Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– O una gangrena purulenta por culpa de unos dientes mal cuidados -convino Eskel, aparentemente serio-. Sólo que a nosotros no se nos estropean los dientes.

– Pues yo -dijo Vesemir- no me lo tomaría a guasa.

Los brujos se callaron.

Las ráfagas de viento aullaban y silbaban en los muros de Kaer Morhen.

*****

El mozalbete desgreñado, como asustado de lo que acababa de hacer, soltó el asta. El brujo, sin poder reprimir un grito de dolor, se dobló hacia delante, la horca hincada en su vientre lo desequilibró, pero, al caer de rodillas, se le soltó del cuerpo y fue a parar al empedrado. La sangre se derramó con un murmullo y un chapoteo dignos de una cascada.

Geralt quiso ponerse de pie. En lugar de eso se derrumbó sobre un costado.

Los sonidos que le envolvían adquirieron resonancias y ecos, los oía como si tuviera la cabeza debajo del agua. Tampoco veía con claridad, lo hacía con una perspectiva alterada y una geometría totalmente falsa.

Pero vio que la multitud se dispersaba. La vio escapar de quienes acudían en su ayuda. De Zoltan y Yarpen con sus hachas, de Wirsing con su cuchillo de carnicero, de Jaskier armado con una escoba. Alto, quiso gritar, ¿adonde vais? Para mear con el viento de cara, ya me valgo yo solo.

Pero no pudo gritar. Una oleada de sangre le sofocó la voz.

*****

Pasaba del mediodía cuando las hechiceras llegaban a Rivia, cuando en el fondo, desde la perspectiva de la carretera, vieron la superficie del Loe Eskalott brillando como un espejo, las rojas tejas del castillo y la techumbre de la ciudadela.

– Bueno, ya hemos llegado -constató Yennefer-. ¡Rivia! Ja, qué forma más curiosa de enredarse los destinos.

Ciri, muy nerviosa desde hacía un buen rato, obligó a Kelpa a bailar y a dar pasos cortos. Triss Merigold suspiró de forma imperceptible. Mejor dicho, ella creyó que había sido de forma imperceptible.

– Por favor. -Yennefer la miró de hito en hito-. Qué extraños sonidos levantan tu pecho virginal, Triss. Ciri, ve por delante, comprueba que no haya nadie.

Triss volvió la cara, decidida a no provocar y a no dar ningún pretexto. No esperaba que le diera resultado. Desde hacía bastante tiempo venía percibiendo en Yennefer una animadversión y una agresividad que crecían a medida que se iban a cercando a Rivia.

– Tú, Triss -insistía Yennefer maliciosamente-, no te ruborices, no suspires, no vayas a babear y clávate el culo en la silla. ¿O es que te crees que, porque haya accedido a tu petición, me ha parecido bien que vinieras con nosotras? ¿Que estaba de acuerdo con el encuentro, delicioso y lánguido, de los amantes de antaño? ¡Ciri, te he dicho que vayas por delante! ¡Déjanos conversar!

– No es una conversación, sino un monólogo -dijo Ciri con arrogancia, pero ante aquella mirada amenazante, de color violeta, depuso de inmediato las armas, silbó a Kelpa y se lanzó al galope por la carretera.

– No vas al encuentro del amado, Triss -continuó Yennefer-. No soy ni tan noble ni tan estúpida como para ofrecerte a ti esa posibilidad, y a él esa tentación. Sólo tendréis una ocasión, hoy mismo. Después me pienso ocupar de que no tengáis, ninguno de los dos, ni la tentación ni la ocasión. Pero hoy no voy a privarme de un placer tan dulce como perverso. Él sabe qué papel has desempeñado. Y te lo agradecerá con su célebre mirada. Pero yo voy a estar atenta a tus labios temblorosos y a tus manos vacilantes, voy a estar pendiente de tus penosas disculpas y justificaciones. Y, ¿sabes una cosa, Triss? Me voy a desmayar de gusto.

– Ya sabía yo -protestó Triss- que no te ibas a olvidar de mí, que tratarías de vengarte de mí. Estoy de acuerdo en que, de hecho, fui culpable. Pero tengo que decirte una cosa, Yennefer. No cuentes en exceso con ese desmayo. Él sabe perdonar.

– Las cosas que se le hacen a él, desde luego. -Yennefer pestañeó-. Pero jamás te perdonará por lo que le pasó a Ciri. Y a mí.

– Es posible. -Triss tragó saliva-. Es posible que no me perdone. Sobre todo si tú te empeñas en ello. Pero seguro que no se ensaña. No se va a rebajar hasta ese punto.

Yennefer chasqueó al caballo con la fusta. El caballo relinchó, brincó, bailó con tanto ímpetu que la hechicera titubeó en la silla.

– ¡Basta de discusión! -gruñó-. ¡Más humildad, arrogante tarasca! ¡Se trata de mi hombre, mío y sólo mío! ¿Lo entiendes? Tienes que dejar de hablar de él, tienes que dejar de pensar en él, tienes que dejar de quedarte extasiada ante su noble carácter… ¡Desde ahora, desde este mismo instante! Ay, qué ganas tengo de cogerte de esas greñas pelirrojas…

– ¡Atrévete y verás! -gritó Triss-. Tú atrévete, adefesio, y te saco los ojos. Yo…

Se callaron al ver a Ciri, que venía hacia ellas a la carrera, levantando una nube de polvo. Y enseguida comprendieron que allí pasaba algo gordo. Y enseguida comprendieron de qué se trataba. Antes incluso de que Ciri llegara hasta ellas.

Por encima de los techos de paja del ya próximo arrabal, por encima de las tejas y las chimeneas de la ciudadela, se elevaron de pronto unas lenguas rojas de fuego, aparecieron unas nubes de humo. Un grito llegó hasta los oídos de las hechiceras, un griterío lejano como un zumbido de moscas cojoneras o de abejorros furiosos. El griterío crecía, se hacía más intenso con el contrapunto de algunos chillidos especialmente agudos.

– ¿Qué demonios pasa ahí? -Yennefer se puso de pie sobre los estribos-. ¿Una invasión? ¿Un incendio?

– Geralt… -exclamó Ciri de repente, blanca como el pergamino-. ¡Geralt!

– ¿Ciri? ¿Qué te pasa?

Ciri levantó una mano, y las hechiceras vieron cómo la sangre le corría por la palma. Por la línea de la vida.

– Se ha cerrado el círculo -dijo la muchacha, con los ojos cerrados-. La espina de la rosa de Shaerrawedd me ha herido, y la serpiente Uroboros ha clavado los dientes en su propia cola. ¡Voy, Geralt en tu ayuda! ¡No te dejaré solo!

Antes de que ninguna de las hechiceras tuviera tiempo de protestar, la chica hizo volverse a Kelpa y en un momento la puso al galope.

Yennefer y Triss tuvieron suficiente presencia de ánimo para espolear de inmediato a sus propios caballos. Pero sus cabalgaduras no se podían comparar con Kelpa.

– ¿Qué será? -gritaba Yennefer, cortando el viento-. ¿Qué estará pasando?

– ¡Lo sabes de sobra! -Triss sollozaba, cabalgando a su lado-. ¡Vuela, Yennefer!

Antes de llegar a las chozas del arrabal, antes de cruzarse con los primeros fugitivos que abandonaban la ciudad, Yennefer tenía ya una imagen suficientemente clara de la situación como para saber que lo que estaba pasando en Rivia no era un incendio ni un asalto de tropas enemigas, sino un pogromo. También sabía qué era lo que había presentido Ciri, hacia dónde -y hacia quién- corría de esa manera. Sabía igualmente que no podía darle alcance. No había nada que hacer. Había mucha gente apiñada, presa del pánico, y Triss y ella tuvieron que frenar bruscamente sus monturas ante la multitud, y a punto estuvieron de salir despedidas de los caballos. Kelpa, sencillamente, pegó un salto, los cascos de la yegua derribaron unos cuantos sombreros y gorras.

– ¡Ciri! ¡Para!

Antes de que se dieran cuenta, se encontraron en medio de las callejas atestadas de gente que corría y chillaba. Yennefer, según pasaba, vio cuerpos tirados en los sumideros, se fijó en los cadáveres colgados de las piernas en postes y vigas. Vio a un enano tendido en el suelo, machacado a bastonazos, vio a otro al que habían masacrado con cuellos de botellas rotas. Oyó gritos de torturadores, gritos y alaridos de torturados. Vio a la muchedumbre arremolinándose alrededor de una mujer defenestrada, vio centellear unas barras que subían y bajaban al compás.

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