– Pero bien que me vapuleó -señalé.
– Lo siento. Creo que la sacaste de sus casillas.
– Si ni siquiera la conozco -exclamé, preguntándome qué era peor: si un nefilim enamorado de mí, o uno furioso conmigo.
Sonrió.
– Yo no estaría tan seguro. -Alargó la mano para tocarme, como si nada, y retrocedí. Su sonrisa se tambaleó-. ¿Qué pasa ahora?
– ¿Qué quieres decir? ¿Crees que puedes soltarme todo esto y esperar que las cosas sigan como si nada hubiera ocurrido entre nosotros?
– Bueno, ¿por qué no? Confiésalo, ¿qué otras preocupaciones te quedan? -Abrí la boca para protestar, pero prosiguió antes de que yo pudiera decir nada-: Ya te lo he dicho, no quiero hacerte daño ni a ti ni a tus amigos. La única persona que queda en mi lista es alguien que ni siquiera conoces ni te importa. Eso es todo. Fin de la historia.
– ¿Ah, sí? ¿Y luego qué? Cuando mates a Cárter. Se encogió de hombros.
– Me iré. Buscaré un sitio donde pasar una temporada. Probablemente volveré a dar clase. -Se inclinó sobre mí, sosteniéndome la mirada-. Podrías acompañarme, ¿sabes?
– ¿Cómo?
– Piénsalo. -Hablaba animadamente, cada vez más emocionado a cada palabra-. Tú y yo. Podrías sentar la cabeza y hacer todas las cosas que te gustan… los libros, bailar… sin politiqueos inmortales que te compliquen la vida.
Solté un bufido.
– Lo dudo. Como si pudiera dejar de ser un súcubo. Todavía necesito el sexo para sobrevivir.
– Sí, sí, sé que seguirías teniendo que buscar víctimas de vez en cuando, pero piensa en el resto del tiempo. Tú y yo. Juntos. Estar con alguien sólo por placer, no por necesidad. Sin superiores que te presionen para cumplir el cupo.
Pensé en Seth en ese momento, y una parte de mí se preguntó cómo sería estar con él «sólo por placer».
Cuando volví a la dura realidad, le dije a Román:
– No puedo largarme sin más. Seattle es mi puesto. Tengo que responder ante mis superiores; no me dejarían marchar.
Me enmarcó el rostro en las manos y susurró:
– Georgina, Georgina. Yo puedo protegerte de ellos. Tengo el poder para esconderte. Puedes hacer tu propia vida. Se acabó el responder ante la burocracia. Podemos ser libres.
Aquellos ojos hipnóticos me tenían atrapada como un pez que ha picado el anzuelo. Durante siglos, había soportado la inmortalidad dolorosamente sola, saltando de una relación efímera a otra, cortando cualquier conexión que se volviera demasiado profunda. Ahora, Román estaba aquí. Me sentía atraída por él, y no hacía falta que lo alejara de mí. No podía hacerle daño mediante el contacto físico. Podíamos estar juntos. Podíamos despertarnos juntos. Podíamos pasar la eternidad juntos. No tenía por qué volver a estar sola nunca más.
Una oleada de anhelo creció en mi interior. Lo deseaba. Dios, cómo lo deseaba. No quería seguir escuchando las broncas de Jerome por mi política de seducción de miserables únicamente. Quería llegar a casa y poder contarle a alguien cómo me había ido el día. Quería salir a bailar los fines de semana. Quería ir de vacaciones con alguien. Quería que alguien me abrazara cuando estuviera triste, cuando los vaivenes del mundo me llevaran al límite.
Quería alguien a quien amar.
Sus palabras me abrasaban el alma, me traspasaban el corazón. Sabía, sin embargo, que sólo eran eso: palabras. La eternidad es mucho tiempo; no podríamos escondernos para siempre. Tarde o temprano nos encontrarían, o cuando Román fuera destruido finalmente en una de sus misiones «de protesta», me quedaría expuesta y debería responder ante muchos demonios furiosos. Lo que me ofrecía era un sueño infantil, una fantasía impracticable condenada de antemano al fracaso.
Más aún, huir con Román significaría validar el resultado de su demencial plan. Lógicamente, entendía su angustia y su deseo de contraatacar. Lo sentía por su hermana -aunque ella, inexplicablemente, me odiara-, que sólo deseaba tener una vida normal. Había visto matanzas y derramamientos de sangre a lo largo de los años, la extinción de poblaciones enteras cuyos nombres y culturas ya no recuerda nadie. Vivir con eso una y otra vez a lo largo de los milenios, estar huyendo continuamente, tener que ocultarse únicamente por un accidente de nacimiento… sí, puede que yo también estuviera cabreada.
Sin embargo, seguía sin ver que ésa fuera razón suficiente para el asesinato aleatorio de inmortales, tan sólo para «darles una lección». El hecho de que conociera personalmente a estos inmortales empeoraba las cosas. La actitud de Cárter aún me enervaba, cierto, pero me había salvado la vida, y los días que había pasado con él tampoco habían sido tan insoportables. En todo caso, Román debería elogiar al ángel. La principal queja del nefilim era que los inmortales estaban encasillados en unos juegos arcaicos de roles y reglas, pero Cárter había roto el molde: un ángel que decía confraternizar con sus enemigos potenciales. Jerome y él ejemplificaban la clase de estilo de vida rebelde e inconformista que Román defendía.
Lástima que eso no pareciera suficiente para disuadir al nefilim. Me pregunté si yo sería capaz.
– No -le dije-. No puedo hacerlo. Y tú tampoco tienes por qué.
– ¿Hacer qué?
– Este complot. Matar a Cárter. Sencillamente olvídalo. Olvídate de todo. La violencia sólo engendra más violencia, nunca la paz.
– Lo siento, cariño. No puedo. No hay paz para los de mi clase. Estiré el brazo y le acaricié el rostro.
– Me llamas cariño, ¿pero lo dices en serio? ¿Me quieres?
Jadeó, y comprendí de repente que mis ojos podían hipnotizarlo tanto como los suyos a mí.
– Sí. Te quiero.
– Entonces haz esto por mí. Vete. Márchate de Seattle. Yo… me iré contigo si lo haces.
No sabía que hablaba en serio hasta que las palabras escaparon de mis labios. Huir era una fantasía infantil, cierto, pero merecería la pena si así evitaba lo que se avecinaba.
– ¿De veras?
– Sí. Siempre y cuando puedas mantenerme a salvo.
– Puedo hacerlo, pero…
Se apartó de mí y deambuló de un lado para otro, pasándose una mano por el pelo con gesto de consternación.
– No puedo irme -dijo por fin-. Haría cualquier cosa por ti, menos esto. No te imaginas cómo es. ¿Crees que la inmortalidad ha sido cruel contigo? Piensa lo que es estar siempre huyendo, mirar siempre por encima del hombro. Me cuesta tanto sentar la cabeza como a ti. Gracias a Dios por mi hermana. Es lo único que tengo, la única constante en mi vida. La única a la que quería… hasta que te conocí a ti, al menos.
– Puede venir con nosotros…
Cerró los ojos.
– Georgina, cuando mi madre aún estaba con vida… hace milenios… vivíamos en un campamento con algunos de los otros nefilim y sus madres. Siempre estábamos corriendo, intentando mantener las distancias con nuestros perseguidores. Una noche… no se me olvidará jamás. Nos encontraron, y juro que ni el mismo Armagedón podría ser tan terrible. Ni siquiera sé quién lo hizo… ángeles, demonios, no lo sé. Quiero decir, en el fondo, todos son iguales. Bellos y monstruosos.
– Sí -susurré-. Los he visto.
– Entonces ya sabes de lo que son capaces. Irrumpieron y los aniquilaron a todos. Indiscriminadamente. Niños nefilim. Humanos. Todo el mundo era un objetivo.
– ¿Pero vosotros escapasteis?
– Sí. Tuvimos suerte. Al contrario que la mayoría. -Se giró para mirarme. Su dolor me daba ganas de llorar-. ¿Lo entiendes ahora? ¿Ves por qué tengo que hacer esto?
– Así sólo prolongas el baño de sangre.
– Lo sé, Georgina. Por el amor de Dios, ya lo sé. Pero no tengo elección.
Vi en su rostro entonces que odiaba formar parte de ese derramamiento de sangre, parte de la misma conducta destructiva que había asolado su niñez. Pero también veía que estaba ligado inextricablemente a ello. No podía evitarlo. Había vivido demasiado tiempo, mucho más que yo. Los años de miedo, rabia y sangre lo habían retorcido. No le quedaba más remedio que desempeñar su papel.
Читать дальше