– Maté a los monstruos que me dejaron esta cicatriz -dije, mirándolo a los ojos.
Me dedicó una amplia sonrisa sin mostrar apenas los colmillos.
– Qué encantadora coincidencia. Yo también.
Jean-Claude nos llevó entre bastidores. Otro bailarín vampiro esperaba para salir a escena. Iba vestido de gladiador, con su peto de metal y su espada corta.
– Cualquiera sostiene el espectáculo después de vuestro número. Mierda. -Apartó el telón bruscamente y salió a escena dando grandes zancadas.
Catherine se acercó; estaba tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. ¿Estaría yo igual de pálida? No, mi tono de piel no daba para tanto.
– Dios mío, ¿cómo estás? -preguntó.
Pasé con cuidado por encima de un montón de cables que serpenteaban por el suelo y me apoyé en la pared. Empecé a recordar cómo se respiraba.
– Bien -mentí.
– ¿Qué ha pasado, Anita? ¿Qué ha ocurrido en el escenario? Tú tienes de vampira tanto como yo.
Aubrey emitió un siseo apagado a su espalda, y los colmillos le hicieron brotar sangre de los labios. Una risa silenciosa le hacía temblar los hombros.
– ¿Anita? -insistió Catherine, cogiéndome del brazo.
La abracé, y me devolvió el abrazo. No iba a permitir que muriera de aquel modo. Ni hablar. Se apartó y me miró a la cara.
– Di me qué pasa.
– ¿Podemos hablar en mi despacho? – Preguntó Jean-Claude.
– No hace falta que venga Catherine.
– Creo que debería venir -dijo Aubrey acercándose. Parecía brillar en la penumbra-. Esto la concierne… íntimamente. -Se lamió los labios ensangrentados con su lengua de gato.
– No. Ella se queda al margen, a toda costa.
– ¿Al margen de qué? ¿De qué va esto?
– ¿Crees que irá a la policía? -preguntó Jean-Claude.
– ¿A la policía? ¿Por qué? -preguntó Catherine, subiendo cada vez más la voz.
– ¿Y qué pasa si va?
– Que morirá -contestó Jean-Claude.
– ¿Perdón? -Dijo Catherine, que estaba recuperando los colores a fuerza de enfado-. ¿Me estás amenazando?
– Irá a la policía -dije.
– Tú decides.
– Lo siento, Catherine, pero sería mejor para todos que olvidaras lo que ha pasado.
– ¡Ya basta! Nos vamos ahora mismo -sentenció Catherine. Me cogió del brazo, y yo no me resistí.
– Mírame, Catherine -dijo Aubrey a sus espaldas.
Ella se quedó rígida. Me clavó los dedos en la mano, y noté una tensión increíble que le atravesaba los músculos; se estaba resistiendo. Dios mío, ayúdala. Pero Catherine no tenía poderes mágicos ni crucifijos, y la fuerza de voluntad no bastaba contra alguien como Aubrey.
Dejó caer la mano que me apretaba el brazo, y los dedos se le quedaron inertes. Exhaló un suspiro largo y trémulo y se quedó mirando algo que quedaba un poco por encima de mi cabeza, algo que yo no podía ver.
– Lo siento, Catherine -susurré.
– Aubrey puede hacer que no recuerde nada de esta noche. Creerá que ha bebido demasiado, pero eso no resolvería el problema.
– Lo sé. Lo único que puede romper el control es la muerte de Aubrey.
– Ella se habrá convertido en polvo antes de que eso ocurra.
Miré a Aubrey y pasé la vista por la mancha de sangre de su camisa. Le sonreí aposta.
– Esta herida insignificante ha sido cuestión de suerte -dijo Aubrey-, nada más. No te confíes.
Confiarme; eso sí que tenía gracia. Me costó contener la risa. -Capto la amenaza, Jean-Claude. O hago lo que queréis, o Aubrey termina lo que ha empezado con Catherine.
Has entendido muy bien la situación, ma petite.
– Deja de llamarme así. ¿Qué queréis de mí exactamente?
– Creo que ya te lo explicó Willie McCoy.
– ¿Queréis contratarme a mí para que investigue los asesinatos de vampiros?
– Sí.
– Esto -dije, señalando con un gesto la cara inexpresiva de Catherine- no era necesario. Podríais haberme pegado o amenazado con matarme; podríais haberme ofrecido dinero… Podríais haber hecho muchas cosas antes que esto.
– Todo eso habría llevado tiempo -dijo con una sonrisa forzada-. Y seamos sinceros: te habrías negado de todos modos.
– Puede ser.
– De esta manera, no tienes elección.
No iba muy desencaminado.
– Vale, acepto el caso. ¿Satisfecho?
– Mucho -dijo Jean-Claude, en voz muy baja-. ¿Qué hacemos con tu amiga?
– Quiero que se vaya a casa en taxi. Y quiero alguna garantía de que Colmillo Largo no la va a matar de todos modos.
Aubrey rió con un siseo histérico. Se partía de risa.
– Colmillo Largo, me gusta ese nombre.
– Te doy mi palabra de que nadie le hará daño si nos ayudas -dijo Jean-Claude después de mirar al otro vampiro.
– No te ofendas, pero no me basta con eso.
– Dudas de mi palabra. -Su voz sonó airada, aunque era baja y cálida.
– No, pero tú no controlas a Aubrey. A no ser que seas su amo, no puedes hacerte responsable de su comportamiento.
Las carcajadas de Aubrey se habían convertido en risitas. No había oído nunca a un vampiro reírse de aquel modo, y no era un sonido agradable.
– A mí no me controla nadie, mocosa. -La risa se apagó del todo, y el vampiro se enderezó-. Soy mi propio amo.
– Venga, hombre. Si tuvieras más de quinientos años y fueras maestro vampiro, me habrías usado de trapo para fregar el escenario. Pero tal como ha ido la cosa… -Extendí las manos con las palmas hacia arriba-. Tendrás todos los años que quieras, pero tú no eres tu propio amo.
– ¿Cómo te atreves? -preguntó con un gruñido ronco y la cara oscurecida por la cólera.
– Piensa, Aubrey. Te ha calculado la edad con un error de menos de cincuenta años. No eres maestro vampiro, y se ha dado cuenta. La necesitamos.
– Lo que necesita es una lección de humildad -dijo, avanzando hacia mí mientras abría y cerraba los puños con el cuerpo tenso por la furia contenida.
– Nikolaos espera que se la llevemos -dijo Jean-Claude, interponiéndose entre nosotros-. Ilesa.
Aubrey vaciló. Gruñó y cerró la mandíbula bruscamente; los dientes emitieron un chasquido sordo y colérico.
Se miraron. Podía sentir cómo se enfrentaban sus voluntades a través del aire, como un viento distante. Se me erizó el vello de la nuca. Fue Aubrey quien apartó la vista con un parpadeo furioso.
– Tendré paciencia, mi amo -dijo, resaltando mucho el mí para dejar claro que Jean-Claude no era su amo.
Tragué saliva un par de veces, y me pareció que se oía en toda la habitación. Si querían asustarme, estaban haciendo un trabajo cojonudo.
– ¿Quién es Nikolaos?
– No nos corresponde a nosotros contestar a esa pregunta -dijo Jean-Claude. Su cara estaba tranquila y hermosa.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Vamos a llevar a tu amiga en taxi adonde nadie pueda hacerle daño -dijo, esbozando una sonrisa con cuidado de no mostrar los colmillos.
– ¿Y qué pasa con Mónica?
Allí sonrió de oreja a oreja, haciendo gala de sus colmillos.
– ¿Te preocupa su seguridad? -Parecía encontrarlo divertido.
De repente encajaron las fichas: la despedida de soltera improvisada, que sólo estuviéramos nosotras tres…
– Tenía el encargo de traernos a Catherine y a mí.
Asintió con un solo movimiento de cabeza.
Me moría de ganas de partirle la cara a Mónica. Y cuanto más lo pensaba, mejor idea me parecía. Como por arte de magia, la reina de Roma entreabrió el telón y se nos acercó. Le sonreí con toda mi mala leche. Ella vaciló, pasando la vista de Jean-Claude a mí.
– ¿Va todo según lo previsto?
Avancé hacia ella. Jean-Claude me cogió del brazo.
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