– Viene alguien -siseó él, desoyendo la pregunta-. Ahora mismo.
– ¿Quién? -preguntó Helena, con las manos en las caderas. No había ni rastro de ronquera en su voz ahora, y parecía asombrosamente competente. De no haber estado ya sin habla, me habría quedado muda al verla.
– No lo sé -reconoció-. Seguramente nuestro exaltado progenitor. Ella ha llamado a alguien.
Helena se giró y se acercó a mí, consiguiendo que el terror me helara los huesos al comprender el peligro que corría. Helena era el otro nefilim. Helena la loca, la chiflada. Helena, a la que yo había insultado un sinfín de veces, de la que me había burlado a sus espaldas, a la que le había robado dos empleadas. Su expresión me informaba de que también ella estaba repasando esa lista mientras me contemplaba.
– Baja el campo -le ordenó a Román, y un momento después Seth y yo nos desplomamos de bruces, respirando entrecortadamente, cuando el poder nos liberó-. ¿Tiene razón? ¿Has llamado a nuestro padre?
– No… No he llamado… a nadie.
– Miente -observó tranquilamente Román-. ¿A quién has llamado, Georgina?
Cuando no respondí, Helena dio un paso adelante y me abofeteó con fuerza, restallando como un latigazo el impacto. La sensación me resultó familiar, aunque eso no era de extrañar. Era Helena la que me había vapuleado aquella noche en la calle. Comprendí entonces que debía de haber sabido que era yo cuando entré en Krystal Starz, a pesar de mi disfraz. Pese a reconocer mi firma, había decidido jugar conmigo, vendiéndome la historia del gran futuro que me esperaba mientras me hablaba de títulos y talleres.
– Siempre tienes que hacerte la difícil, ¿verdad? -resopló-. Durante años os he soportado a ti y a otros como tú, quienes se burlan de mi estilo de vida y mis enseñanzas. Debería haberme ocupado de ti hace tiempo.
– ¿Por qué? -Me pregunté en voz alta, recuperado una vez más el control de mi voz-. ¿Por qué lo haces? Tú, más que nadie, que conoces la existencia de los ángeles y los demonios… ¿por qué promulgas todas esas chorradas sobre la nueva era?
Me lanzó una mirada fulminante.
– ¿Chorradas? ¿Es una chorrada animar a la gente a asumir el control de su propia vida, a verse como fuentes de poder en lugar de perderse en el laberinto de culpas del bien y el mal? -Ante mi silencio, continuó-. Enseño a la gente a ser dueña de sí misma. Le enseño a olvidarse del pecado y la salvación, a aprender a encontrar la felicidad ahora… en este mundo. Cierto, en parte está… algo maquillado a fin de maravillar y atraer, ¿pero qué más da eso, si se consigue el objetivo? La gente sale de mis clases sintiéndose como dioses. Descubre su divinidad interior, en vez de tener que buscarla en cualquier institución fría e hipócrita.
No podía ni siquiera empezar a formular una respuesta. Se me ocurrió que Helena y Román pensaban exactamente igual, ambos desilusionados con el sistema que los había engendrado, ambos rebelándose contra él a su manera.
– Sé lo que piensas de mí. He oído lo que dices de mí. Te vi tirar a la basura los materiales que te di aquella noche, pensando sin duda que sólo era otra charlatana desquiciada de la nueva era. Y sin embargo… para ser tan engreída y confiada, tan sumamente condescendiente, eres una de las personas más desgraciadas que he conocido nunca. Odias el juego, pero lo juegas. Lo juegas, y lo defiendes porque te falta el valor para hacer otra cosa. -Sacudió la cabeza, riéndose secamente-. No me hacían falta poderes psíquicos para vaticinar lo que te dije. Tienes un don, pero lo malgastas. Estás desperdiciando tu vida, y morirás desdichada y sola.
– No puedo cambiar lo que soy -repuse acaloradamente, zaherida por sus palabras.
– Típicas palabras de una esclava del sistema.
– Que te den -le espeté. Que desmenucen el orgullo y la identidad de uno suele conseguir que esa persona se enfade irracionalmente, por grande que sea la verdad dicha-. Mejor ser una esclava complaciente que una rareza bastarda divina. No me extraña que cacen a los de vuestra especie hasta la extinción.
Volvió a pegarme, imprimiendo fuerza de nefilim al golpe esta vez, como aquella noche en el callejón. Me dolió… mucho.
– Zorra asquerosa. No sabes lo que dices.
Hizo ademán de ir a agredirme de nuevo, pero se detuvo cuando Seth se interpuso de repente ante mí.
– Basta -exclamó-. Dejadlo ya, todos…
Una ráfaga de poder -de Román o Helena, no lo sé- lanzó a Seth por los aires, contra la pared del fondo. Hice una mueca.
– ¿Cómo te atreves…? -Empezó Helena, con un destello de rabia en sus ojos azules-. Tú, un mortal, sin la menor idea de lo que eres…
Había empezado a moverme antes de que las palabras pudieran salir siquiera de su boca. Ver cómo castigaban a Seth desencadenó algo en mi interior, una respuesta airada la cual sabía que no serviría de nada, pero irreprimible igualmente. Me abalancé sobre Helena, adoptando la primera forma que se me pasó por la cabeza, sin duda gracias a haber visto antes a Aubrey: una tigresa.
La transformación duró sólo un segundo pero fue tremendamente dolorosa: mi cuerpo humano se expandió, mis pies y manos mutaron en zarpas pesadas. El factor sorpresa jugaba a mi favor, pero sólo por un momento; cargué sobre ella y derribé su cuerpo ligero al suelo.
Mi victoria fue efímera. Antes de poder hundirle los dientes en el cuello, una fuerza huracanada me arrancó de encima de ella para arrojarme contra la vitrina donde guardaba la porcelana. El impacto fue diez veces más intenso que el que nos había inmovilizado antes a Seth y a mí, y el dolor me hizo recuperar mi forma normal mientras los cristales se hacían añicos a mi espalda, provocando una lluvia de esquirlas a mí alrededor, cortándome la piel.
Me moví de nuevo, sabiendo que era inútil pero necesitando hacer algo, obsesionada con el afán de pelea. Me abalancé sobre Román esta vez, ordenándole a mi cuerpo que adoptara la forma de… en fin, ni siquiera sabía de qué. No tenía ninguna forma específica en mente, tan sólo rasgos: garras, colmillos, escamas, músculos. Veloz. Grande. Peligroso. Una criatura de pesadilla, un verdadero demonio escapado del infierno.
Ni siquiera llegué a acercarme al nefilim, sin embargo. Alguno de ellos se me anticipó, en pleno vuelo, y me repelió. Esta vez aterricé junto a Seth, que me observaba con los ojos desorbitados por el asombro y el terror. Me golpearon unos rayos de poder, haciéndome gritar de dolor, destrozándome todos los nervios. La piel de mi nueva forma me protegió tan sólo brevemente, antes de que el daño y el agotamiento me arrebataran el control de la transformación. Regresé a mi delgado cuerpo humano justo cuando otra red de poder me inmovilizaba en el sitio, asegurándose de que no pudiera volver a hacer nada.
Mi ataque con el cambio de forma había durado un minuto, y ahora me sentía completamente rendida y drenada de energía, agotadas por fin las reservas de Martin Miller. Bien por hacerse la valiente. Un nefilim podría borraros del mapa a cualquiera de vosotros sin ningún problema.
– Muy valiente, Georgina -se rió Román, enjugándose el sudor de la frente. También él había empleado una gran cantidad de poder, pero podía gastar mucho más que yo-. Valiente, pero estúpida. -Se acercó a mí, me miró de arriba abajo y sacudió la cabeza con amargura-. No sabes racionar tu energía. Te has agotado.
– Román… lo siento…
No hacía falta que me dijera cuan bajas eran mis reservas. Podía sentirlo. Mi energía no sólo estaba baja, sino agotada. Tenía el depósito vacío, por así decirlo. Me miré las manos y vi cómo mi apariencia parpadeaba ligeramente, temblando casi como un espejismo producido por el calor. Mala señal. Llevar el mismo cuerpo durante el tiempo suficiente, aunque no sea el original, se vuelve algo innato al cabo de unos pocos años, y ya hacía quince que usaba éste. Era mi segunda naturaleza. Lo consideraba mío propio; era al que regresaba siempre inconscientemente. Sin embargo, ahora debía esforzarme para conservarlo, para no regresar al cuerpo con el que había nacido. Mala señal… muy mala.
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