Louise Cooper - Infierno

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«¿Qué es esto?»

Mostrando los dientes Grimya se apartó de la escultura, e Índigo se echó a reír.

—Es una especie de reloj.

El alivio se reflejó en su voz tras la momentánea sorpresa; toda la estructura, ahora podía verlo, era un complicado mecanismo de relojería, obra de un hábil e ingenioso artesano.

—No puede hacerte daño, Grimya. No es más que un juguete.

La loba no estaba tan convencida.

«Un juego es correr, o perseguir hojas en el otoño, o fingir una pelea. ¿A qué se puede jugar con algo así?»

Divertida por la ingenuidad de su amiga, la muchacha abrió la boca para explicárselo lo mejor que pudiera; pero se detuvo al escuchar el sonido de muchos pies que se arrastraban por el suelo. Se volvió y pudo ver a un grupo de hombres que hacían su entrada en la plaza y se dirigían apresuradamente hacia una calle que salía de la ciudad en dirección norte. Por sus andrajosas ropas y sus rostros mal alimentados dedujo que debían de ser mineros; sin lugar a dudas se dirigían a cumplir con su turno de trabajo en las montañas. Y con un frío sobresalto interior se dio cuenta de que cada uno de ellos mostraba alguna señal de enfermedad o deformidad. Sus males no eran tan repugnantes como los que arrostraban los celebrantes de Charchad, pero, de todas formas, las señales estaban muy claras: caída de cabello, ojos nublados, desfiguraciones en la piel que parecían enormes y feas señales de nacimiento, aunque no lo eran. Y el reloj, como un frío capataz de metal, los había convocado.

Involuntariamente se echó hacia atrás mientras los mineros arrastraban los pies por la plaza y pasaban a pocos metros de ellas. Ni uno solo levantó la vista para mirarlas. Índigo y la loba se quedaron contemplando en silencio cómo desaparecía el grupo.

—Charchad... —dijo, por fin, la joven en voz baja.

«¿Charchad?» —Grimya olvidó la desconfianza que le producía la escultura.

La muchacha sacudió la cabeza, negando el pensamiento antes de que pudiera materializarse, y consciente de una sensación de cólera indeterminada que se encendía en lo más profundo de su mente.

—No importa. No importa...

La Casa del Cobre y el Hierro, al parecer, tenía pocos huéspedes. A pesar del poco negocio que hacía, el delgado y obsequioso propietario aún se sintió inclinado a poner alguna objeción con respecto a Grimya.

—... No es nuestra costumbre —dijo mientras se retorcía las manos como si se las lavase— permitir la entrada de animales en nuestra casa.

Pero, al darse cuenta de la apasionada chispa de enojo que se ocultaba tras la sugerencia de su cliente de que podría ir a alojarse a cualquier otro sitio, cedió con tanta amabilidad como fue capaz de reunir. Las condujo a una habitación pequeña, pero aceptablemente cómoda, con una ventana con postigos que daba a la plaza. Grimya, que jamás había podido superar la antipatía natural que le producía permanecer entre las paredes de cualquier edificio, se puso a pasear por la habitación. Detestaba el encierro y el calor que las sombras de la habitación convertían en sofocante.

La cocina de la casa se ponía en funcionamiento a la puesta del sol, había dicho el posadero, y sonarían unas campanillas para anunciar que empezaban a servirse las comidas. Índigo, sintiéndose más limpia, aunque no completamente descansada, se sentó sobre el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama y sacó la piedra-imán para mirarla una vez más. En la penumbra de la habitación, el pequeño punto de luz del interior de la piedra parecía anormalmente brillante; mientras lo sostenía en su palma vio que la chispa se agitaba violentamente, como si fuera un ser vivo lo que estaba atrapado allí dentro e intentara escapar. Y la luz seguía señalando el norte.

Desde la ventana, Grimya dijo:

«Hay mucha actividad en la plaza. Hay hombres que transportan leña. Colocan antorchas. Creo que preparan alguna celebración.»

La idea de que los habitantes de Vesinum desearan celebrar alguna cosa resultaba improbable, pero Índigo se puso en pie y cruzó la habitación. Se agachó junto a la loba y apoyó los brazos en el repecho de la ventana. El sol ya no era más que un rojizo resplandor detrás de los cada vez más oscuros tejados de las casas; las tiendas de los soportales parecían haber cerrado, y la plaza estaba envuelta en sombras sin ninguna lámpara que las mitigara. Debido a que sumisión no era tan aguda como la de Grimya, todo lo que Índigo pudo vislumbrar fueron unas pocas figuras humanas algo borrosas que se movían en la penumbra, aunque sus oídos captaron el ocasional murmullo de voces o el ruido sordo producido al levantar algún objeto pesado.

Un repiqueteo de discordantes campanillas resonó de repente desde abajo. Índigo se volvió al escuchar la señal, aliviada al darse cuenta de lo hambrienta que estaba. La dieta de un viajero a base de fruta seca y tiras de carne salada —todo lo demás convertido en rancio después de un día bajo el abrasador calor; Grimya sólo había podido cazar lo suficiente para alimentarse ella durante el camino— podía ser nutritiva, pero cansaba enseguida. Incluso la más mediocre de las comidas resultaría un cambio agradable.

Grimya se apartó de la ventana mientras la joven se preparaba para abandonar la habitación.

—¿Me que... quedo aquí?

—No. También tú necesitas alimentarte; me ocuparé de que nos den de comer a las dos.

—Pu... puedo c... cazar. Más tarde, cuando todo esssté qui... quieto.

—¿Por qué has de hacerlo, cuando no hay necesidad? Además, creo que debemos permanecer juntas. —Índigo sonrió y luego dirigió la vista hacia la puerta—. Yo, la verdad, me sentiría mejor acompañada.

Índigo se sorprendió al descubrir que no era, de ningún modo, el único comensal de la taberna del hostal. Casi la mitad de los huecos terminados en arco que bordeaban la sala estaban ya ocupados, y se estaban sirviendo jarras de vino o de cerveza a un grupo de comerciantes que ocupaban una de las bien fregadas mesas centrales. Una muchacha delgada de ojos cansados y recelosos hizo una pequeña reverencia y preguntó a Índigo en qué podía servirla; ésta la miró fijamente y le quitó de la cabeza cualquier objeción que hubiera podido hacer, en nombre de su amo, por la presencia de Grimya. Acto seguido fue conducida a un reservado separado de sus vecinos por una reja de filigrana de cobre.

Aunque quizá no tuviera muchas otras cosas positivas, la Casa del Cobre y el Hierro por lo menos ofrecía a sus huéspedes una buena comida. Índigo escogió un plato de carne con especias cocinada con aceitunas y albaricoques en conserva. Como su bolsa estaba lo bastante llena, decidió permitirse el lujo de pedir también un acompañamiento de legumbres frescas traídas de los campos irrigados artificialmente de Agia, y algo muy escaso. Saboreando su comida, con Grimya devorando muy satisfecha una bandeja de carnes variadas, colocada a sus pies, empezó a relajarse un poco por primera vez en muchos días. La atmósfera de la habitación era soporífera y la conversación de los otros ocupantes de la sala se convirtió en un sordo murmullo de fondo; retirado su plato, empezó a caer en un agradable ensueño...

—Bienaventurada seáis, hermana, en esta noche propicia.

Índigo dio un respingo, levantó los ojos y se encontró con tres hombres y una mujer que bloqueaban la entrada del reservado en el que se hallaba. Iban vestidos con sobriedad, y —al igual que los celebrantes y que los mineros de la plaza— cada uno sufría algún tipo de mal, aunque sus defectos eran menos escandalosos que los que había visto antes. De sus cinturones pendían amuletos parecidos al extraño y reluciente talismán que llevaba el demente de la carretera; bajo la luz de las lámparas de la taberna su fosforescencia resultaba apagada y enfermiza.

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