Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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Por su parte, el Tuerto le había hablado de la Profecía del Oráculo y de la última gran batalla de la Era Antigua, cuando Surt el Destructor se había unido al Caos y ambos habían marchado hacia Ásgard para enfrentarse a los dioses mientras los ejércitos de los muertos, en sus flotas de ataúdes marinos, navegaban contra ellos en el Inframundo.

En aquella vasta extensión, a muchas brazas de profundidad, sumergidos en un mar de sangre y encantamientos, habían perecido los dioses: Odín, el último General, devorado por el lobo Fénrir; Tor el Tonante, víctima de la ponzoña de la Serpiente de los Mundos; Tyr el Armado, Héimdal el de los dientes de oro, Frey el Cosechador, Loki…

«¿Por qué perecieron si eran dioses? -le había preguntado Maddy-. ¿Cómo es que murieron?»

«Todo muere», había replicado el Tuerto con un encogimiento de hombros.

Sin embargo, debajo de la colina, Loki pasó a contarle una historia bien diferente, según la cual los dioses caídos no habían sido destruidos, sino que habían permanecido, debilitados, destrozados, errantes, pero en ningún momento habían perdido la esperanza de volver, ni siquiera cuando el Caos barrió los Nueve Mundos, llevándoselo todo a su paso.

El nuevo Orden se impuso con el transcurso de los años y procedió a erigir sus templos sobre las ruinas de los manantiales, los túmulos y las piedras alzadas que antaño estuvieron consagradas a la vieja fe. Incluso las historias fueron proscritas. «No hay ni un pelo de diferencia entre ser olvidado y estar muerto», como solía decir Nan la Loca. La pujanza del Orden había terminado por pisotear las viejas costumbres hasta que casi cayeron en el olvido.

– Al final, nada permanece para siempre -comentó el as con alegría-. Los tiempos cambian, las naciones van y vienen, y el mundo da sus vueltas del mismo modo que el mar tiene sus mareas.

– Eso era lo que decía el Tuerto.

– Un mar sin mareas se quedaría estancado -siguió Loki-, del mismo modo que se anquilosa y muere un mundo sin cambios. Incluso el Orden necesita un poco de Caos, y hasta Odín sabía eso cuando me llevó con él, y ambos juramos que seríamos hermanos. Los demás æsir no lo entendieron. No querían tener nada que ver conmigo desde el principio.

»Decían que llevaba el Caos en la sangre, pero eso sí, estaban la mar de contentos de utilizar mis talentos cuando les venía bien. Despreciaban el engaño, odiaban las mentiras, pero les alegraba disfrutar de los frutos de esas cosas. -Maddy asintió, sabía lo que quería decir. Sabía lo que era ser un intruso con la sangre sucia al que le echaban siempre las culpas de todo, pero al que no se le agradecía nada. Ah, sí. Eso sí que lo entendía de verdad-. Odín sabía a la perfección lo que yo era cuando me llevó con él -continuó Loki-. El fuego desatado no puede domarse. Por tanto, ¿qué importancia podía tener que me soltara el pelo en un par de ocasiones?

»Les salvé el pellejo más veces de lo que ellos mismos creen, pero nadie me lo ha agradecido. Así pues, al final, ¿quién traicionó a quién? -El Embaucador exhibió de nuevo esa sonrisa suya, quebrada y extrañamente encantadora-. ¿Acaso era culpa mía que de vez en cuando me saliera de madre? Todo lo que hice siempre fue seguir mi naturaleza, pero a veces hay accidentes. Algo salió mal y bueno, quizá me animé un poco más de la cuenta y causé un conflicto pequeño y perfectamente comprensible en un momento difícil. Y de pronto, los viejos amigos ya no lo parecían tanto, de modo que empecé a pensar que sería buena idea quitarme de en medio hasta que se pasara el revuelo, pero vinieron a por mí y me administraron una buena dosis de su burda venganza. Imagino que habrás oído la historia.

– Más o menos -repuso Maddy, que había oído una versión algo distinta-. Más bien pensé, o sea, quiero decir, que escuché que habías asesinado a Bálder el Bello.

– Yo no lo hice -replicó Loki con brusquedad, enojado-. Bueno, al menos nadie ha probado que lo hiciera. ¿Qué ha sido de la presunción de inocencia? Además, se suponía que él era invulnerable, ¿acaso es culpa mía que no lo fuera? -El rostro del Embaucador se oscureció de nuevo y los ojos mostraron un brillo malévolo-. Odín podría haberlos detenido -dijo-. Él era el General, le habrían escuchado, pero era débil. Presentía el fin inminente y sabía que necesitaba tener a todos los suyos de su lado, por lo que el tuerto se hizo el ciego, y perdona el juego de palabras, cuando me dejó en manos de mis enemigos.

Maddy asintió. Conocía la historia, al menos en parte. Estaba al tanto de cómo los æsir le habían dejado encadenado a una roca y cómo Skadi la Cazadora, que siempre le había odiado, había colocado una serpiente de modo que destilara el veneno en su rostro; y cómo también su suerte había sido adversa desde ese día hasta el Fin del Mundo; y finalmente, cómo Loki se había liberado en la víspera de la batalla para representar su papel en la destrucción subsiguiente.

No lo lamentaba, hablando con claridad. Le había dicho casi lo mismo que él le había contado a Maddy sobre la última resistencia que ofrecieron los æsir, en la contienda que el Tuerto había denominado Ragnarók.

– Quizá podría haberlos salvado si hubieran estado a mi lado al final y, ¿quién sabe? incluso podría haberle dado la vuelta a la batalla, pero ellos ya habían tomado su decisión. El también lo había hecho. Y así fue como el mundo acabó; y aquí estamos los restos, escondidos en cuevas o trapicheando con ensalmos mientras intentamos descubrir qué es lo que ha ido mal.

Maddy asintió. La voz del Tuerto en su mente le avisaba de que éste era Loki - Loki- y que lo que podía esperar era ser hechizada, adulada o engañada en el momento en que bajara la guardia. Recordaba al Tuerto diciéndole que el encanto fluye con facilidad de los hijos del Caos y decidió no tomar a pie juntillas nada de lo que él le contara…

…pero la historia de Loki tenía el peligro de ser plausible y explicaba muchas cosas que el Tuerto se había negado a contarle, aunque algunas de ellas todavía se le hacían difíciles de digerir, y esa verborrea suya en la que presentaba a los dioses como si fueran seres humanos -vulnerables, falibles, acosados- era especialmente difícil de aceptar después de haber crecido con los cuentos de los videntes y haberse acostumbrado a pensar en ellos como amigos. Había soñado con ellos en lo más profundo de su corazón, pero ni siquiera en sus más desatadas imaginaciones había pensado que se encontraría con uno alguna vez, que hablaría con él como si fuera un igual, que tocaría a un ser que había vivido en Ásgard y tenerle allí, enfrente de ella, con un verdugón de aspecto más que humano en el puente de la nariz, un verdugón causado por su propio rayo mental…

– Así pues, ¿eres… inmortal? -preguntó al final.

– Todo perece -replicó él, sacudiendo la cabeza-. Algunas cosas duran más que otras, eso es todo. Y todo ha de cambiar para poder sobrevivir. ¿Por qué crees que llevo mi magia invertida? ¿Y por qué también la lleva así Odín, ya que estamos?

Maddy echó una ojeada a la runiforma de su brazo. Kaen, el Fuego Desatado, todavía brillaba allí, de color violeta sobre su piel pálida. Un signo poderoso, incluso invertido, y Maddy lo había usado lo suficiente para saber que debía respetar a su portador y también desconfiar de él.

– ¿Y cómo invertiste tu magia?

– De una forma muy dolorosa -contestó él.

– Oh -exclamó Maddy, y se hizo una pausa-. Bueno, y ¿qué es lo que hay de los ígneos? ígneos, furias, como sea.

– Bueno, ahora todos somos furias -repuso con un encogimiento de hombros-. Como cualquier otra cosa que haya sido tocada por el Fuego. O demonios, como diría tu párroco. No supone novedad alguna para mí, claro, te habitúas cuando eres un hijo del Caos, pero el General debe de llevarlo peor, él que ha sido un partidario acérrimo de la Ley y el Orden. -Sonrió-. Debe de ser difícil para él aceptar esto, a los nuevos dioses al menos; para el Orden, simplemente ahora es el enemigo.

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