Louise Cooper - Infierno

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—No. —La idea resultaba desagradable, pues sugería que el origen de la luz estaba cercano y que, quizás, era más físico de lo que había imaginado—. ¿Y qué hay de la plaza? ¿Del festival?

Grimya terminó de beber y sacudió la cabeza; algunas gotas de agua salieron despedidas de su hocico.

«Me parece que deben de haber terminado los preparativos. No hay nadie por allí. Sólo algunos montones de leña: no sé para qué serán.»

—No debe de faltar mucho para la medianoche. —Índigo abrió unos centímetros el porticón. Un soplo de aire ligeramente más fresco se coló en el interior, y con él el apagado y anormal reflejo del cielo. La plaza que se veía abajo estaba, tal y como Grimya dijera, vacía, y las sombras eran demasiado densas para ver los detalles. Levantó la cabeza, para mirar en dirección al revoltijo de tejados del otro extremo de la pavimentada plaza. No brillaba ninguna lámpara, ni en las casas ni en los soportales, y el único sonido que se percibía era el débil murmullo de voces que surgían de la taberna situada debajo de ellas. Toda actividad parecía estar en suspenso, como si la ciudad contuviera la respiración expectante.

O inquieta...

En aquel momento, un apagado zumbido rompió el silencio y, de repente, el reloj situado en el centro de la plaza empezó a sonar tal y como lo había hecho horas antes. Índigo vio cómo los discos giraban, reflejando la fría luz del cielo como ojos parpadeantes y pálidos. Y, mientras retumbaban aquellas disonancias parecidas a campanillazos, una antorcha se encendió de súbito en las oscuras fauces de una de las calles laterales. Luego otra, y otra; se encendían y llameaban a medida que se las prendía y arrojaban sombras grotescas sobre las paredes y el pavimento. En una ventana se encendió una vela; en otra casa se abrió una puerta y derramó la luz de un farol sobre la plaza...

Unos furtivos golpecitos sonaron en la puerta de Índigo. Ésta se volvió en redondo, el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Sí? ¿Quién es?

Se escuchó una voz femenina, que murmuraba algo; entendió sólo la palabra sais, y colocó una mano sobre Grimya para calmarla.

—Entre —dijo.

La puerta se abrió y vio a la muchachita de grandes ojos que la había servido en la taberna. La joven le dedicó una nerviosa reverencia.

—Por favor, saia, empieza el festival. Todos debemos asistir, de modo que la taberna se cerrará. El dueño me dijo que os lo comunicara.

Estaba atemorizada. Índigo se dio cuenta de ello; y la emoción se debía a algo más que a un jefe malcarado.

—Gracias. —Se puso en pie y recordó los términos en los que se había expresado Quinas al hacer

su invitación. ¿Una cortesía?, se preguntó. ¿O una amenaza?

La rabia volvió a agitarse en ella, y el aire adquirió de repente un sabor amargo y podrido en su garganta. Miró de nuevo a la muchacha y se obligó a sonreír.

—Si sois tan amable de dejar una vela encendida en las escaleras, no tendré problemas para llegar.

—Sí, saia. —La muchacha desapareció; se escucharon unos pasos apresurados e Índigo miró a Grimya.

—¿Estás lista?

Grimya ensanchó los ollares y dijo en voz alta:

—Lisssta. —La palabra sonó como un desafío al mundo exterior.

La loba desapareció por la puerta, y alzó una sombra enorme y distorsionada por el rellano y el hueco de la escalera. Índigo se entretuvo un momento, meditando. Luego tomó el cuchillo que llevaba guardado en la funda y que había dejado a un lado mientras dormía. Lo sujetó a su cinturón y lo cubrió con un pliegue de su túnica. Hecho esto, siguió a Grimya escaleras abajo.

Al salir del hostal escucharon música en la plaza. Cushmagar, el anciano bardo de las Islas Meridionales, se hubiera tapado los oídos horrorizado ante aquel discordante barullo: címbalos repiqueteando, flautas chirriantes, una docena de diferentes aparatos de percusión sin, al parecer, la menor idea del tiempo o del ritmo. En los oídos de la muchacha, todo ello sonaba como el estrépito producido por los mozos de las granjas a los que se enviaba a espantar cuervos y palomas de los campos de labranza de sus amos; a medida que sus ojos se acostumbraban al juego de sombras y luces, intentó localizar el origen del ruido, pero en el espacio de algunos minutos la plaza se había llenado de gente de tal manera que no podía ver nada a causa del apiñamiento de los cuerpos.

—Mantente junto a la pared —le dijo a Grimya, inclinándose para que la loba pudiera oírla por encima de aquel mare magnum de ruido—. Intentaremos encontrar un lugar desde donde se vea mejor.

Empezaron a deslizarse a lo largo del estrecho corredor que quedaba entre los edificios y la muchedumbre que se abría paso a empellones, pero el avance era lento, ya que cada vez convergía más gente en la plaza, procedente de todas las direcciones. En algún lugar, hacia el centro de aquel cruce, danzaban unas luces brillantes; de vez en cuando Índigo vislumbraba la parpadeante llama de una antorcha alzada sobre las cabezas de la gente. Algunas personas también reaccionaban ante la discordante música, y empezaban a arrastrar los pies en una curiosa danza lateral que los llevaba despacio alrededor de la plaza, en el sentido contrario al de las manecillas de un reloj. Índigo comprobó que muchos de los danzantes llevaban los amuletos relucientes que parecían ser el distintivo del culto de Charchad, y no podía sacarse de la cabeza la molesta sensación de que aquellos símbolos habían unido a sus portadores de una forma indefinible, como una entidad masificada, para un único e insensato propósito.

De repente la música cesó. La corriente de danzantes se rompió en un centenar de pequeños remolinos mientras se detenían torpemente, y por un momento el silencio fue total. Entonces brilló de nuevo la luz de las antorchas, la muchedumbre se echó hacia atrás y un apagado pero intenso murmullo recorrió la plaza. Índigo se aguantaba de puntillas, pero no podía ver nada; frustrada, miró a su alrededor en busca de algún lugar desde donde pudiera ver bien y descubrió una adornada balaustrada de hierro, a pocos pasos de donde estaba. La señaló con el dedo para indicar a Grimya lo que pensaba hacer, se abrió paso a codazos entre la gente, se subió un poco la túnica y se encaramó a la pared. La sillería empezaba a desmoronarse, pero la balaustrada parecía bastante sólida; se sujetó con fuerza y se encaramó hasta ella, hasta que por fin pudo contemplar la plaza en su totalidad.

El estrafalario reloj relucía, como si estuviera al rojo vivo, a la luz de una docena de enormes antorchas que lo rodeaban. Cada antorcha se sostenía por una figura, encapuchada y vestida con una túnica, que se mantenía en posición de firme; y cada figura lucía un amuleto que proclamaba su lealtad a Charchad. Detrás del grupo de centinelas. Índigo vio por primera vez los montones de leña que Grimya había descrito; a menos que los celebrantes planearan concluir su festival con hogueras, no podía imaginarles otro propósito.

Estaba a punto de descender y describirle la escena a la loba cuando un sector de la multitud se dividió en dos para dejar llegar al centro de la plaza a un recién llegado. Por su estatura y ropas. Índigo lo identificó al instante: Quinas. Avanzó con largas zancadas hacia los portadores de las antorchas, quienes retrocedieron respetuosamente, y contempló a la muchedumbre con aire de autoritaria satisfacción. Luego empezó a hablar.

En un principio sus palabras eran las que podían esperarse de cualquier dignatario en una celebración así: ensalzó la prosperidad de la ciudad, las virtudes del trabajo honrado y las recompensas de la diligencia; pero tras algunos minutos el tono de su oratoria empezó a cambiar. La palabra Charchad ganó predominio. Había que dar las gracias a Charchad. Se le debía alabar, honrar... y obedecer. Aquellos que no obedecían iban desencaminados y, hasta que sus errados espíritus no comprendieran y admitieran su error, aquellos que habían alcanzado la luz debían conducirlos por el camino de la verdad. Índigo sintió cómo la comida que había tomado se le agriaba en el estómago; aquello no era más que una repetición de la fanática homilía con que los seguidores del culto la habían abordado en la taberna. Pero mientras escuchaba se dio cuenta, de repente, que algo mucho más peligroso se ocultaba en las palabras de Quinas: un escalofrío recorrió sus venas cuando le oyó pronunciar la palabra herejía.

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