Laurell Hamilton - El Corazón Del Mal

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En un mundo que teme la magia, una joven descubre su talento para los hechizos.
De la autora de la serie de Anita Blake, llega la novela El corazón del mal. La historia de una chica que se ve obligada a luchar entre su deseo de desarrollar sus dones para la magia y el de no comprometer a sus seres queridos.

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– ¡Blaine! -gritó Elaine.

Alargó las manos hacia las llamas como si pudiera llevarlo consigo hacia un lugar seguro. Las llamas lamieron las mangas de su toga. Las manos llegaron hasta la parte de atrás del hogar. El fuego llameaba alrededor de los hombros y de la cara.

Unas manos la arrancaron del fuego.

– ¡Elaine!

Alguien envolvió la tela humeante con una manta y sofocó las llamas. La piel estaba intacta, protegida por su magia. Sus ropas no habían tenido tanta suerte.,

– ¿Me ves, Elaine? ¿Me oyes?

La muchacha miró hacia arriba parpadeando, hasta enfocar un rostro barbado. El aroma de un guiso hacía el aire denso y espeso, y se mezclaba con el del pan puesto a enfriar cerca de ellos. Elaine se vio envuelta por los familiares ruidos y olores de la cocina, y supo que se hallaba a salvo. Pero ése no era el caso de los otros.

– Ayúdalos, Jonathan…

– ¿A quién debo ayudar?

– Yo también he visto la visión. -El hijo mayor de la cocinera, que debía de tener por lo menos ocho años cumplidos, se arrodilló a su lado. Los demás niños se acurrucaron manteniendo una distancia prudencial.

– ¿Qué viste, Alan?

– El árbol gigante los atacó.

Jonathan miró a Elaine.

– ¿Es eso cierto?

– Sí.

Jonathan no arguyó que aquello fuera imposible.

– ¿Crees que tu advertencia ha llegado a tiempo?

Elaine se abrazó a él.

– No lo sé.

– ¿Qué quieres que haga?

– Busca a Blaine y a Thordin.

– Para cuando lleguemos al árbol gigante, el combate ya estará decidido.

Ella le introdujo la mano en la túnica. Su mirada parecía enloquecida.

– Entonces recuperad los cuerpos para darles sepultura.

Jonathan la miró fijamente, y asintió con un lento movimiento de cabeza.

– Eso sí puedo hacerlo.

Jonathan se volvió hacia el muchacho, Alan.

– Busca a Teresa y dile lo que has visto. Ella sabrá qué hacer.

El muchacho salió corriendo de la cocina.

– ¿Podrás incorporarte apoyándote en mí?

Elaine asintió.

Jonathan se irguió y la ayudó a ponerse en pie. La cocinera, Malah, acercó al fuego una silla con respaldo. Jonathan ayudó a Elaine a sentarse, y la arropó con la manta un tanto chamuscada. Malah le puso una taza de té caliente entre las manos.

Elaine la asió como si no tuviera asa, para calentarse así las manos heladas. Siempre tenía frío después de una visión. Con la ayuda de una manta, bebidas calientes o tras acostarse en la cama durante un par de horas, volvía a sentirse como nueva. Pero ese día había visto la muerte de su hermano. No estaba muerto todavía, pues en ese caso lo habría sabido, pero sí podía estar malherido, agonizando, mientras ella permanecía allí sentada, tomando su té. No podía permitirse el lujo de perder tiempo en recuperarse, de ser débil. Necesitaba saber qué le había pasado a Blaine.

Teresa entró en la cocina muy abrigada debido al frío. Llevaba un segundo abrigo en un brazo, que le tendió a Jonathan sin decir palabra.

Éste se puso el abrigo y se cubrió la calva con un gorro de lana.

– Voy con vosotros -dijo Elaine.

Jonathan interrumpió la acción de ponerse los mitones. Ambos se volvieron para mirarla.

– No te has recuperado de tu visión, Elaine. No estás preparada para un viaje -dijo Jonathan, mientras acababa de ponerse los mitones.

– Es mi hermano, la única familia que tengo. Debo ir.

– Retrasarás nuestra marcha -objetó Teresa.

– El combate habrá finalizado antes de que nadie pueda acudir en su ayuda. Eso es lo que dijo Jonathan. En ese caso, poco importa si retraso vuestra marcha, ¿no es cierto?

Sus palabras eran razonables. Mucho más de como se sentía Elaine en realidad. Podía notar las pulsaciones en la garganta. Si Blaine yacía sobre la fría nieve gravemente herido, no llegarían a tiempo. El frío acabaría lo que había empezado el árbol animado. Entonces, ¿por qué sentía un nudo en el estómago, el corazón desbocado? Debía ir con ellos. No podía quedarse allí esperando, a salvo, en la cocina.

Teresa miró a su marido.

– ¿Jonathan?

Parecía casi avergonzado.

– Es la verdad.

– No podemos esperar durante horas. Los lobos podrían dar con ellos, vivos o muertos.

– Por mí podemos partir ahora mismo -dijo Elaine.

La expresión en el rostro de Teresa era de franca duda, pero no quiso rebatírselo.

– Iré a buscar tu abrigo. Pero tendrás que estar lista para cuando vuelva. No esperaremos por ti, Elaine.

Dicho esto salió de la cocina con la espalda erguida. A Teresa no le gustaba esperar por nadie, especialmente cuando el motivo de la espera le parecía absurdo.

Elaine sabía que no era absurdo, pero también era consciente de que no podría explicarle el porqué a Teresa. Ni a Jonathan. Blaine podría haberla comprendido, pero se encontraba en algún lugar ahí fuera, en la nieve, sangrando, herido o tal vez algo peor. Elaine intentaba convencerse a sí misma de que si su hermano gemelo estuviera muerto lo sabría, pero por alguna razón dudaba incluso de ello. No estaba segura. Tras la visión, ya no confiaba en sus propias sensaciones. Las sensaciones eran traicioneras: podían hacerle sentir a uno lo que quería creer, no la realidad.

– No es su intención tratarte con tanta severidad. -Jonathan se quitó el gorro de lana, con la frente brillante por el sudor.

– Tengo que ir, Jonathan.

De un trago acabó de beber su té, y al hacerlo se quemó el paladar ya que todavía estaba hirviendo, pero necesitaba el calor. Lo cierto era que no se sentía lo suficientemente recuperada para salir, tal como afirmaba Teresa, pero eso no tenía importancia. Iría con ellos. Tenía que hacerlo.

Teresa regresó con un abrigo de pieles blancas idéntico al que Blaine llevaba en la visión. Elaine miró hacia arriba. No estaba completamente segura de poder levantarse, pero la expresión en el rostro de Teresa era inclemente. O se levantaba o no los acompañaría.

Malah le tomó la taza de las manos. Su cara era neutral, pero los ojos denotaban preocupación. Siempre se ponía del lado de los niños, de cualquier niño.

Elaine se aferró a los brazos de la silla y se apoyó en ellos para incorporarse. Le temblaron los músculos. La manta cayó al suelo. Las manos siguieron apoyadas en los brazos de la silla todavía un momento; luego se incorporó sin ayuda, pero tuvo que agarrarse al respaldo para no caer. Las piernas le temblaban por debajo de las largas faldas. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad simplemente para permanecer en pie, con una mano firmemente apoyada en el pesado respaldo de la silla. No estaba segura de poder dar un paso, por no hablar de la caminata hasta el árbol gigante.

Teresa sostenía su abrigo a unos tres pasos de la silla, sin hacer el menor amago de acercarse a ella.

Jonathan permanecía de pie, incómodo, entre ambas.

– No hay tiempo para juegos, Teresa.

– En efecto, no podemos perder tiempo -replicó ésta.

Elaine tomó aire y lo soltó lentamente. Hizo un par de respiraciones profundas más para intentar contener el temblequeo de los músculos, deseando con todas sus fuerzas que la debilidad remitiera. Abandonó el respaldo, aunque los dedos seguían rozando la madera. Teresa suspiró. Elaine dejó caer la mano a un lado. Con las piernas bien apuntaladas, y la esperanza de que nadie pudiera ver cómo temblaban, por fin quedó de pie sin ayuda.

Teresa sostenía el pesado abrigo con el brazo extendido, como si éste fuera de una ligereza extrema.

Elaine dio un paso hacia adelante con sus tambaleantes piernas. No cayó. Dio un paso, luego otro y otro. Con una mano se apoderó del abrigo. Teresa depositó el abrigo con suavidad sobre los brazos de Elaine. Sonrió a la muchacha, lo cual hizo que sus oscuros ojos brillaran.

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