Louise Cooper - El Iniciado
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—Sumo Iniciado... —Su voz era sólo un ronco murmullo, pero conservaba todo su veneno—. Debes estar muy contento con tu triunfo...
Keridil no respondió. El ritual le prohibía hablar antes de que estuviesen en el Salón de Mármol; pero, incluso sin esta prohibición, no habría tenido nada que decir.
—Cosas muertas... —dijo Tarod—. Condenación y aniquilación. Todos nosotros, Keridil. Todos nosotros.
Una fuerte sacudida de uno de los guardias le hizo callar, y Keri-dil le volvió bruscamente la espalda. Por muy drogado que estuviese Tarod, sus confusas palabras habían despertado en él una impresión de inquietud. Miró por encima del hombro el anillo que seguía centelleando en la mano izquierda de Tarod, pues los Iniciados no habían podido arrancarlo de ella, y reprimió un estremecimiento. Sin volver a mirar al hechicero de negros cabellos, hizo una señal con la cabeza al grupo de Adeptos.
El Iniciado que llevaba el tambor levantó la mano libre. Torciendo hábilmente la muñeca, golpeó la piel, y un redoble sordo y fúnebre resonó en el patio. Poco a poco, la comitiva se puso en marcha, en dirección a la puerta de la biblioteca, siguiendo el compás marcado por el tambor, regular y lúgubre como los latidos del corazón de un moribundo.
CAPÍTULO 17
Fue el sonido del tambor lo que empezó a despertar los sentidos de Tarod, sacándolos de la modorra producida por las drogas de la Hermana Erminet. Caminaba entre sus guardianes, arrastrando los pies, pero sus miembros se resistían a una acción coordinada, y no tenía más que una remota idea del lugar donde se hallaba y de lo que estaba sucediendo. Recordaba vagamente que le habían obligado a beber algo que sabía muy amargo, que había tratado de resistirse, pero no habla tenido fuerzas para ello; ahora, su nublado cerebro percibía un peligro, pero estaba demasiado amodorrado y apático para preocuparse por ello.
Hasta que el tambor empezó a devolverle la conciencia.
Al principio pensó que eran los latidos apagados de su propio corazón, pero entonces se dio cuenta de que aquel sonido procedía de fuera de su cuerpo. Parecía sacudir el aire a su alrededor, hacer vibrar el suelo debajo de sus pies; inconscientemente, empezó a seguir el ritmo, acompasando a él sus movimientos. Unas paredes oscilaron en los límites confusos de su visión, y un pasillo estrecho, que descendía... Sintió un poder que surgía hacia arriba, codicioso, procedente de raíces increíblemente profundas en la roca de allá abajo, y el redoble del tambor era su pulso lento, inexorable. Como un péndulo, oscilando constantemente, eternamente, marcando el paso del tiempo...
Su cuerpo se estremeció espasmódicamente al hallar súbitamente una chispa cegadora en su campo visual. Duró sólo un instante, pero bastó este momento para dejarle una imagen mental indeleble de una estrella de siete puntas...
Alguien le sacudió violentamente; a punto estuvo de caer al suelo y sólo recobró el equilibrio cuando le obligaron a enderezarse por la fuerza. Ahora, otra luz, mucho más pálida, llenaba el corredor, y la comitiva se detuvo cuando, después de un redoble final, enmudeció el tambor.
Pero Tarod siguió oyéndolo. Permanecía en su mente, vibrante, insistente, como una llamada extraña desde ninguna parte. Vio siluetas de hombres que se volvían de lado para resguardarse la cara de la fría radiación que se produjo cuando Keridil se inclinó para abrir la puerta del Salón de Mármol, pero descubrió que él era capaz de mirar directa mente y sin pestañear aquella cosa brillante y pulsátil. La puerta parecía irreal, como si la viese desde un plano situado a un palmo por encima de la realidad...
Se oyó un chasquido sordo y se abrió la puerta. Los Adeptos avanzaron lentamente a través de la niebla centelleante del Salón de Mármol. Tarod se sentía ingrávido, motivado por una fuerza que no podía controlar; trató de volver la cabeza para mirar las cambiantes y trémulas columnas de luz, pero no pudo hacerlo. Lo único que podía hacer era marchar hacia adelante, hacia el centro mismo del Salón. Y sabía que allí le esperaba algo; una fuerza reprimida que hacía que su mente se paralizase con un miedo mucho más intenso que el que jamás había conocido. Por un instante, recobró la claridad de la razón y se dio cuenta de que sólo le quedaban unas pocas horas de vida.
Entonces podía haber intentado, con un último esfuerzo, luchar contra la injusticia y la fatalidad que le condenaban, pero su cerebro y sus músculos aturdidos eran incapaces de reaccionar. En cambio, aquel momento de claridad había traído otros recuerdos: recuerdos de la muchacha por quien lo había comprometido todo y que le había abandonado a su destino y había brindado su veleidoso afecto a otro hombre que podía ofrecerle una posición mejor. Keridil y Sashka dormirían más tranquilamente en una cama si él no existía para turbar sus sueños, y en lo más hondo de Tarod empezó a tomar forma una cólera fría...
Llegaron al lugar donde los complicados dibujos del suelo eran interrumpidos por la impenetrable mancha negra que, según creía el Círculo, era el foco y el corazón del poder del Salón de Mármol. Pero ahora el mosaico estaba oscurecido por la mole de un gran altar tallado en madera negra, de una altura que llegaba hasta la cintura y de la longitud y la anchura propias de un hombre alto. La superficie se había vuelto áspera con el paso del tiempo y en ella aparecían muescas que podían haber sido hechas por uñas o por hojas de cuchillo, y poco a poco fue haciéndose la luz en la mente de Tarod.
Aquél era uno de los más viejos artefactos que poseía el Círculo. Durante varias generaciones había permanecido guardado en uno de los sótanos del Castillo, sin ser usado; pero siglos atrás había sido mudo testigo de algunos de los ritos más crueles y destructores conocidos por los altos Adeptos. Seres malignos, ahora olvidados desde hacía mucho tiempo, habían sido mágicamente atados a su dura superficie, anatemizados y destruidos..., y esta noche, otro nombre sería añadido a la lista.
Fue la visión de aquella triste imitación de altar lo que devolvió la comprensión a la aturdida mente de Tarod. Se dio cuenta de que iba a morir, de que su vida le sería arrancada a sangre y fuego sobre aquel bloque, y por primera vez sintió miedo. Sin embargo, el miedo al tormento era eclipsado por el terror infinitamente más grande de lo que seguiría a su destrucción.
Tenía que vivir. Costara lo que costara, tenía que derrotar a Keri-dil. Y este convencimiento se le apareció con toda claridad, barriendo los últimos restos de los efectos de las drogas en su cerebro. El Círculo podía matarle, pero no podía destruir el espíritu contenido dentro de aquella piedra. Podían guardarla en lugar seguro, atarla con la magia más poderosa, pero el Caos no sería vencido fácilmente: Yandros encontraría la manera de ejercer nuevamente su negra influencia a través de la gema. Y si el Círculo trataba de emplear la piedra contra sus dueños, abriría sin querer la puerta que había permanecido cerrada desde la caída de los Ancianos; el poder encerrado en la piedra les manipularía como a chiquillos, lo mismo que había manipulado al propio Tarod. Los Adeptos eran poderosos y tenían la sabiduría de las generaciones que les habían precedido, pero no comprendían el Caos. Sólo uno que hubiese sido del Caos (y se estremeció interiormente cuando los antiguos recuerdos se agolparon en su mente) podía confiar en emplear sus propias fuerzas contra ellos.
Tenía que frustrar sus planes. En último extremo, solamente un poder en el mundo podía aplastar el alma-piedra y desterrarla para siempre: el del propio Aeoris. Y sólo un hombre podía luchar contra la intensa influencia de la piedra durante el tiempo suficiente para ver concluida su tarea. ¡ Tenía que vivir!
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