Louise Cooper - Nocturno
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Índigo despertó bruscamente de su sueño, y supo al instante que no podría volver a dormirse. En la oscura habitación sus compañeros eran formas inmóviles sobre los toscos lechos; Constan roncaba. Sin hacer ruido, para no despertarlos, Índigo se levantó, salió de la habitación de puntillas y bajó por las escaleras hasta el piso intermedio de la taberna. Se sentía inquieta, alterada por el sueño; y en su interior ardía el deseo de bajar hasta la planta baja, abrir la puerta de la calle de par en par y precipitarse a la plaza llamando a Grimya en voz alta. Era una estupidez, claro: Grimya no vendría; o si lo hacía, lo haría como una enemiga. Pero la pesadilla había despertado pensamientos que estaban demasiado enredados, que eran tan profundos y personales que ni siquiera ella podía racionalizarlos.
Se dedicó a pasear sin rumbo por el descansillo del primer piso, mirando al interior de las vacías habitaciones pero sin el menor interés. Una de ellas, mayor que las demás, poseía dos ventanas que daban a la plaza, e Índigo entró en ella y la atravesó para ir a apoyarse taciturna en uno de los antepechos y mirar al exterior. No había nada que ver en la plaza; nada se movía. Y no había ni rastro de Grimya...
Resultaba extraño, pero tras su breve estallido de dolor cuando se enfrentó a Grimya en la plaza, sus ojos se habían mantenido totalmente secos. Incluso aunque hubiera deseado llorar ahora, no tenía lágrimas. En lugar de ello, sentía un gélido y duro foco de tristeza y desamparo que se veía agudizado por un sentimiento de culpa al darse cuenta con claridad, quizá por vez primera, de los pocos esfuerzos que había hecho hasta ahora por salvar a su amiga. Se despreció por ello; aunque sabía que Grimya —la antigua Grimya — la hubiera contradicho con energía. Bien, pues, por una vez Grimya habría estado equivocada. El sueño con sus imágenes de la mofa de Némesis y el frío e imparcial juicio del emisario, le habían hecho comprender la verdad, y ahora había tomado una resolución. Antes que nada, y por encima de cualquier otro objetivo, tenía que encontrar a Grimya y recuperar su mente de las garras del demonio. No se trataba tan sólo de una cuestión de lealtad, aunque eso en sí mismo hubiera sido motivo suficiente. Era una cuestión de responsabilidad y de amor.
Ocupada en sus desdichados pensamientos, no escuchó los pasos vacilantes que sonaron en las escaleras y fuera en el pasillo, ni tampoco los apagados sonidos de puertas que se abrían y cerraban. Sólo cuando una tabla del suelo crujió a su espalda salió bruscamente de su ensoñación, y miró a su espalda.
Fran estaba de pie en el umbral. Había preocupación en sus ojos.
—¿Índigo? Me preguntaba dónde estabas. ¿Va... todo bien?
Índigo reprimió una punzada de irritación ante aquella intromisión en su intimidad. Fran no podía saberlo; en justicia no podía enojarse con él.
—Estoy bien, Fran. Sencillamente ya no quería dormir más.
Animado, penetró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.
—Papá y Esti siguen dormidos como troncos. —Hizo una pausa—. Supongo que no hay la menor señal de ella... De Grimya, quiero decir.
Índigo se había vuelto hacia la ventana; no lo miró al decir:
—No. Ninguna señal.
—Eso es lo que te preocupa, ¿no es verdad? —suspiró Fran—. ¡Índigo, lo comprendo! Sé que quieres tanto a Grimya como... como papá quiere a Cari.
No era ésa la comparación que había querido hacer, pero en el último momento el valor le había fallado. Avanzó y tomó la mano izquierda de la muchacha, Índigo no la apartó, pero tampoco respondió; sus dedos permanecieron fláccidos entre los de él.
—La salvaremos —continuó Fran con vehemencia—. ¡Sé que lo haremos, Índigo, de alguna manera!
Intentaba ayudar, pero su preocupación sólo servía para empeorar las cosas, Índigo liberó su mano con suavidad.
—Fran, no quiero hablar de ello. No ahora.
—Pero yo creo que deberías. Te haces daño a ti misma, conteniendo tus sentimientos de esta forma, ¡Índigo, voy a encontrarla para ti, y la liberaré! Sea como sea, y cueste lo que cueste...
—Por favor.
Lo dijo con más aspereza de la deseada, y lo lamentó al instante. Los decididos ojos color avellana de Fran adoptaron una expresión de contrariedad, y comprendió lo ansioso que estaba el muchacho por serle útil, lo mucho que su aprobación significaba para él. Comprendió lo mucho que la amaba y tuvo que desviar la mirada otra vez. Pobre Fran: había tantas cosas que desconocía...; tantas cosas que podrían, si las averiguara, destruir el ideal que tenía de ella. El muchacho era una lamentable y precaria mezcla de hombre y niño, su inmaculada experiencia estaba tan distante de la de ella como era posible estarlo. Podía ver sus sueños con la misma claridad que si él hubiera doblado una rodilla en tierra y se los hubiera declarado: eran los sueños de la juventud, del optimismo y de la incuestionable creencia en su propia invencibilidad. Pobre, querido y cariñoso Fran. Era como un cachorro, como un hermano menor. Decirle que le amaba de esa forma significaría destruir sus esperanzas: porque por mucho que fuera, Fran no era Fenran. Y nadie, y menos que nadie este vehemente aspirante a pretendiente que tanto se esforzaba por ser fuerte y
valeroso a sus ojos, podría jamás ocupar el lugar de Fenran.
—Fran, te agradezco profundamente tu amabilidad —le dijo—. Pero en esto no hay nada que puedas hacer. Si puede romperse el hechizo de Grimya, sólo yo puedo hacerlo.
—No puedes estar segura de ello.
—Ya lo creo que sí. —Sonrió compasiva—. Por favor, Fran. Comprendo lo mucho que deseas ayudar, pero...
—Pero no quieres la ayuda que pueda prestarte.
—No es eso.
—Oh, claro que sí lo es, ¿no es así? —Los ojos de Fran se llenaron de repente de enfurecido dolor—. Hablas como si yo fuera una criatura; como si careciera de la fuerza o la inteligencia para hacer nada. Pero no soy una criatura... ¡Soy un hombre! —Avanzó de repente y la sujetó por los antebrazos; ella intentó desasirse, pero tenía la ventana detrás y estaba acorralada.
—Índigo. —La voz de Fran había cambiado de tono. El ramalazo de furia había pasado, pero la urgencia que lo había reemplazado no era menos intensa—. Índigo, no estás ciega. Debes saber lo que siento por ti. ¡Que la Diosa me ayude, te amo!
La muchacha lo miró fija, intentando que la lástima que sentía por él no se reflejara en sus ojos.
—Por favor, no digas eso —le respondió.
—¿Por qué no he de decirlo? ¡Es cierto!
—No me conoces. Puede que creas que sí, pero estás equivocado. —Entonces al darse cuenta de que él no iba a aceptar aquello, no iba siquiera a escuchar, añadió—: ¿Y has considerado mis sentimientos sobre esta cuestión?
—¡Claro que sí! Apenas si he pensado en otra cosa... quiero ayudarte; quiero hacerte feliz...
— ¿Feliz? —Ahora era ella la que empezaba a enojarse; a enojarse ante la presunción del joven. Intentó desasirse de sus manos pero él las cerró con más fuerza, y la furia de ella aumentó. La ingenuidad y el amor juvenil, por muy profundas que ambas cosas fueran, no excusaban aquel comportamiento.
—Fran, suéltame.
—Índigo...
—¡He dicho que me sueltes! ¿Qué derecho crees poseer para comportarte así? —El rostro de Índigo estaba lívido de furia, y de repente ya no le importó si le hacía daño; la verdad es que quería hacerle daño, hacerle pagar por haberse entrometido de forma tan egoísta en sus cosas, y por despertar una antigua y arraigada pena—. No te amo, Fran, y jamás podría. Amo a Fenran. Y Fenran es un hombre: ¡no un chiquillo estúpido a medio crecer!
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