Louise Cooper - Nocturno
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Constan lanzó una exclamación incoherente y retrocedió asustado, Índigo le sonrió tranquilizadora.
—Así que, ya tenemos luces —dijo—. Y ahora, el escenario.
Era una réplica perfecta del escenario sobre el que —parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde entonces— la Compañía Cómica Brabazon había actuado durante la Fiesta de Otoño. La luz de las antorchas bailaba sobre las tablas vacías y arrojaba sombras sobre las cortinas corridas; y más antorchas diminutas ardían en hilera en la parte delantera de la plataforma.
—Y —siguió Índigo—, tenemos todos los disfraces que necesitemos.
Constan se volvió hacia ella boquiabierto, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, intentando poner en palabras las preguntas que se agolpaban en su asombrada mente. Ella le dedicó otra sonrisa, y Constan se encontró frente a una criatura de dulces ojos dorados ataviada con todas las tonalidades verdes de la primavera, cuyos cabellos poseían el color de la tierra fértil y cuyo rostro era más bello que el de cualquier cosa humana...
—¡Ah!
Constan se tambaleó hacia atrás al tiempo que se cubría el rostro con un brazo como para protegerse. Esti le sujetó el otro brazo para evitar que perdiera el equilibrio e Índigo se quedó helada al darse cuenta de lo que había hecho.
¡No había sido su intención adoptar aquella forma! Había surgido de forma espontánea y sin que ella lo hubiera deseado en absoluto: su única intención había sido mostrar a Constan una imagen de sí misma ataviada con uno de los familiares disfraces teatrales. Pero alguna otra cosa se había apoderado de su voluntad, anulando su conciencia, para convertirla en la imagen del emisario de la Madre Tierra.
—Yo... —Pero no podía expresarlo en palabras. ¿Cómopodía haber sucedido? Le habían arrebatado el control; no había, deseado aquello; no esa imagen precisamente...
—Índigo, ¿te encuentras bien?
Era Fran, que la había visto tambalearse y corrido a su lado.
—S-sí... es... estoy... —Índigo recuperó el control con un gran esfuerzo—. Estoy bien.
—Nos has sobresaltado a todos; no sólo a papá. —Fran miró al otro extremo de la habitación donde Constan se había sentado pesadamente con Esti a su lado—. La imagen resultó tan real...
Índigo aspiró con fuerza varias veces a gran velocidad.
No quería que nadie se enterase del sobresalto que había sufrido. Deseaba poder alejarse, estar sola durante unos pocos minutos para recuperar la calma y la compostura.
Reprimió un deseo de salir corriendo de la habitación y, en un intento de mantener al menos una apariencia de normalidad, dijo a Fran:
—Lamento haber tenido que hacerlo. Pero fue lo único que se me ocurrió para convencerlo.
—¡Oh, se pondrá bien! —Esti le dedicó una leve sonrisa—. Dale unos minutos para que se recupere de la sorpresa, y se lo explicaremos todo. Tenía que hacerse, Índigo.
—Sí. Pero ahora que conoce la verdad, ¿cómo le afectará eso?
—No le afectará en absoluto —repuso Fran con una mueca—. No si yo conozco a mi padre. Es un hombre muy práctico. Una vez ha visto algo con sus propios ojos, cree en ello. Ya no tendremos más problemas con él ahora; y en cuanto averigüe cómo se hace, lo más probable es que nos superará creando sus propias ilusiones. Espera y verás.
Miró pensativo por la ventana. Las antorchas y el escenario se habían desvanecido; en su momento de furor mental Índigo había perdido el control sobre aquellas imágenes y se habían desvanecido, pero Fran ni sabía ni le importaban los motivos de su desaparición. No sería difícil recrearlos cuando llegara el momento.
—Realidad impuesta sobre la ilusión —dijo—. Podemos hacerlo, Índigo. ¡Realmente podemos poner este maldito mundo patas arriba! Y cuando el demonio venga corriendo a nuestra trampa... ¡morirá! —Chasqueó los dedos.
Índigo apenas pudo disimular una sonrisa. La descripción de Fran era simple, pero muy cercana a la verdad. El demonio había declarado que no podía morir; sin embargo ella creía que no podía seguir viviendo en un mundo que era real. En eso se fundamentaba su esperanza. El demonio no tenía auténtica vida propia, sino que existía tan sólo a través de las ilusiones que creaba. Si se desarmaba la estructura de aquellas ilusiones, y se las desperdigaba para reemplazarlas con la realidad de las cosas de carne y hueso, no quedaría nada para alimentar su vampírica voracidad.
Podían hacerlo. Poseían el poder. Quizá se le ocurrió con cierta inquietud, después de la imagen que había creado involuntariamente, pero poseían más poder del que creían. Ahora, todo lo que les quedaba era utilizarlo, y utilizarlo bien.
—Lo mejor será que hablemos con tu padre —dijo Índigo. Su mirada se encontró con la de Fran y le sonrió—. Este es el último acto de la obra. ¡Asegurémonos de que sea la mejor representación que la Compañía Cómica Brabazon haya ofrecido jamás!
Esti lo apodó el Consejo de Guerra, y nadie se sintió inclinado a llevarle la contraria. Constan, tal y como Fran había predicho, llevó la voz cantante en la discusión; la jugada de
Índigo había dado muy buenos resultados, y la actitud de Constan había pasado del escepticismo y desconcierto al más sincero entusiasmo. Si le hubieran dicho desde un principio qué era todo aquello —había dicho, algo herido en su amor propio—, podrían haberse ahorrado un sinnúmero de inútiles discusiones. Al oír esto, Esti se había visto obligada a taparse la boca con la mano para reprimir una carcajada, mientras que Índigo y Fran cruzaban una maliciosa sonrisa.
Pero a medida que el consejo se volvía más serio, la atmósfera no tardó en calmarse. La conversación poseía un aire peculiar: superficialmente podrían haber estado discutiendo planes para cualquier representación normal de los Brabazon; pero por debajo de las conocidas discusiones sobre cuestiones prácticas existía el conocimiento tácito pero enfático de que mediaría un gran abismo entre aquello y cualquier otra cosa que hubieran realizado con anterioridad. Pero por fin las ideas fragmentarias empezaron a tomar forma hasta ofrecer una imagen coherente; y finalmente Constan, que en aquellos momentos había retomado su acostumbrado papel de jefe de la compañía, mandó hacer un alto.
—Hemos dicho todo lo que se podía decir. —Juntó las manos con una palmada; un gesto que, por larga experiencia, todos sabían significaba que no aceptaría más discusiones—. Esti está medio dormida ahí sentada., oh, claro que sí, criatura —Esti intentó protestar y ahogar un bostezo al mismo tiempo—, y no tengo la menor duda de que al resto de nosotros le convendría algunas horas de sueño. Se acabó la charla. Sabemos lo que vamos a hacer, así que a descansar, y luego empezaremos. —Escudriñó los rostros que lo rodeaban—. ¿Algo que objetar a eso?
Nadie discutió. Lo que Constan sugería era de sentido común: todos estaban agotados, y sería una temeridad enfrentarse a lo que les aguardaba sin haber descansado. Los armarios de la ropa blanca del Tonel de Manzanas ofrecieron una abundante provisión de mantas, y transportaron una buena cantidad de ellas al desván sobre las que se acomodaron para dormir.
Y, mientras dormía, Índigo soñó con Grimya.
En el sueño, la loba la llamaba y ella corría por un interminable páramo negro tras ella. En algunas ocasiones vislumbraba por entre la penumbra la veloz figura de Grimya delante de ella; pero cada vez que intentaba redoblar sus esfuerzos para alcanzarla, tropezaba y caía al suelo. Y mientras corría, dos figuras corrían a su lado, ambas extendían las manos como si quisieran tomar las suyas, pero nunca llegaban a tocarlas. A su derecha, el emisario de la Madre Tierra se deslizaba como un espectro sobre la hierba, los cabellos y la túnica agitándose como movidos por el viento. A su izquierda, veloz y ágil, Némesis descubría sus dientes de felino y reía con voz estridente ante su aflicción. Y ella sollozaba, porque Grimya sufría, Grimya la necesitaba, y no importaba lo mucho que se esforzase: nunca, nunca podría alcanzarla.
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