Andrzej Sapkowski - La Dama del Lago

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Fin de la saga. La guerra resuena aún con fuerza sus tambores, y parece que con más virulencia después de un cambio inesperado en el acostumbrado dominio bélico de Nilfgaard. Las tramas políticas y las venganzas personales se cruzan y suceden por las páginas, y permean nuestra historia. Sin embargo, parte de la excepcionalidad del mundo de Rivia está en que su lucha, siendo aún más transcendental que aquella política, aunque menos evidente, acontece no en los campos de batalla y las trincheras, si no en la multidimensionalidad del espacio y el tiempo.
La incerteza está en su mayor apogeo tanto en la trama como entre nuestros tres personales principales. Yennefer, Geralt y Ciri se mantienen distantes e ignorantes el uno respecto a los demás. Los tres pivotan de forma independiente, con su propio círculo de perfectos personajes secundarios y dentro de sus propias tramas, en historias con entidad propia. Sin embargo, este es el tomo en el que se percibe más claramente la mutua necesidad… y lo inevitable de su reencuentro. Se refuerzan los lazos alrededor del esquema familiar. Geralt y Ciri ganan todavía más peso e identidad, quizás de forma algo redundante en un Geralt bastante consolidado, pero no así en el caso de una Ciri en pleno proceso de madurez y autonomía personales.
Sapkowski destila en La dama del lago una imaginación desbordante. Construye reflexiones de calado en la distancia de una frase. Yergue ideas con la velocidad de una imagen. Deja en el lector un sentimiento de amor y cariño por los demás, si bien bañado con el pesimismo de quién, habiendo visto con sus propios ojos lo ilimitado de la crueldad y la estupidez humanas, desconfía de la capacidad de reacción de aquellos capaces de albergar y desplegar tanto mal.

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– Pues al fin y al cabo éste es el día más importante de tu vida, idiota.

II

Elevado sobre un promontorio en mitad del lago, el castillo de Rozrog estaba pidiendo a gritos unos buenos arreglos, por fuera y por dentro, y ello desde hacía ya mucho tiempo. Hablando sin tapujos, Rozrog era una ruina, un conglomerado de piedras sin forma, cubierto densamente de hiedra, enredaderas y amor de hombre, una ruina que se elevaba entre lagos, barro y pantanos llenos de ranas, tortugas y culebras de agua. Había sido una ruina ya entonces cuando se lo regalaron al rey Herwig. El castillo de Rozrog y los terrenos que lo rodeaban eran por entonces algo así como una concesión de por vida, un regalo de despedida para Herwig, que doce años atrás había abdicado en favor de su sobrino Brennan, desde hacía algún tiempo llamado El Bueno.

Geralt había conocido al antiguo rey a través de Jaskier. El trovador había estado en Rozrog a menudo porque Herwig era un anfitrión amable y agradable para sus invitados. Precisamente había sido Jaskier quien se había acordado de Herwig y su castillejo cuando Yennefer rechazó por imposibles todos los lugares de la lista que el brujo había preparado. Extrañamente, la hechicera aceptó la propuesta de Rozrog de inmediato y sin fruncir la nariz.

Así que la boda de Geralt y Yennefer había de celebrarse en el castillo de Rozrog.

III

En principio, la boda tenía que ser tranquila y sin formalidades, pero con el paso del tiempo resultó que, por razones diversas, esto era imposible.

Así que era necesario alguien con talento para organizar.

Yennefer, por supuesto, se negó, no estaba bien encargarse de organizar la propia boda. Geralt y Ciri, por no mencionar a Jaskier, carecían de talento alguno para ello. Así que le confiaron el asunto a Nenneke, la sacerdotisa de la diosa Melitele de Ellander. Nenneke llegó de inmediato y, junto con ella, dos sacerdotisas más jóvenes, Iola y Eurneid. Y comenzaron los problemas.

IV

– No, Geralt. -Nenneke estaba enfadada y daba golpecitos con un pie-. No acepto ninguna responsabilidad ni por la ceremonia ni por el banquete. Este desastre al que a algún idiota se le ocurrió llamar castillo no sirve para nada. La cocina está destrozada, la sala de baile no sirve más que para establo y la capilla… no es capilla alguna. ¿Puedes decirme a qué dios adora ese cojo de Herwig?

– Por lo que sé, a ninguno. Afirma que la religión es la mandrágora del pueblo.

– Estaba segura -dijo la sacerdotisa, sin ocultar su desprecio-. En la capilla no hay ni una estatua, no hay nada de nada, si no contamos a los ratones de campo. ¡Y encima este maldito páramo! Geralt, ¿por qué no queréis casaros en Vengerberg, en una tierra civilizada?

– Sabes de sobra que Yennefer es una cuarterona y en esas tus civilizadas tierras no se permiten matrimonios mixtos.

– ¡Por la gran Melitele! ¿Qué significa una cuarta de sangre élfica? ¡Pero si casi todo el mundo tiene algo de mezcla de sangre del Antiguo Pueblo! ¡Eso no es más que un prejuicio idiota!

– No he sido yo quien lo ha inventado.

V

La lista de invitados -no excesivamente larga- la confeccionaron los futuros esposos conjuntamente y de invitar a la gente tenía que encargarse Jaskier. Al poco resultó que el trovador perdió la lista, y eso aun antes de que tuviera tiempo todavía de leerla.

Avergonzado, no dijo nada y tiró por el camino de en medio: invitó a quien pudo. Por supuesto, Jaskier conocía a Geralt y a Yennefer lo suficiente como para no olvidar a nadie importante, mas no habría sido él mismo si no hubiera enriquecido la lista de invitados con una asombrosa cantidad de personas completamente casuales. Así que aparecieron el viejo Vesemir de Kaer Morhen, el maestro de Geralt, y junto con él, el brujo Eskel, amigo de Geralt desde la más tierna infancia.

Vino el druida Myszowor en compañía de una apasionada rubia llamada Freya que era una cabeza más alta que él y unos cien años más joven. Junto con ellos apareció el yarl Crach an Craite de Skellige en compañía de sus hijos Ragnar y Loki. A Ragnar, montado a caballo, los pies casi le llegaban al suelo, mientras que Loki recordaba a un afiligranado elfo. No era esto de extrañar puesto que eran hermanos naturales, hijos de distintas amantes del yarl.

Apareció el alcalde Caldemeyn de Blaviken con su hija Anica, una muchacha muy atractiva, aunque terriblemente vergonzosa.

Acudió el enano Yarpen Zigrin, y lo más curioso, solo, sin los barbados bandoleros a los que llamaba «muchachos» y que solían acompañarlo. A Yarpen se le unió por el camino el elfo Chireadan, personaje más bien oscuro, pero indudablemente de alta posición entre el Antiguo Pueblo, escoltado por algunos de sus congéneres, desconocidos para todos y de pocas palabras.

También vino una tumultuosa pandilla de medianos, de los que Geralt sólo conocía a Dainty Biberveldt, granjero de Centinodia del Prado y -de oídas- a su gruñona esposa, Gardenia. En la pandilla había también un mediano que no era un mediano, el famoso empresario y mercader Tellico Lunngrevink Letorte de Novigrado, doppler capaz de cambiar de forma, que vivía bajo la forma de mediano y con el pseudónimo de Dudu.

Apareció el barón Zywiecki de Brokilón con su mujer, la encantadora dríada Bráenn y sus cinco hijas, llamadas Morenn, Cirilla, Mona, Eithne y Lola. Morenn tenía el aspecto de tener quince años y Lola cinco. Todas eran pelirrojas como el fuego, aunque Zywiecki tenía el cabello negro y Braenn rubio miel. Braenn estaba en un estado de preñez avanzado. Zywiecki afirmaba serio que esta vez iba a ser un niño, ante lo que la bandada de sus pelirrojas dríadas se miraban las unas a las otras y se reían, mientras que Braenn, sonriendo levemente, añadía que el «niño» iba a llevar el nombre de Melissa.

Llegó también Jarre el Manco, el joven sacerdote y cronista de Ellander, discípulo de Nenneke. Jarre vino sobre todo a causa de Ciri, de quien se había enamorado. Ciri, para desesperación de Nenneke, menospreciaba por completo al joven manco y sus torpes intentos.

La lista de invitados inesperados la abrió el príncipe Agloval de Bremervoord, cuya llegada era un verdadero milagro, puesto que el príncipe y Geralt no se aguantaban el uno al otro. Todavía más extraño era el hecho de que Agloval apareció en compañía de su esposa, la sirena Sh'eenaz. Sh'eenaz había cambiado hacia tiempo su cola de pez por un par de increíblemente hermosas piernas en honor de su príncipe, pero era sabido que nunca se alejaba de la orilla del mar porque el continente le producía miedo.

Pocos eran los que esperaban la llegada de otras testas coronadas, porque también es cierto que nadie las había invitado. Pese a ello, los monarcas habían enviado cartas, regalos, legados, o todo a la vez.

Debían de haberse puesto de acuerdo, porque los legados viajaban en un grupo que ya por el camino había tenido tiempo de trabar amistad.

El caballero Yves representaba al rey Ethain, el comes Sulivoy al rey Venzlav, sir Matholm al rey Segismundo y sir Devereux a la reina Adda, antigua estrige. El viaje debía de haber sido divertido porque Yves tenía un labio partido, Sulivoy un brazo en cabestrillo, Matholm cojeaba y Devereux tenía una resaca que apenas se tenía en la silla.

Nadie había invitado al dragón dorado Villentretenmerth porque nadie sabía cómo invitarlo ni dónde buscarlo. Para asombro general el dragón se presentó, por supuesto de incógnito, bajo la figura del caballero Borch Tres Grajos. Sin embargo, allá donde estuviera Jaskier no era posible mantener incógnito alguno, por supuesto, aunque pocos eran los que creían al poeta cuando éste señalaba a un fornido caballero y afirmaba que era un dragón.

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