Margaret Weis - La guerra de los enanos

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Sintió el archimago la mano de Caramon en su muñeca. Disgustado, trató de desembarazarse de aquella garra, pero fue inútil, los dedos que le apresaban eran poderosos.

—Restitúyeme el ingenio, Raistlin, y volvamos a casa —le exhortó el hombretón.

El aludido escrutó a su hermano, olvidada la cólera en favor del asombro.

—¿Cómo has dicho? —quiso cerciorarse.

—Volvamos a casa —repitió su ofrecimiento el luchador.

El hechicero estalló en desdeñosas carcajadas, y espetó a su gemelo:

—¡Eres un sentimental, tu altruismo raya en la estulticia! A estas alturas, ya debes saber lo que hecho. No dudo que el kender te habrá relatado el episodio del gnomo y mi traición hacia ti. Eres consciente de que te habría abandonado a los dewar, a tu decapitación, y todavía pretendes que te siga.

—Te pido que me acompañes porque las aguas de la maldad se cierran sobre tu cabeza, Raistlin —contestó el otro sin soltar la mano del mago.

Posó la vista en su propia mano, que, fuerte, bruñida por el sol, aferraba a aquella criatura de huesos más frágiles que los de un pájaro, de piel tan blanca y delgada que casi parecía transparente. Incluso imaginó que, de proponérselo, podría divisar la palpitación de la sangre en sus azuladas venas.

—Mis dedos sobre tu muñeca, eso es todo cuanto nos queda —sentenció. Hizo una pausa y, cavernoso su timbre a causa de la pena, continuó—: Nada puede borrar lo que has hecho, Raist. Nunca más reinará la concordia entre nosotros. Se han abierto mis ojos. Ahora te conozco tal como eres.

—Entonces, ¿por qué quieres que vaya contigo? Te bastaría con activar el artilugio arcano, no precisas de mí para regresar —le recordó el archimago y, hundiendo el brazo libre en uno de sus bolsillos secretos, extrajo el colgante y se lo dio.

—Podría aprender a vivir con la constancia de tu vileza y tu capacidad para hacer el mal —declaró el hombretón, prendiendo sus pupilas de aquellos pozos de negrura—. Tu caso es peor, Raistlin, pues has de convivir contigo mismo, y supongo que la aceptación de tu pervertido carácter debe convertirse en una insoportable pesadilla en esas horas de la noche en que te enfrentas a tu propia desnudez.

Raistlin no despegó los labios. Su rostro era una máscara impenetrable, ilegible, mientras observaba cómo su hermano embutía el ingenio en su cinto.

Caramon tragó saliva, deseoso de que con ella desapareciera el sabor a hiel. Apretó su zarpa, más ineludible que la de la muerte, y reanudó su discurso.

—Sin embargo, hay algo sobre lo que conviene que medites. A lo largo de tu vida has tenido momentos generosos, quizá más que todos nosotros. Es cierto que yo he ayudado a mis semejantes, pero es fácil hacerlo cuando se recibe el reconocimiento de aquellos a los que se ha socorrido. Tú, en cambio, has auxiliado a quienes sólo te devolvían burlas y reproches, a quienes menos lo merecían. Has protegido a los demás en situaciones desesperadas, en las que tus servicios caían en el desierto. Aún te resta un resquicio de bondad, Raistlin, que a la larga podría paliar el influjo de ese aspecto negativo de tu naturaleza. Abandona tu proyecto, ven a casa.

«Ven a casa…, ven a casa». El archimago entornó los párpados, el dolor que hostigaba su corazón era apenas resistible. Movió los dedos de la mano que no atenazaba su gemelo y rozó con sus delicadas yemas el dorso de aquella familiar manaza, tan suave su tacto como las patas de una araña. En la frontera de lo real, oyó las fervorosas oraciones de Crysania. La reconfortante luz que dimanaba la sacerdotisa le hizo pestañear. «Ven a casa».

Cuando Raistlin habló, su voz había asumido una suavidad mayor que la textura de su epidermis.

—Tu ingenuidad, hermano, te impide concebir los crímenes que empañan mi alma. Si te los revelara, me volverías la espalda lleno de aversión, de odio. Y has acertado —admitió, trémulo su acento—; en la soledad nocturna, reniego de mí mismo. Tal es mi espanto, que no aguanto mi propia presencia.

Abriendo los ojos, sometió a su oyente a uno de aquellos intensos escrutinios que le caracterizaban.

—Pero he de confesarte —prosiguió— que todos los actos reprobables que perpetré fueron intencionados. Y me aguardan otros peores, atrocidades que llevaré a cabo con plena conciencia.

Se interrumpió y miró a Crysania que, en el Portal, absorta en su comunión con Paladine, vibraba en la resplandeciente aura de su hermosura y su poder. Caramon le imitó, y se ensombreció su ceño al adivinar que Raistlin se refería a ella al augurar nuevas iniquidades.

—Sí, hermano, la sacerdotisa entrará conmigo en el Abismo —ratificó el hechicero—. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.

»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate; es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.

»Pero, yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tundida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré. Aceleraré la marcha hacia mi objetivo, fortalecido merced a la sangre que ella habrá derramado en mi nombre».

Colocándose de perfil, levantó de nuevo la mano con la palma hacia fuera y, puesta ahora la vista en la cabeza que se silueteaba en el arco del Portal, masculló su segundo himno.

Dragón Blanco, de este mundo al otro, mi voz exulta de vida .

Presa del pavor y de una revulsión asfixiante, el guerrero contempló de hito en hito el acceso a Crysania. Mas no cesó de estrujar el brazo de su hermano, no renunció a su afán de convencerle. Sintió que el enteco brazo se retorcía bajo su asimiento, y no obstante, vaciló. Era la oportunidad que acechaba Raistlin: aprovechando el momentáneo titubeo de su aprehensor, trazó un sesgo rápido, ágil, con la mano, y destelló el acero de un daga de plata que, surgida de su manga, pellizcó el cuello del hombretón en el punto donde se abultaba la yugular.

—Suéltame, hermano —ordenó el nigromante.

Aunque no ejerció mayor presión con su daga, manó la sangre, una savia vital que no brotaba de la carne, sino del alma. Limpia, diestramente, el filo cercenó el último nexo espiritual que unía a los gemelos. Caramon sufrió un espasmo frente a la punzada, pero el dolor no se prolongó más tiempo que el que había empleado la daga en romper el vínculo. Libre al fin, el general obedeció sin rechistar al que fuera su ser más querido.

Dio media vuelta y, todavía renqueante, retrocedió en dirección al pilar donde se agazapaba Tas.

—Permíteme una última advertencia —ofreció el archimago con cortés frialdad, a la vez que restituía la daga a su escondrijo.

El guerrero no aflojó el paso, ni siquiera giró la faz para escucharle.

—Sé precavido con ese artilugio —continuó Raistlin a pesar de tan esquiva actitud—. Lo recompuso Su Oscura Majestad para mandar al kender junto a ti, así que, cuando lo uses, podrías ser transportado a un universo poco agradable.

—No fue ella quien lo arregló —le desengañó Tas, saliendo de su parapeto—. Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo al que asesinaste.

—En ese caso, probad suerte —aconsejó el hechicero—. Idos cuanto antes de este subterráneo y de esta época. Pero —agregó, todavía receloso—, no olvides nunca que te he avisado, Caramon.

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