría decirse.

La muchedumbre había conseguido finalmente rodear e inmovilizar al caballero y a su caballo. Lo derribaron con un estruendo aterrador, y la chusma se le echó encima cual nube de piojos, cubriéndole como una capa viva.

Triss, tirando de Yennefer, se subió sobre el montón de desperdicios, alzó las manos. Pronunció un conjuro, gritando con auténtica rabia. Fue un grito tan penetrante que la muchedumbre se calló por un brevísimo instante.

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