«Todos los días lucho para que no me alcance el pasado. Unas veces gano yo, otras él.»
– No tengo elección -repitió, con gesto desesperado-. Pero tú sí. Todavía quiero que vengas conmigo cuando termine.
Elección. Sí, podía elegir. Elegir entre él y Cárter. ¿O no? ¿Había algo que pudiera hacer para salvar a Cárter llegados a este punto? ¿Quería salvar a Cárter? Que yo supiera, Cárter había exterminado a incontables niños nefilim en el transcurso de los años en el nombre del bien. A lo mejor se merecía el castigo que Román quería infligirle. ¿Qué eran el bien y el mal, en realidad, salvo estúpidas categorías? Estúpidas categorías que restringían a las personas o las recompensaban según cómo respondieran a sus propias naturalezas, naturalezas sobre las que en realidad no poseían ningún control.
Román tenía razón. El sistema era defectuoso. Sencillamente no sabía qué hacer al respecto.
Lo que necesitaba era tiempo. Tiempo para pensar en todo esto, tiempo para dilucidar la manera de salvar al ángel y al nefilim, si es que semejante proeza era posible. No sabía cómo conseguir ese tiempo, sin embargo, con Román ahí plantado mirándome fijamente, entusiasmado con su romántica idea de fugarnos juntos.
Tiempo. Necesitaba tiempo y no tenía ni idea de cómo conseguirlo. No poseía ningún poder que resultara útil en una situación como ésta. Si Román decidía que yo era una amenaza, no podría hacerle frente. Un nefilim podría borraros del mapa a cualquiera de vosotros sin ningún problema. No podía mover hilos ni tirar de contactos divinos como Hugh, no tenía los reflejos ni la fuerza sobrehumana de Cody y Pete, Era un súcubo. Cambiaba de forma y practicaba el sexo con los hombres. Eso era todo.
Eso era todo.
¿Y bien? -Preguntó suavemente Román-. ¿Qué opinas? ¿Vendrás conmigo?
– No lo sé -respondí, agachando la cabeza-. Tengo miedo. – Una fina nota trémula impregnaba mi voz.
Volvió mi rostro hacia el suyo, visiblemente preocupado.
– ¿Miedo de qué?
Lo miré con los ojos entrecerrados, en un gesto tímido. Vulnerable, incluso. Difícil de resistir. O eso esperaba.
– De… de ellos. Quiero hacerlo… pero no creo… no creo que podamos ser libres nunca. No puedes esconderte de ellos, Román. No eternamente.
– Podemos -susurró, rodeándome con los brazos, emocionado por mi temor. No me resistí en absoluto, sino que permití que aplastara el cuerpo contra mí-. Ya te lo he dicho. Puedo protegerte. Mañana encontraré al ángel, y pasado mañana nos iremos. Así de fácil.
– Román… -Lo miré fijamente, con los ojos muy abiertos, la expresión de alguien abrumado por alguna emoción. Esperanza, tal vez. Pasión. Asombro. Vi mi gesto reflejado en el suyo, y cuando se agachó para besarme, esta vez no se lo impedí. Le devolví el beso, incluso. Hacía mucho tiempo que no besaba a nadie simplemente por el placer de besar, por sentir su lengua introduciéndose delicadamente en mi boca, sus labios acariciando los míos mientras sus manos me aferraban con fuerza contra él.
Podría haber besado así eternamente, gozando de la sensación física, ajena al instinto de supervivencia de súcubo. Era magnífico. Embriagador, incluso. No había temor. Román quería hacer algo más que besarme, sin embargo, y cuando me empujó al suelo, directamente encima de la alfombra de mi salón, tampoco hice nada por impedírselo.
Su cuerpo ardía visiblemente de anhelo. Sin embargo, se movía cuidadosa y lentamente sobre mí, haciendo gala de un autocontrol que me sorprendió e impresionó. Me había acostado con tantos tipos que se rendían inmediatamente a sus necesidades que era verdaderamente asombroso estar con alguien aparentemente preocupado por mi satisfacción.
De ninguna manera pensaba quejarme.
Mantuvo su cuerpo contra el mío, por lo que no había espacio entre nosotros mientras seguía besándome. Después de un momento pasó de mi boca a mi oreja, trazando su contorno con la lengua y los labios antes de pasar al cuello. El cuello siempre había sido una de mis zonas más erógenas, y exhalé un suspiro tembloroso cuando aquella lengua tan diestra acarició delicadamente la piel sensible, erizándome el vello. Arqueé mi cuerpo contra el suyo, indicándole que podía acelerar las cosas si quería, pero no parecía tener ninguna prisa.
Bajó, siguió bajando, besándome los pechos a través de la delicada seda de mi camisa hasta dejar la tela húmeda, ceñida a mis pezones. Al mismo tiempo, deslizó también mi falda hacia abajo, hasta dejarme únicamente con las bragas. Concentrado aún en mis senos, sin embargo, siguió besándolos y acariciándolos, alternando besos suaves como plumas con bruscos mordiscos que amenazaban con dejarme marcas moradas. Descendió al fin, pasando la lengua por la piel tersa de mi estómago, deteniéndose cuando llegó por último a mis muslos.
Entretanto, yo enloquecía, febril y desesperada por tocar su cuerpo a cambio. Pero cuando lo busqué, apresó delicadamente mis muñecas contra el suelo.
– Todavía no -me regañó.
Supongo que era lo mejor, dado que supuestamente mi intención era hacer algo con el tiempo. Ganarlo, ¿no era eso? Sí, eso era. Estaba ganando tiempo para poder pensar en algún plan. Un plan en el que pensaría… más tarde.
– Magenta -observó, acariciándome las bragas con los dedos. Eran diminutas, una colección apenas de tiras de encaje y tela transparente-. ¿Quién lo hubiera adivinado?
– Casi nunca me pongo nada de color rosa ni magenta -reconocí-, pero por algún motivo me encanta la lencería en esos tonos. Y negra, naturalmente.
– Te queda bien. Puedes crearlas con el cambio de forma cuando quieras, ¿verdad?
– Sí, ¿por qué?
Alargó una mano y, de un solo gesto diestro, me las arrancó.
– Porque están en mi camino.
Se agachó, me separó los muslos y enterró el rostro entre ellos. Su lengua trazó lentamente el perfil de mis labios antes de estirarse para acariciarme el clítoris, encendido e hinchado. Gimiendo, levanté las caderas y las aplasté contra él, intentando satisfacer más de mi abrasadora necesidad. Una vez más, me empujó contra el suelo, tomándose su tiempo, dibujando círculos con la lengua y provocándome, conduciéndome a cotas de placer aparentemente infinitas. Cada vez que parecía estar a punto de alcanzar el clímax, se contenía y bajaba la lengua, sondeando mi interior, cada vez más húmedo.
Cuando por fin permitió que me corriera, lo hice gritando ferozmente, sacudido prácticamente mi cuerpo por descargas eléctricas mientras él me sujetaba y continuaba lamiendo y chupando, impasible ante mis espasmos. A esas alturas estaba tan sensibilizada y mareada que su contacto era casi insoportable. Oí mi voz rogándole que se detuviera, mientras me provocaba otro orgasmo.
Satisfecho, me soltó y se apartó, contemplándome mientras aminoraban los dichosos espasmos de mi cuerpo. Entre nosotros, se quitó la ropa en apenas dos segundos y aplastó su cuerpo contra el mío, fusionando las pieles desnudas. Cuando mis manos se deslizaron hacia bajo para agarrar y acariciar su erección, suspiró con un goce palpable.
– Dios, Georgina -exhaló, clavados sus ojos en los míos-. Dios. No te imaginas cuánto te deseo.
¿No?
Lo guié hasta mi interior, deslizándolo dentro. Mi cuerpo se abrió para él, dándole la bienvenida como si fuera una parte de mí que hubiera echado en falta, y comenzó a entrar y salir de mí con movimientos largos y controlados, observando mi rostro y estudiando el efecto de cada cambio de ángulo y ritmo.
Estoy haciendo tiempo, pensé calculadoramente, pero cuando me aplastó las muñecas contra el suelo, reclamando el control de mi cuerpo con cada embestida, supe que me mentía a mí misma. Esto era algo más que una simple distracción para avisar a Jerome y a Cárter. Esto era por mí. Era egoísta. Deseaba continuamente a Román desde hacía semanas, y ahora por fin lo tenía. No sólo eso, sino que era tal y como él había dicho: no se trataba de la supervivencia, sólo del placer. Había tenido sexo antes con otros inmortales, pero no desde hacía algún tiempo. Se me había olvidado lo que era no tener los pensamientos de otra persona en mi cabeza, regodearme únicamente en mis propias sensaciones.
Читать дальше