Laurell Hamilton - El Corazón Del Mal

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En un mundo que teme la magia, una joven descubre su talento para los hechizos.
De la autora de la serie de Anita Blake, llega la novela El corazón del mal. La historia de una chica que se ve obligada a luchar entre su deseo de desarrollar sus dones para la magia y el de no comprometer a sus seres queridos.

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Blaine miró alternativamente la rígida espalda de Konrad y a Elaine, que seguía luchando por entrar en la bata. Konrad era viudo, y podía perfectamente volver a casarse. Supuso que debía de ser atractivo, aunque él nunca lo había visto con esos ojos. A buen seguro, nunca se lo había imaginado como un futuro marido para su hermana. Pero tampoco había considerado a ningún hombre como tal.

Elaine se recostó jadeando en las almohadas, con la bata azul muy apretada sobre su pecho. Los ojos azul turquesa destacaban febriles en contraste con la piel pálida; con su melena ligeramente ondulada esparcida sobre el rostro como una cortina dorada, parecía casi etérea. Como una descarga eléctrica que le recorriera todo el cuerpo hasta la punta de los dedos de los pies, Blaine se dio cuenta de que su hermana era hermosa. Quedó fuertemente impresionado, casi asustado. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

La cuestión ahora era: ¿también Konrad se habría dado cuenta? Nada le había hecho pensar que el alto guerrero hubiera mirado a Elaine con esos ojos. Claro estaba que hasta ese día él tampoco había visto a su hermana de ese modo.

– ¿Puedo darme la vuelta ya? -La voz de Konrad estaba cargada de desdén, pero Elaine parecía demasiado cansada para darse cuenta.

– Sí-dijo.

Konrad se volvió. Su atractivo rostro moreno tenía el ceño fruncido. Como si lo estuviera esperando, Blaine se percató de la crispación en los ojos de Elaine, disgustada por el hecho de que Konrad le pusiera mala cara. ¡Caray! El hecho de que la opinión de Konrad le importara tanto empezaba a preocuparlo. Era una tontería, pero estaba celoso. En el momento en que lo advirtió,

Blaine intentó apartar de sí los celos. Si el adusto Konrad podía hacer feliz a su hermana, ¿quién era él para impedirlo? Por supuesto, sería distinto si Konrad llegaba a herirla. Al fin y al cabo, ¿acaso no era el deber de un hermano proteger a su hermana?

Konrad retiró las mantas. Elaine se colocó correctamente la bata ya cerrada sobre el camisón. Sin que se lo pidiera, Konrad recogió las zapatillas del suelo y las deslizó en sus pies descalzos, en un gesto sorprendentemente íntimo.

Ató el cinturón de la bata con un movimiento brusco, como, si todavía fuera una niña.

Las mejillas de Elaine ardían por el rubor. Ésta se cuidó mucho de mirar directamente a la cara a Konrad; no hubiera podido soportar encontrarse con sus ojos.

Él la alzó en brazos como si no pesara nada. Elaine pasó los suyos alrededor de su cuello, el rostro apretado contra uno de sus hombros. Tenía un aspecto adorable en brazos de Konrad, pálida y enferma como estaba; demasiado cómoda para el gusto de Blaine.

– ¿Podrás bajar tú solo la escalera, Blaine? De lo contrario, puedo volver a subir y ayudarte a bajar.

Blaine negó con la cabeza.

– Creo que podré hacerlo. -Bajaría la escalera él solo, o con la ayuda de otro. En ese preciso momento hubiera aceptado la ayuda de cualquiera de los habitantes de la casa excepto la de Konrad Burn.

Konrad empujó la puerta suavemente y salió con Elaine en brazos. No volvió la vista atrás, ni insistió en ofrecer ayuda a Blaine. Éste había dicho que no. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que no había sido sincero.

Blaine se levantó de la silla haciendo palanca con el brazo, con un solo pie, mientras se apoyaba en el pesado marco. Cada vez que movía la pierna herida sentía una punzada aguda de dolor. En el brazo el dolor era persistente y abrumador. Apoyada contra la pared había una muleta con una tela dispuesta en su parte superior. La asió y se la puso bajo el brazo. Había sido especialmente confeccionada para él, de acuerdo con su altura. Enfrentarse contra un monstruo solía ser duro para un simple cuerpo. Y, como Teresa solía decir, todos ellos eran personas sanas sólo temporalmente.

Blaine salió renqueando por la puerta. Konrad y Elaine ya habían bajado la escalera. Se balanceó un momento en el corredor vacío, con la esperanza de que el dolor disminuyera un poco. Ya era bastante doloroso estar de pie con la pierna colgando, pero mucho más lo era moverse.

De pie, intentando recuperar el aliento, se preparó para bajar brincando. Había sido un gesto pueril rechazar la ayuda de Konrad. Ahora pagaría por ello con dolor. Pero se trataba de su propio dolor, del privilegio de no aceptar la ayuda del hombre que hacía que se crispase el rostro de su hermana. No creía que Konrad fuera consciente siquiera de los sentimientos de Elaine. Blaine no sabía si era mejor así. O peor. Probablemente daba lo mismo.

Intentó mantener el equilibrio al inicio de la escalera, con una mano firmemente apoyada en la barandilla. Tras una respiración profunda, dio el primer paso. El dolor subió por la pierna como una llamarada de fuego. Para cuando llegara al final de la escalera, tendría náuseas, y se sentiría casi tan mal y tan débil como Elaine. ¿Era ése el precio que debía pagar por su orgullo?

Blaine saltó hasta el siguiente escalón, apretando los dientes para no gritar de dolor. Pero volvería a hacer lo mismo. En su corazón empezaba a anidar lentamente una cólera absurda contra aquel Konrad Burn.

Capítulo 4

Sentado frente al hogar había un hombre de aspecto extraño. Tenía el pelo blanco como la nieve, y en su rostro destacaba una barba amarillenta y una nariz aguileña. Sonrió a Elaine con unos amables ojos grises.

Elaine tomó asiento al otro lado del fuego. Malah le colocó nuevamente una taza de té en las manos. La cocinera era una firme defensora de los poderes reconstituyentes del té.

El hombre también bebía té a pequeños sorbos, mientras sostenía en equilibrio sobre las rodillas un plato de galletas. Era el trato que recibiría cualquier invitado, salvo que a la mayoría de los invitados se los hacía pasar al salón.

Jonathan estaba de pie en medio de la estancia, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, mirando fijamente al desconocido, como si fuera un guardián. Al parecer, la cocina ya era lo suficientemente buena para ese invitado tan especial.

Teresa se había sentado al lado de la mesa, junto con Konrad y Blaine; eran el público. No estaba claro si se encontraban allí para ver a un mago real en carne y hueso, o para presenciar la reacción de Jonathan. En todo caso, a buen seguro sería interesante.

– Soy Gersalius, mago. Por lo que me han dicho, tú también cuentas con ciertos poderes mágicos, Elaine.

Elaine lanzó una mirada a la cara de pocos amigos de Jonathan.

– No creo que se trate de magia.

El mago se reclinó en la silla sujetando el plato de galletas.

– Entonces, ¿cómo llamarías a tus poderes?

La muchacha se encogió de hombros.

– Simplemente visiones.

– Háblame de tus… visiones -dijo Gersalius.

Elaine dio un sorbo a su té caliente, sin estar segura de qué debía responder.

– ¿Quieres que te las describa?

– Si tú quieres.

Entrecerró los ojos, intentando no fruncir el ceño. Jonathan ya lo hacía por los demás. Pero el mago le resultaba un tanto… frustrante.

– ¿Qué quieres de mí?

– Ayudarte.

– ¿Cómo?

– Para ser alguien con poderes mágicos, tu actitud es considerablemente suspicaz.

Elaine bajó la vista.

– No sé qué me quieres decir.

– Basta ya de juegos de palabras -dijo Jonathan-. ¿Podéis ayudarla o no? -Al decir esto, se plantó ante ellos con aire de desaprobación.

– Maese Ambrose, si Elaine estuviera enferma y hubierais llamado a un doctor, ¿le diríais cómo debe hacer su trabajo?

– Hasta hora, no habéis hecho nada.

Gersalius profirió un suspiro.

– La muchacha tiene poderes mágicos. Salta a la vista, claro está, para cualquiera capaz de darse cuenta.

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