Laurell Hamilton - El Corazón Del Mal
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De la autora de la serie de Anita Blake, llega la novela El corazón del mal. La historia de una chica que se ve obligada a luchar entre su deseo de desarrollar sus dones para la magia y el de no comprometer a sus seres queridos.
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El viento golpeaba su pesado abrigo. Diminutas espirales de aire helado se deslizaban por debajo de las pieles y unos dedos congelados parecían querer introducirse por sus ropas, buscando su piel. Elaine sabía que no hacía tanto frío. Estaban en invierno, sí, pero no se trataba de una tormenta de nieve ni de un frío extremo. Y, sin embargo, lo sentía por todo el cuerpo, y la piel parecía congelada. Las lágrimas se helaron en sus mejillas. Era como si la visión le hubiera arrebatado todo su calor y protección contra el frío. Y el frío parecía ser consciente de ello, y estar ansioso por el roce de su piel. Cada bocanada de aire le resultaba sumamente dolorosa.
Los cascos del caballo sonaban amortiguados por la nieve recién caída, y Elaine sentía la cadencia de los andares de la yegua. Se aferró a la calidez y al balanceo, mientras el frío socavaba sus fuerzas con unas fauces invisibles. Para ella no había nada más en el mundo que el frío y el ritmo de su montura. En un apartado rincón de su mente, Elaine se preguntaba si moriría congelada. No, era imposible, tenía demasiado frío. ¿No decían que justo antes de morir congelado uno sentía calor? Los huesos de su rostro y de las manos, expuestos al frío, le dolían tremendamente.
Debió de quedarse dormida, porque de pronto se vio subiendo penosamente una cuesta. Si se encontraban en las montañas, debían de estar ya muy cerca. Elaine alzó el rostro. Sintió cómo el viento le golpeaba la cara, aunque el frío no se había intensificado. Pensó que era incapaz de sentir más frío. No podía abrir los ojos. Quiso tocarlos con una mano, pero éstas parecían estar congeladas y pegadas a las crines. Se inclinó para intentar restregarse los párpados contra el dorso de las manos, pues habían quedado adheridos por los cristales de hielo en que se habían convertido sus lágrimas.
Parpadeó dolorosamente en la penumbra invernal. Estaban en un bosque, rodeados por árboles desnudos de ramas oscuras. Los caballos luchaban contra las ráfagas de viento en lo que antaño había sido un camino para carros.
Elaine trató de incorporarse y, para su sorpresa, vio que era capaz. El abrigo ondeó hacia atrás con el viento, dejando expuesto uno de sus costados. Pero eso no pareció importarle. De repente vio el enorme árbol que se alzaba imponente sobre los demás. Casi habían llegado.
Una reluciente luna llena bañaba los árboles desnudos con su luz. El viento formaba remolinos con los copos de nieve, que atravesaban el camino, y la nieve seca hacía crujir las ramas. Había dejado de nevar. Únicamente el viento hacía bailar la nieve, que se precipitaba en sibilantes montones y se movía arrastrándose entre los árboles.
El caballo de Konrad abría la marcha, levantando la nieve, y acabó por perderse de vista. Si alguien le había pedido que se adelantara para explorar, Elaine no lo había oído. Los únicos sonidos audibles eran el viento, la nieve, el crujir de las ramas secas y el chirrido de la silla bajo su cuerpo.
Blaine se encontraba delante de ellos, cerca, muy cerca. Elaine intentó rezar, pero el frío le había congelado los labios y amodorrado la mente. Le resultaba imposible recordar una oración; le resultaba imposible pensar en nada. Sólo el frío estaba presente. El miedo y el pánico se habían agazapado en un pequeño recoveco helado. Elaine sabía que la perspectiva de lo que podría encontrarse la aterraba, pero no podía sentir nada. Sólo el frío, arraigado en lo más profundo de su interior, que borraba todo lo demás.
Un grito llegó sobrevolando por encima de la nieve, resonando con el eco. Los caballos empezaron a trotar tan rápido como podían sobre la seca capa de blancura. Elaine se aferró al arzón de la silla con ambas manos. La yegua no respondía como los demás, acostumbrada a avanzar como mucho a medio galope.
El enorme árbol se alzaba solitario en medio de un claro generado por él mismo. Las raíces habían ahogado los árboles más pequeños, y habían eliminado el sotobosque. El tronco era tan ancho que habrían hecho falta cinco hombres adultos para abrazarlo. Las ramas que se extendían hacia el exterior y hacia arriba eran tan gruesas como arbolillos.
Las nubes se cerraron en torno a la luna y dejaron el calvero en penumbras, únicamente iluminado por la luz que reflejaba la nieve, dándole un aspecto lúgubre. Algo pendía de una de las ramas desnudas. Elaine, en un principio, no pudo distinguir de qué se trataba. Sus ojos se negaban a ver.
De pronto, las nubes se disiparon, bañando el claro en una luz plateada. Del árbol pendía algo de color oscuro que parecía pesado y se recortaba contra la luna, con los brazos extendidos hacia afuera en una pose extraña, y una pierna colgando hacia la nieve. La otra pierna estaba ausente. Una gran mancha oscura salpicaba la nieve bajo el árbol.
Elaine profirió un grito.
Teresa soltó las riendas. Su voz suave siguió inmediatamente al grito:
– El cielo nos asista.
Konrad salió de la maleza, en el otro extremo del claro.
– No es Blaine, ni Thordin.
Elaine lo miró fijamente.
– Entonces, ¿quién…?
– Ambos han regresado aquí. Están heridos, pero se pondrán bien.
No podía creerlo. Estaba mintiendo. Si Blaine estuviera vivo, iría en su búsqueda, herido o no.
– Elaine, estoy bien. -Blaine salió cojeando de los arbustos, apoyándose en las anchas espaldas de Thordin, y ofreciendo su brillante sonrisa, aquella que confirmaba que todo iba bien. Fue esa sonrisa, más que sus palabras, la que acabó de convencer a Elaine.
Se dejó caer de la yegua y dio con las rodillas en la nieve. Intentó ponerse en pie para llegar hasta donde estaba su hermano, pero el calvero bañado en la luz de la luna empezó a dar vueltas a su alrededor. Unas manchas negras parecían querer comerse la luna. Se desplomó hacia adelante sobre la nieve, que recibió su rostro, llenándole la nariz y la boca. La oscuridad la engulló. Y en la oscuridad también hacía frío.
Capítulo 3
Blaine, envuelto en una cobija, se dejó caer en una silla, en cuyo respaldo habían colocado una almohada. Unas tiras de tela asomaban por la manga desgarrada de su brazo izquierdo, y su pierna, en la que había sufrido la peor herida, descansaba sobre una pequeña banqueta bordada. Konrad había cosido las demás heridas utilizando para ello un ungüento a base de hierbas, y vendajes para protegerlas. Hasta el corte más diminuto podía infectarse y costarle al herido el brazo. Blaine confiaba en los apositos de campo de batalla de Konrad mucho más que en los de la mayoría de los médicos. Teresa había intentado convencer a Blaine de que se tumbara en su propia cama, pero éste se había negado. Quería estar allí cuando Elaine despertara.
Elaine siempre quedaba débil después de tener una visión, pero nunca antes se había percatado Blaine del grado de debilidad. Le había tocado la piel, más fría que la nieve, fría como la muerte. Únicamente el ritmo constante de su respiración le había confirmado a Blaine que seguía viva. A pesar de que la sangre había manado de las heridas de su brazo y de la pierna desgarrada por las ramas del árbol, en este último caso a borbotones, y aunque no podía caminar sin ayuda, era Elaine quien había estado a punto de morir.
Miró hacia el lugar donde se encontraba su hermana, con la cabellera rubia esparcida sobre la almohada. Mirar la cara de Elaine era como mirarse en un espejo. Los huesos eran ligeramente más delicados, los ojos también azules tenían un tono turquesa, pero los dos gemelos eran como dos caras de una misma moneda. Sus padres habían muerto asesinados cuando ellos sólo contaban ocho años; desde entonces, se habían tenido únicamente el uno al otro. Habían sobrevivido durante dos años antes de que Jonathan se hiciera cargo de ellos; dos años en los que sólo habían podido contar el uno con el otro. A pesar de que estaban sumamente agradecidas a Teresa y Jonathan, cada uno de ellos era para el otro su única familia.
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