Louise Cooper - El Iniciado

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—¿Dónde está Sashka...?

La Hermana Erminet sabía lo bastante acerca de la historia de Ta-rod para adivinar el resto, y frunció el entrecejo.

—Sigue mi consejo y no te preocupes de la Hermana Novicia Sashka.

— He preguntado dónde está.

La vieja suspiró.

—Está bien; te lo diré, ya que te empeñas. Supongo que en este momento está manteniendo una conversación privada con el Sumo Iniciado, en el estudio de éste. —Le miró de reojo—. Él parecía extraordinariamente deseoso de hablar a solas con ella.

Keridil... La magnitud de su falsía y de su traición hirió a Tarod como un cuchillo clavado en sus entrañas, pero no pudo responder a este sentimiento; el narcótico le impedía toda reacción que no fuese mínima.

Miró fijamente a la Hermana de duras facciones y comprendió que, a pesar de su brusquedad, la simpatía que le había manifestado era bastante auténtica. Tratando de dar acritud a su voz, dijo:

— Me parece, Señora, que no apruebas esta relación...

La Hermana Erminet había oído raras veces tanta amargura en una voz. Miró a Tarod durante un largo rato y después respondió:

—Esto no significa nada para mí. Todos hemos tenido momentos parecidos en nuestra juventud. Pero no puedo aprobar la fría traición.

— Entonces, ella...

—¿Si te ha traicionado? ¡Oh, sí! Te ha traicionado, te ha engañado, llámalo como quieras; la pequeña zorra sabía perfectamente lo que estaba haciendo. —Sonrió de nuevo, ahora tristemente—. Un Adepto de séptimo grado es una cosa; un hombre a quien han puesto precio a su cabeza, es otra muy distinta. A fin de cuentas, ella es una Veyyil Saravin; me extraña que tu sentido común no te hiciese ver su manera de ser.

Parecía no saber si burlarse de él o compadecerle, y Tarod no sabía si despreciarla o estarle agradecido. Cerró los ojos para no ver su propia aflicción impotente, y la Hermana Erminet volvió a su lado.

—Lo siento por ti, Adepto —dijo más amablemente—. A pesar de lo que hayas hecho y de quien seas, nadie merece un trato semejante por parte de la persona que ha dicho que le amaba. —Vaciló un momento—. Yo sentí una vez lo que sientes tú ahora, aunque dudo de que esto te sirva de consuelo. Me dejó plantada un joven cuyo clan pensaba que yo era inferior a ellos. Yo creía que él les desafiaría por mí, y en esto fui tan ingenua y tonta como tú. Cuando me di cuenta de mi error, traté de suicidarme, fracasé en mi intento y mi familia me envió a la Hermandad.

Se pasó la lengua por los labios, sorprendida, de pronto, de su propia actitud. En cuarenta años, no había hablado a nadie de aquel remoto incidente... , pero ahora pensó que nada perdía con confesarlo a un hombre que, antes de que pasaran muchos días, se llevaría a la tumba su secreto...

Tarod la observaba fijamente.

— Tal vez — dijo a media voz — somos los dos de la misma clase, Hermana Erminet.

Ella gruñó desdeñosamente.

—Nos parecemos tanto como un huevo a una castaña.

—Alargó una mano y le asió la muñeca izquierda. La nueva droga había surtido pleno efecto, y él nada pudo hacer para impedírselo. Erminet frotó la piedra del anillo con el dedo pulgar—. Es una curiosa chuchería. Los Iniciados estuvieron tratando de quitarte el anillo, pero no lo consiguieron. Dicen que guardas en él tu alma y que en realidad no eres un hombre, sino algo del Caos. ¿Es verdad?

Los ojos de Tarod centellearon.

— Empleas con mucha ligereza esta palabra. ¿No temes al Caos, Hermana Erminet?

—No te temo a ti. Y, seas o no seas del Caos, pronto habrán acabado contigo, y si es así, ¿por qué habría de temerte?

Esta vez no sería una espada clavada en la espalda...

Keridil seguiría el ritual ortodoxo del Círculo, y Tarod sabía demasiado lo que le esperaba antes de que su vida se extinguiese al fin. Purificación, exorcismo, condena, fuego... conocía los actos prescritos tan bien como el que más, aunque no se habían realizado desde hacía siglos y eran absolutamente bárbaros. Trataría de persuadir a la Hermana Errninet de que le administrase algún brebaje anestésico antes de que empezara el ritual de la muerte, aunque se imaginaba que era capaz de negarse por pura perversidad. En este caso, sólo podía esperar una terrible agonía antes de ir a reunirse con Aeoris...

Agonía. La perspectiva de este dolor físico no significaba nada para Tarod; parecía tan remoto y ajeno a la realidad como se sentía él. Cerró los ojos, súbitamente aplastado por una oleada de agotadora desesperación. Ni siquiera tenía fuerza para rebelarse contra su propio destino; ya no le importaba. El amargo sabor de la traición de Sashka había socavado su voluntad, y el olvido sería una bendición...

La voz de la Hermana Erminet interrumpió ásperamente sus tristes pensamientos.

—¿Cómo van a matarte? —preguntó, en tono indiferente—. ¿Lo sabes?

Él abrió de nuevo los ojos y la miró turbiamente.

—Creo que sí.

—Y no será una muerte fácil, ¿verdad?

— No...

Ella gruñó.

—No soy muy entendida fuera de mi especialidad, pero he leído bastante acerca de estas cosas... —Sus ojos, pequeños y brillantes como los de un pájaro, se fijaron en la cara de él cuando añadió, casi tímidamente—: Podría darte un narcótico. No lo bastante fuerte para que no sintieses nada, pues el Círculo sospecharía de mí. Pero siempre te... facilitaría las cosas.

— Eres muy amable.

Erminet se encogió de hombros y volvió la cara, desconcertada. Ni por un instante había presumido que, precisamente ella, podría sentir compasión e incluso débiles síntomas de afecto por un desconocido condenado a muerte; pero los sentimientos eran reales, y ella, lo bastante sincera para no negarlos. Tal vez era una empatía natural con alguien que había sido víctima de una amante traidora, como lo había sido ella antaño de un amante traidor; o tal vez se debía a una arraigada antipatía contra Sashka y otras muchachas como ella, a quienes Erminet consideraba diletantes sin ningún mérito. En todo caso, no le gustaba ver una vida vigorosa tronchada y desperdiciada.

— No soy amable — dijo a Tarod, en tono cortante—. Soy, sencillamente, más afortunada que tú. Tú estás destinado a morir, mientras que yo debo seguir viviendo para tratar de inculcar un poco de mi saber sobre las hierbas a esas Novicias de cabeza hueca. Y si es esto lo que quiere Aeoris, no voy a discutirlo. Además, si tú eres lo que ellos dicen, sin duda haremos bien en librarnos de ti.

Tarod se echó a reír. Lo hizo en voz baja, pero el sonido fue inconfundible y la Hermana se volvió para mirarle.

—Eres muy raro —observó— he visto morir a mucha gente, pero a nadie reírse de la perspectiva de la muerte.

—Oh, yo no me río de la muerte, Hermana —dijo Tarod—. Sólo me río de ti.

—¿De mí? —dijo ella, enojada.

—Sí. Me ves impotente, gracias a tus pócimas, y dices que os libraréis de mí. —Por un momento, un fuego extraño brilló en sus ojos; después, se apagó—. Espero por el bien de todos, Hermana Erminet, ¡que no os equivoquéis!

Encima del Castillo, el cielo había adquirido color de san gre seca, y teñía las grandes losas del patio con un reflejo fatídico. Desde la ventana de su estudio, Keridil pudo ver a los primeros Adeptos de alto rango reuniéndose y caminando hacia la puerta que conducía a la biblioteca y, desde ésta, al Salón de Mármol. La roja luz del ocaso se reflejaba también en sus ropajes blancos, rodeándoles de una aureola lúgubre y débilmente inhumana; se movían despacio, como intimidados ya por las exigencias de las ceremonias que les aguardaban.

Haciendo un esfuerzo, Keridil apartó la mirada de la ventana y concentró su atención en su tarea inmediata. Hacía un frío terrible en la habitación (este ritual particular exigía que no se encendiese fuego en presencia del Sumo Iniciado el día elegido) y Keridil casi se alegró de tener que llevar las gruesas prendas de ceremonia, a pesar de que, por no haber sido empleadas durante generaciones, desprendían un olor a moho muy desagradable. Se preguntó quién habría sido el último Sumo Iniciado que llevó aquellas vestiduras purpúreas, con sus complicados bordados en hilo de color zafiro, y la naturaleza del delito que habría sido castigado en aquella ocasión; pero borró esta idea de su mente. La noche pasada había sufrido las pesadillas más horribles que jamás hubiese experimentado y en las que Tarod, transformado en algo que nada tenía de humano, le perseguía a través de un paisaje deformado de montañas que gritaban su nombre como acusándole, y de vientos que quemaban su carne, hasta que, carbonizado pero todavía con vida, se arrojaba Keridil de cara al duro suelo y rezaba para que llegase la muerte. Se había despertado sudoroso, gritando con voz ronca, y solamente una copa de vino y los brazos cariñosos de la muchacha que compartía su cama habían borrado el infernal recuerdo.

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