Louise Cooper - Infierno
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—¿Ín... digo? —Sobresaltada por la inoportuna acción de su amiga, Grimya lanzó un gutural gruñido—. ¿Qu... qué sssu... cede?
Índigo no le contestó. Sus ojos estaban clavados en los pedazos rotos y astillados de lo que en una ocasión había sido una pequeña plataforma cubierta, alzada sobre un poste de madera entre la carretera y el río. Para cualquiera que no estuviera familiarizado con las costumbres religiosas de aquella región, su utilidad habría resultado un misterio; pero, a pesar de que había sido casi convertido en astillas, ella sabía lo que era, o más bien lo que había sido. Y un jirón de deshilachada tela roja que sobresalía por entre dos galos rotos lo confirmó.
—¿Índigo? —inquinó Grimya de nuevo—. ¿Qué...?
—Es una capilla. —La boca de la joven se quedó reseca de repente—. En honor de Ranaya. ¿Recuerdas la fiesta a la que asistimos en la ciudad? Ranaya es el nombre que estas gentes dan a la Madre Tierra...
Grimya comprendió lo que le decía y contempló con atención la destrozada estructura.
—Pero... —La lengua golpeó inquieta su hocico—. Es... tá rrrota. De... destruida: no... no conozco la palabra exacta...
—Profanada.
Y un nombre, Charchad, resonó de nuevo en la mente de Índigo. Miró rápidamente por encima de su hombro, como si esperara ver al grupo de enloquecidos y deformes celebrantes danzando carretera abajo y dirigiéndose hacia ellas una vez más.
Los ojos de Grimya se habían tornado de color naranja a causa de una rabia que no podía articular.
—¿Por qué? —gruñó.
—No lo sé. Pero es un mal augurio, Grimya. —Índigo tocó la piedra-imán suavemente con el dedo, y se estremeció interiormente—. Si estos hombres han abandonado el culto a la Madre Tierra, entonces quién sabe qué clase de poder anda suelto por aquí.
—¿Cómo pu... puede al... guien dar la espal... da a la Tierra? —Una dolorosa confusión se había deslizado ahora en el tono de voz de Grimya —. La Tierra es... vi... vida. —Se lamió el hocico de nuevo—. Nnno comprendo a los humanos. Cre... creo que nunca podré.
Índigo empezó a desmontar.
—Debo repararlo —dijo con voz áspera—. No puedo dejar un lugar sagrado mancillado de esta forma...
—¿De qué servirá?
—¿Qué? —Se detuvo.
La loba sacudió la cabeza apenada.
—He dicho: ¿de qué servirá?, Índigo. Lo... hecho, hecho es... tá. No pu... puedes cambiarlo. —Y, de repente, sus pensamientos aparecieron con toda claridad en la mente de la muchacha.
«¿Crees que por decir algunas palabras o esparcir un poco de sal, agua o monedas de oro, lo solucionarás? Puede que tranquilice tu conciencia, pero no conseguirás nada más. La enfermedad que ha hecho que esto suceda necesita una medicina más fuerte.»
Los ojos de la muchacha se cruzaron con los de su amiga por un instante; luego desvió la mirada al suelo.
—Me avergüenzas, Grimya.
«No es ésa mi intención. Sólo te digo lo que pienso que es la verdad.»
—Y tienes razón. —Miró de nuevo a la profanada capilla; comprendió que no había nada que pudiera hacer—. Vamos. —Hizo girar al poni—. Lo mejor será que prosigamos nuestro camino.
Mientras dejaban la pequeña y triste ruina a sus espaldas, no volvió ni una sola vez la cabeza para mirar atrás.
CAPÍTULO 2
Parecía como si Vesinum hiciera muy poco para justificar su reputación y posición como centro de próspera actividad. Tras pasar por una primera zona de feos edificios, habían llegado a los muelles, donde enormes malecones de piedra se introducían en la lisa corriente del río, y almacenes construidos sin prestar la menor atención a la estética se elevaban desafiando el tórrido cielo. Aquí, aunque había suficiente ruido y actividad para satisfacer al más duro de los capataces, Índigo percibió una atmósfera de sumisión. Los hombres se apresuraban en el cumplimiento de sus tareas con la cabeza gacha y la espalda encorvada, apartando los ojos de un innecesario contacto con los de sus compañeros; los capataces gritaban sus órdenes de forma concisa; y no había la menor señal de las gentes ociosas, mirones, buhoneros o prostitutas de puerto que casi siempre frecuentaban las vías fluviales.
Trastornada por aquella atmósfera, Índigo se desvió y penetró en el centro de la ciudad. Los edificios de aquella zona resultaban más agradables a la vista: casas de comerciantes que se abrían paso en las anchas calles entre posadas, pequeños almacenes, soportales de pizarra donde los vendedores de comestibles, ropas, arreos y utensilios exponían sus mercancías sobre esteras tejidas... Pero la atmósfera predominante era la misma. Se respiraba inquietud, inseguridad, la sensación de que el vecino desconfiaba del vecino. No había niños jugando en las calles, no resonaban risas en los soportales y nadie demostraba el menor vestigio de lo que hubiera sido una curiosidad natural hacia un forastero aparecido entre ellos. Era como si —aunque Índigo no pudo definir qué la incitó a escoger tal palabra— toda la ciudad estuviera asustada.
Detuvo al poni en el extremo de una amplia plaza dominada por una estrafalaria escultura central hecha de muchos metales diferentes. En el otro extremo, un hostal —sólo el segundo que había visto— se proclamaba a sí mismo como la Casa del Cobre y del Hierro. Era un edificio bajo, construido en el severo estilo anguloso de la región, con la fachada quebrada por una serie de arcos ribeteados de descuidado mosaico; pero, aparte de eso, no tenía el menor adorno. Índigo se deslizó por el lomo del poni y, doblando los entumecidos músculos, miró a Grimya.
«Esto servirá tanto como cualquier otro sitio, supongo.» Proyectó su pensamiento en lugar de hablar en voz alta; a pesar de su aparente indiferencia, los habitantes de la ciudad podrían no reaccionar muy bien ante una forastera que al parecer hablaba sola.
Grimya tenía la cola entre las patas.
«No me gusta este lugar», gimió suavemente.
«A mi tampoco. Pero se nos ha conducido hasta aquí por un motivo, Grimya.» Se llevó la mano a la tira de cuero que rodeaba su cuello y sintió la familiar mezcla de tranquilidad y resentimiento que la piedra-imán siempre provocaba en ella. «No podemos volvernos atrás ahora.»
Grimya olfateó con cautela el aire.
«El aire huele a cosas malas.»
«Son las minas; el polvo es...»
«No», la loba la interrumpió con energía. «No es eso. Conozco esos olores, y aunque no me gustan he aprendido a aceptarlos. Esto es algo más. Algo...» Luchó durante un breve instante por encontrar la palabra adecuada, luego añadió con énfasis: «Corrupto».
Corrupto. La inquietud de Índigo cristalizó de repente y comprendió que la interpretación de Grimya del sentimiento que compartían era muy acertada. La oprimida atmósfera de la ciudad, la imperante sensación de temor, la capilla profanada, los enloquecidos celebrantes de la carretera... Algo no iba nada bien en Vesinum.
Posó una mano sobre la cabeza de la loba con la esperanza de tranquilizarla con su caricia.
—Vamos. Comeremos y descansaremos; luego veremos qué más podemos averiguar.
Empezaron a andar en dirección a la Casa del Cobre y del Hierro, y estaban en medio de la plaza cuando las sobresaltó un repiqueteo, como si una docena de diminutas campanas repicaran discordantes a la vez. Los pelos del cuello de Grimya se erizaron, e Índigo se dio cuenta de que el ruido provenía de la estrafalaria escultura situada en el centro de la plaza. En la cara norte de la estatua dos pesos de bronce se movían lentamente, uno hacia arriba y otro hacia abajo, colgados de cadenas; mientras que en la parte superior una serie de pequeños discos metálicos habían empezado a girar. Hileras de diminutos martillos colocados sobre pequeñas palancas golpeaban los discos a medida que éstos giraban, y el fino e irregular sonido de su campanilleo resonaba por toda la plaza.
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