Nos movíamos con una cadencia ensayada, como si nuestros cuerpos hicieran esto todos los días. Los vaivenes controlados se volvieron más salvajes, menos precisos. Me penetraba cada vez con más brío y ferocidad, como si pretendiera traspasarme hasta el suelo. Alguien estaba armando un alboroto considerable, y comprendí que era yo. Estaba perdiendo el sentido de lo que me rodeaba, dejando de pensar coherentemente. Sólo existía la respuesta de mi cuerpo, la fuerza creciente que me consumía y me abrasaba, haciéndome exigir más. Ansiaba culminar y le urgí a ello, levantando el cuerpo contra el suyo y apretando los músculos a su alrededor.
Jadeó al sentir mi presión. Sus ojos ardían con una pasión casi primitiva.
– Quiero ver cómo te corres otra vez -jadeó-. Córrete para mí.
Por el motivo que fuera, sólo hizo falta esa orden para rematarme, para arrojarme por el precipicio de aquel éxtasis vertiginoso. Grité con más fuerza, con la voz ronca. No sé cuál era mi expresión, pero bastó para empujarlo a su propio final. No emitió ningún sonido cuando sus labios se entreabrieron, pero cerró los ojos y se mantuvo dentro de mí tras una última embestida bestial, estremeciéndose de placer.
Cuando terminó, trémulo aún el cuerpo con la intensidad del orgasmo, rodó fuera de mí hasta quedarse de espaldas, sudoroso y satisfecho. Me volví hacia él, extendiendo mis dedos sobre su torso, admirando los músculos fibrosos y la piel bronceada de su cuerpo.
– Qué hermoso eres -le dije, metiéndome un pezón en la boca.
– Tú tampoco estás mal -murmuró, acariciándome el cabello. También mi cuerpo estaba perlado de sudor, lo que hacía que algunos mechones se rizaran más de lo habitual a causa de la humedad-. ¿Ésta eres tú? ¿Tú verdadera forma?
Sacudí la cabeza, sorprendida por su pregunta. Subí los labios a su cuello.
– Sólo he lucido ese cuerpo una vez desde que me convertí en súcubo. Hace mucho tiempo. -Entre beso y beso, le pregunté-: ¿Quieres algo distinto? Puedo ser todo lo que desees, ¿sabes?
Sonrió, exhibiendo aquellos dientes tan blancos.
– Una de las ventajas de ser súcubo, sin duda. -Se sentó, me cogió en brazos y se puso de pie, tambaleándose ligeramente con el peso añadido-. Pero no. Pregúntamelo dentro de un siglo, tal vez, y quizá mi respuesta sea distinta. Por ahora, me queda mucho que aprender de este cuerpo.
Me llevó al dormitorio, donde hicimos el amor de forma ligeramente más pausada y civilizada, entrelazándose nuestros cuerpos como lenguas de fuego líquido. Una vez satisfecho el animalismo inicial, nos demoramos ahora, explorando las distintas maneras en que respondía el cuerpo del otro. Pasamos la mayor parte de la noche repitiendo el mismo patrón: despacio y con cariño, deprisa y con furia, descanso, y a repetir. El cansancio me venció en algún momento alrededor de las tres y por fin me rendí al sueño, apoyando la cabeza en su pecho, ignorando las preocupaciones que bullían en el fondo de mi pensamiento.
Me desperté pocas horas después, sentándome de golpe cuando los hechos de la noche anterior cayeron sobre mí con todo su peso. Me había dormido en los brazos de un nefilim. Para que luego hablen de vulnerabilidades. Sin embargo… aquí estaba, aún con vida. Román yacía a mi lado, cálido y acogedor, con Aubrey a sus pies. Los dos me miraron con ojos guiñados y adormilados, extrañados por la brusquedad de mi movimiento.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, conteniendo un bostezo.
– N-nada -le aseguré. Al margen de la pasión, me descubrí capaz de pensar con más claridad. ¿Qué había hecho? Puede que acostarme con Román me hubiera ganado algo de tiempo, pero no estaba más cerca de encontrar una salida a esta situación demencia!
Allí tendida, al ver los narcisos de Cárter, tomé una decisión. Las flores en sí sólo habían sido parte de un pequeño gesto, pero había algo en ellas que me hacía comprender que no podía quedarme sentada y dejar que Román asesinara a Cárter. Debía actuar, sin pensar en el riesgo, sin pensar en la posibilidad del fracaso. Todos tenemos momentos de debilidad. Lo que cuenta realmente es cómo nos recuperamos de ellos.
Daba igual que amara al nefilim y odiara al ángel, nada de lo cual era enteramente cierto. Se trataba de mí, de la clase de persona que era realmente. Me había pasado siglos cazando hombres para sobrevivir, a menudo con efectos devastadores, pero no podía ser cómplice de un crimen premeditado, por noble que fuera la causa. No había llegado a esa etapa de mi vida. Todavía no.
Parpadeé para contener las lágrimas, abrumada por lo que debía hacer. Lo que debía hacerle a Román.
– Pues vuelve a dormirte -murmuró, pasando una mano por mi cuerpo, desde la cintura hasta el muslo.
Sí, sabía lo que tenía que hacer. Era un plan desesperado, en absoluto infalible, pero no se me ocurría otra cosa para aprovechar que Román había bajado la guardia.
– No puedo -le expliqué, empezando a levantarme de la cama-. Tengo que trabajar.
Abrió un poco más los ojos.
– ¿Qué? ¿Cuándo?
– Me toca abrir. Tengo que estar allí dentro de media hora.
Se sentó, apenado.
– ¿Trabajarás todo el día?
– Sí.
– Aún hay un par de cosas que quería hacer contigo -murmuró, rodeándome la cintura con un brazo para atraerme hacia él, cubriéndome un seno con la mano.
Me apoyé en él, fingiéndome arrebatada por la pasión. Vale, no estaba fingiendo exactamente.
– Mmm… -Acerqué mi cara a la suya, rozándonos los labios-. Podría llamar y decir que estoy enferma… aunque no se lo creerán. Nunca me pongo mala, y lo saben.
– Que se jodan -murmuró, empujándome contra la cama, cada vez más atrevidas sus manos-. Que se jodan ellos para que podamos joder nosotros.
– Pues deja que me levante -me reí-. No puedo ponerme al teléfono así.
Me soltó a regañadientes, y me levanté de la cama, dirigiéndole una sonrisa por encima del hombro. Me observó con avidez, como un gato que evalúa a su presa. Sinceramente, me gustaba.
El deseo pronto dio paso a la aprensión cuando entré en la sala de estar y cogí el teléfono inalámbrico. Había dejado todas las puertas abiertas, actuando con toda la calma y tranquilidad posibles, para no darle motivos de alarma a Román. A sabiendas de que probablemente podría oírme en la sala, ensayé mentalmente mis palabras mientras marcaba el número del móvil de Jerome.
Como de costumbre, sin embargo, el demonio no respondió. Maldito fuera. ¿De qué servía nuestro enlace si no podía usarlo a voluntad? En previsión, había pensado en otra posibilidad: Hugh. Si saltaba el buzón de voz de su móvil, se me habría agotado la suerte. No podría salir adelante con mi plan si tenía que llamar a su oficina y sortear su arsenal de secretarias.
– Al habla Hugh Mitchell.
– Hola, Doug, soy Georgina.
Pausa.
– ¿Acabas de llamarme Doug?
– Mira, no puedo entrar hoy. Creo que he pillado ese virus que anda suelto por ahí.
Román salió del dormitorio, y le sonreí mientras se dirigía a mi frigorífico. Mientras tanto, Hugh intentaba encontrarle algún sentido a mi sinsentido.
– Esto, Georgina… me parece que te has equivocado de número.
– No, hablo en serio, Doug, así que no te hagas el listo conmigo. No puedo entrar a trabajar, ¿vale?
Silencio sepulcral. Al cabo, Hugh preguntó:
– Georgina, ¿estás bien?
– No. Ya te lo he dicho. Mira, ¿te importaría correr la voz?
– Georgina, ¿qué oc…?
– Vale, seguro que se te ocurre algo -continué-, pero tendrá que ser sin mí. Intentaré estar ahí mañana.
Colgué y miré a Román, sacudiendo la cabeza.
– Tenía que ponerse Doug. Definitivamente no me ha creído.
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