Louise Cooper - Infierno
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«El poni está cansado. Y el sol está empezando a afectarte también a ti.»
Índigo bajó los ojos hacia la loba y asintió.
—Tienes razón, Grimya. Lo siento: esperaba poder llegar a la ciudad sin tener que descansar de nuevo, pero era una idea estúpida. —Tanteó a sus espaldas y tocó el reconfortante odre de agua—. Buscaremos alguna sombra y nos acomodaremos allí hasta que mengüe el calor.
«Puede que haya algunos árboles detrás de aquel saliente», dijo Grimya. «Ofrecen mejor protección que las rocas. Estoy hambrienta. Me parece que cuando baya descansado iré...» Se interrumpió.
— ¿Grimya? —Índigo tiró de las riendas del poni al ver que su amiga se había detenido y miraba con gran atención hacia la vacía carretera que tenían delante—. ¿Qué es? ¿Qué sucede?
Las orejas de la loba estaban erguidas e inclinadas hacia adelante; mostraba los colmillos con expresión indecisa.
«Alguien se acerca.» Ensanchó los ollares. «Los huelo. Y los oigo. ¡Esto es algo que no me gusta!»
El pulso de la muchacha se aceleró arrítmicamente. Echó un vistazo a su alrededor. La prudencia la instaba a buscar un sitio donde ocultarse, pero no había ningún lugar entre las rocas donde pudiera esconderse ni siquiera Grimya, y mucho menos un caballo. Fuera lo que fuese lo que se acercaba, tendrían que encontrarse con ello.
Miró a la loba de nuevo y vio que los pelos del cuello se le habían erizado. Despacio, obligándose a permanecer tranquila, extendió una mano a su espalda, desató la ballesta que colgaba de ella y se la colocó delante, sobre el regazo. El metal de las saetas de su carcaj estaba demasiado caliente para tocarlo; aun así consiguió ajustar una de ellas en el arco y tensó la cuerda. El sonoro chasquido que indicaba que la saeta había quedado bien colocada resultaba reconfortante, pero esperó no tener ocasión de utilizarla. Hasta ahora su viaje había sido muy tranquilo; meterse en líos tan cerca de su destino resultaría dolorosamente irónico. Luego, con gran cautela, espoleó el poni hacia adelante.
Oyó a los recién llegados, al igual que Grimya, antes de verlos. La primera indicación de que venían hacia ellas llegó con los fragmentos de un peculiar y ululante cántico que subía y bajaba en caóticas discordancias, como si un estrafalario coro intentara entonar una canción que le era desconocida. Entonces, donde la carretera torcía abruptamente para seguir al río, rodeando una escarpadura poco profunda, una delgada nube de polvo rojo empezó a hincharse y agitarse en el reluciente aire, y a los pocos momentos el grupo que se acercaba hizo su aparición.
Eran diez o doce personas, hombres, mujeres y niños, y el primer pensamiento de Índigo fue que debía de tratarse de un grupo de cómicos de la legua, ya que iban vestidos con ropas extraordinariamente chillonas y parecían bailar una curiosa y nada coordinada giga: saltaban y brincaban, agitando las manos alocadamente en actitud de súplica hacia el cielo. Luego, a medida que se iban acercando y pudo verlos algo mejor a través del polvo que levantaban con sus pies danzarines, se dio cuenta, con un sobresalto, de que no conocía ningún cómico parecido a aquellos.
Mendigos, religiosos, faquires... Los conceptos daban vueltas en su mente; pero mientras se esforzaba en asimilar aquellas posibilidades, sus ojos le decían otra cosa, y el sudor que empapaba su piel pareció convertirse en un millón de reptantes arañas de hielo. Escuchó a Grimya gruñir junto a ella, y el sonido se cristalizó y reunió las caóticas imágenes en su cerebro mientras la joven contemplaba, atónita, el grupo que se acercaba.
Las abigarradas ropas que los saltarines viajeros llevaban no eran más que una tosca colección de harapos, y cada uno de los danzantes sufría de algún repugnante mal. Los dos hombres que encabezaban el grupo tenían la piel del color de un pescado podrido; uno carecía por completo de pelo, el otro estaba cubierto de llagas supurantes. Detrás de ellos iba una mujer cuya nariz parecía haberse hundido hacia adentro y cuyos ojos estaban blancos y sin expresión a causa de las cataratas; la boca le colgaba abierta como la de un idiota. La piel de otro mostraba grandes manchas de un azul grisáceo, como contusiones recién hechas, sobre extensas zonas de su cuerpo; otro mostraba unos miembros tan distorsionados como las ramas de un viejo endrino. Incluso las criaturas —Índigo contó a tres— no estaban libres de desfiguraciones: una tenía la piel blanquecina y carecía, de pelo, como su cabecilla; otra cojeaba: su paso, parecido al de un cangrejo, estaba motivado por el hecho de tener una pierna la mitad de larga que la otra; la tercera parecía haber nacido sin ojos.
—¡Que los ojos de la Madre me protejan!
El juramento de las Islas Meridionales se ahogó en la garganta de Índigo y se mezcló con bilis, lo que casi logró que se atragantara mientras obligaba a su poni a girar la cabeza con un violento tirón de las riendas y lo detenía. Mentalmente escuchó el grito silencioso de sorpresa y disgusto proveniente de Grimya, e intentó apartar la vista de aquella visión.
Pero no podía. Una terrible fascinación se había apoderado de ella, y tenía que mirar, tenía que ver. El grupo siguió avanzando, dando saltitos hacia ella con una horrible inexorabilidad que hizo que su corazón se acurrucara tras sus costillas; y vio, ahora, que mientras cantaban y chillaban se azotaban a sí mismos y entre ellos con trallas cuyas atroces puntas parecían relucir con un tono nacarado, anormales luciérnagas azules y verdes bajo la deslumbradora luz del sol.
El poni resopló, dando un quiebro, y percibió una carga de miedo en los músculos cubiertos por su suave pelaje. Sujetó con fuerza las riendas, en un intento por mantener al animal controlado sin soltar la ballesta, y lo condujo tan fuera del camino como le permitía la acumulación de guijarros que lo bordeaban. Una sensación de náusea se apoderó de su estómago cuando su trastornada mente descifraba palabras en medio de los farfulleos de su canción; palabras en el monótono sonsonete de aquella lengua que ella había aprendido a hablar de una forma aceptable durante su estancia en Agia: gloria, gracia, los bienaventurados, los bienaventurados —y otra palabra, una que no conocía—, ¡Charchad! ¡Charchad!
Por un instante pensó que pasarían junto a ella sin detenerse, demasiado absortos en su propia locura privada para prestarle la menor atención. Pero su esperanza fue efímera, ya que, en el mismo instante en que por fin consiguió tranquilizar al poni, uno de los hombres que encabezaban la grotesca procesión alzó una mano, con la palma hacia afuera, y gritó como en señal de triunfo. A su espalda, sus compañeros efectuaron una caótica parada: los ciegos tropezaron con los tullidos, uno de los niños cayó al suelo y gritos de confusión y mortificación reemplazaron el ululante cántico. Un monstruoso escalofrío interior sacudió a Índigo, que tiró aún más de las riendas, cuando contempló con atónita repulsión cómo el cabecilla del grupo, el hombre sin pelo y de piel blanquecina, levantaba la cabeza, la miraba directamente a los ojos y le dedicaba una amplia sonrisa que descubría una lengua negra y partida, como la de una serpiente, que se balanceaba sobre su labio inferior.
—¡Hermana! —La deforme lengua convertía su habla en algo grotesco—. ¡Bienaventurada sois vos, cuyo camino se ha cruzado con el de los humildes servidores de Charchad! —La mueca se amplió aún más, de una forma imposible y repugnante, y de repente el hombre se separó del grupo y corrió hacia ella moviéndose como si se tratara de un inmenso y deforme insecto. Índigo lanzó un grito inarticulado y alzó la ballesta; el individuo se detuvo, meneó la cabeza en dirección a la joven y le dedicó una obsequiosa reverencia.
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