Louise Cooper - Infierno
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—¡Haced algo!
Algunas cabezas se volvieron, algunas expresiones registraron una perpleja sorpresa, y se dio cuenta de que en su agitación les había gritado en su propia lengua. Saltó de la pared y corrió hacia la persona que tenía más cerca, un hombre fornido.
—¡Tenéis que parar esto! —Cambió a la lengua de aquel hombre y lo sujetó por el brazo—. No podéis dejar que lo hagan: es un asesinato, es demencial...
El individuo la apartó con un violento gesto, como si hubiera sido tocado por algo impuro. Por un instante, ella vislumbró el más absoluto terror en sus ojos; luego su expresión se endureció.
—¡Extranjera! —escupió—. ¿Qué sabéis vos de nada? ¡Ocupaos de vuestras cosas!
Una mujer que estaba junto a él agitó su puño frente al rostro de Índigo.
—¡Alejaos de nosotros! ¡Hereje! ¡Hereje!
Enfurecida, Grimya gruñó y se agazapó para saltar sobre la mujer, pero Índigo exclamó:
— ¡Grimya, no!
Extendió una mano para detener a la loba, al tiempo que se alejaba de la pareja.
«No comprenden, Grimya. Están demasiado atemorizados.»
Los gruñidos de la loba se apagaron hasta quedar convenidos en un amenazador murmullo, pero se contuvo. Índigo volvió a mirar, pero, antes de que pudiera hablar, de la parte delantera de la muchedumbre surgió una exclamación de asombro y un alarido inhumano de agonía. Una llamarada se elevó en el centro de la plaza e, incluso por encima de los gritos. Índigo pudo oír el ávido crepitar del fuego...
—¡Por favor! —Extendió ambas manos en un gesto de súplica, con la voz entrecortada por la emoción—. ¡No es posible que queráis ver cómo gente inocente muere de esta forma! Podríais evitarlo, todos vosotros podríais evitarlo, si tan sólo...
La mujer la interrumpió con voz estridente.
—¡Déjanos solos, extranjera! ¡Vuelve al lugar del que viniste y déjanos en paz!
Era inútil. Índigo se volvió de espaldas, tapándose los oídos para no escuchar los alaridos de las víctimas de Quinas que ardían en las hogueras; y, con Grimya pegada a sus talones, se alejó corriendo por entre el gentío, luchando por regresar a la Casa del Cobre y el Hierro. Era incapaz de reflexionar, incapaz de detenerse a pensar. Todo lo que sentía era una irresistible necesidad de huir del escenario de la carnicería y esconderse en algún sitio antes de que, también ella, se viera embrutecida por la locura de Charchad.
Cerca del hostal, el gentío era más denso, ya que era donde se reunían más individuos y donde se mezclaban con los rezagados que intentaban avanzar desde una calle lateral. Índigo se abrió paso como pudo, mientras Grimya lanzaba dentelladas a tobillos recalcitrantes, hasta que por fin dejaron atrás lo peor de la congestión y la puerta de la posada quedó sólo a pocos metros de ellas. Índigo echó a correr hacia aquel refugio, pero al llegar a la zona más despejada la muchedumbre se dividió de repente, formando un corredor desde el centro de la plaza. La luz de unas antorchas se balanceó llameante, y un pequeño cortejo se acercó a grandes pasos desde el lugar donde estaban las piras, con Quinas a la cabeza.
La expresión de fanática autosatisfacción que se reflejaba en el rostro del capataz hizo que Índigo se detuviera en seco. Se lo quedó mirando y sintió que una oleada de furia se alzaba en su interior. En aquel momento su atención se vio desviada, de repente, por una pequeña conmoción que se había producido en el extremo de la multitud. Una mujer vestida con ropas gastadas y sucias, la negra cabellera sujeta en una gruesa trenza, surgió de entre la gente y se arrojó delante de Quinas. Lo agarró por las vestiduras y lo obligó a detenerse.
—¡Por favor! —La voz de la mujer era aguda e histérica—. ¡Señor, tened piedad! No me echéis de nuevo; escuchadme, os lo suplico...
—¡Fuera de mi camino, mujer! —Quinas intentó quitársela de encima, pero ella se aferró a él, sin importarle que la arrastrase violentamente por el suelo. —¡No! ¡Escuchadme, tenéis que escucharme! Señor, mi... No pudo decir más, ya que el capataz se volvió y con el dorso de la mano la golpeó en pleno rostro. La mujer se soltó y cayó de espaldas con un grito de dolor. Uno de los acólitos que seguía a Quinas la pateó con rabia en los riñones.
Índigo no se detuvo a pensar con lógica. Su furia precisaba de una salida y corrió hacia adelante sacando su cuchillo.
—¡Eh, vos! —Le cerró el paso a Quinas, con los ojos encendidos y consciente de que a la menor provocación le hundiría el cuchillo en el estómago—. ¿Es ésta vuestra idea de misericordia y justicia, ser abominable?
— Saia Índigo. —El la contempló con calma—. Bien, bien. ¿Detecto acaso un cambio en vuestros modales desde nuestro primer encuentro?
—¡Desde luego que sí! Me disteis la impresión de ser un hombre civilizado. ¡Ahora veo que no sois mejor que un gusano! —Señaló a la mujer, que yacía todavía en el suelo y lloraba en silencio—. Ayudadla a ponerse en pie. Creo que tiene algo que deciros. Una fría sonrisa curvó la boca de Quinas. —Por vuestro propio bien, saia, os recomiendo firmemente que dejéis de interferir en los asuntos de los demás. De hecho, debo insistir en ello. —Extendió una mano para sujetarla del brazo y apartarla de su camino, y ella alzó el cuchillo hasta hacerlo centellear frente a su rostro. — ¡Tocadme y os sacaré las entrañas! Quinas detuvo su mano, pero su rostro se volvió amenazador. Parpadeó; una vez más, las lentes carmesí cayeron por un breve instante sobre sus ojos, y el renovado sobresalto que le produjo aquella deformidad hizo que Índigo perdiera por un momento la concentración. El cuchillo vaciló, y tres de los acólitos de Charchad saltaron sobre ella. Lanzó un aullido de sorpresa, que se transformó en un resoplido cuando un puño fue a hundirse en su estómago. Otro de los hombres la sujetó por los cabellos, obligándola a volver la cabeza. La joven
perdió el equilibrio y cayó al suelo bajo una lluvia de patadas y golpes. «¡Indigo!»
Grimya lanzó un aullido y saltó sobre los asaltantes de su amiga, por lo que recibió una patada que la lanzó rodando, entre gañidos, sobre las losas. Con ojos llorosos por el dolor. Índigo vio cómo Grimya se preparaba para saltar de nuevo, y distinguió un cuchillo en la mano de uno de los acólitos... —¡No, Grimya! ¡Quieta!
La loba gimoteó, frustrada, pero su instinto la obligaba a obedecer. Unas manos pusieron en pie a Indigo con brutalidad. La muchacha se dobló hacia adelante, luchando por no completar su humillación vomitando ante toda la gente, y vio los pies de Quinas plantados frente a ella. —Muy prudente, saia; y es mejor para vos que vuestro perro sea obediente. —Levantó los ojos e hizo un gesto a sus seguidores—. Soltadla. No creo que esté en condiciones de causarnos más molestias.
Las manos la dejaron libre, pero antes una de ellas le propinó un último y doloroso pellizco. Índigo se desplomó de rodillas sobre el suelo, demasiado enferma y mareada para ponerse en pie sin ayuda.
—Es una forastera —dijo Quinas con sarcástico desdén—, y, como tal, su ignorancia es más digna de lástima que de castigo. Pero descubrirá lo disparatado de su comportamiento, hermanos y hermanas. Charchad se ocupará de ello.
Es posible que perdiera el conocimiento por un momento; Índigo no estaba segura. Cuando abrió los ojos de nuevo ya no la rodeaban, y Grimya estaba a su lado, intentando lamerle el rostro, inquieta.
«¡Indigo! ¡Debiera haberlos detenido, debiera haberles abierto la garganta! ¡Te he fallado!» — No..., no.
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