Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La dama, arrebolada la faz y con el éxtasis de sus plegarias reflejado en el brillante lustre de sus pupilas, ocupó su lugar bajo el dintel mismo del Portal, frente a Raistlin. Requería tal movimiento que depositara en él una confianza absoluta, inalterable. Un simple error en la cadencia de una sílaba, una pausa a destiempo al recitar los versículos, un desliz en la inflexión o un gesto inapropiado significaría el fracaso, entrañaría un fatal desenlace para ella y, también, para el nigromante.

De ese modo habían pretendido proteger la puerta los antiguos magos, guardarla de incursiones, ya que ellos, en su necedad, no habían sabido sellarla. En efecto, un practicante de las artes oscuras que hubiera cometido las infames acciones en las que, no les cabía la menor duda, debía incurrir antes de arribar a este punto, y un clérigo de Paladine —puro en su fe y en su alma— no podían aliarse nunca. Al menos, a ellos se les antojó una suposición irrisoria que criaturas tan opuestas se apoyasen implícitamente en este ni en ningún otro empeño.

Había ocurrido en una ocasión cuando, vinculados por el falso embrujo de uno y la pérdida de le del otro, Fistandantilus y Denubis se presentaron en el linde del más allá. Las precauciones de los hechiceros no habían producido entonces el fruto deseado y, por lo que podía deducirse, pronto volverían a frustrarse sus esperanzas. A pesar de su sapiencia, no habían sido capaces de prever que un sentimiento como el amor, un amor impío y prohibido, obraría el milagro de unir a dos humanos antagónicos.

Mientras se situaba en el marco del Portal, Crysania contempló a Raistlin por última vez en aquel plano de existencia y le dedicó una sonrisa. El nigromante respondió a su saludo, al tiempo que se formaban en su mente las palabras del primer sortilegio.

La sacerdotisa extendió los brazos. Su vista no recogía ya la imagen del mago sino que, a través de él, se extraviaba en busca del reino intangible que habitaba su divinidad. Había escuchado las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes, conocía su falta, la arrogancia que le había llevado a reclamar lo que debería haber suplicado con humildad.

En aquel instante, comprendió por qué los dioses, en su justa ira, habían dictaminado la destrucción de Krynn. Una voz en sus entrañas le decía que Paladine respondería a sus preces, que no permanecería indiferente como cuando profiriera sus imperiosas órdenes el dignatario de Istar. Aquél era el momento de mayor gloria de Raistlin, y también el suyo.

Al igual que Huma, el Gran Caballero, había superado sus pruebas, el fuego, la oscuridad, la muerte y la sangre. Ahora se sentía en plenas facultades.

—Paladine, tu leal sierva acude a tu presencia y te ruega que le concedas tu bendición —oró—. Abro los ojos a tu luz; al fin he asimilado las enseñanzas que, en tu infinita sabiduría, has tenido a bien impartirme. Oye mis rezos, no me desampares. Abre el Portal para que pueda adentrarme en el Abismo blandiendo tu antorcha. Camina a mi lado cuando luche para disolver definitivamente la negrura.

El hechicero contuvo el aliento. ¡Todo dependía de ella! ¿Se había equivocado al juzgarla? ¿Poseía aquella mujer la fuerza, la fe y la erudición que demandaba su empresa? ¿Era la elegida de Paladine?

Un aura luminosa, sagrada, envolvió a la sacerdotisa. Su negro cabello irradiaba chispas, su albo hábito refulgía como las nubes iluminadas por el sol y, también en sus pupilas, prendieron unos ribetes argénteos similares a los que destilaba Solinari. Su belleza, en aquel trance, se tornó sublime.

—Gracias por atender mi plegaria, dios de la Luz —murmuró la dama, inclinada la cabeza. Las lágrimas centelleaban cual estrellas en su pálido semblante—. Me haré merecedora de tu benevolencia.

Hechizado por su hermosura, Raistlin olvidó su objetivo. Sólo acertaba a observarla ensimismado, tanto que hasta su magia se diluyó unos segundos. Reaccionó presto. Nada ni nadie podría detenerle.

—¡Mira, Caramon! —musitó Tas, fascinado por la escena que se desplegaba ante ellos.

—Demasiado tarde —apuntó el general.

Después de recorrer a toda carrera las mazmorras, los dos personajes habían alcanzado los cimientos del alcázar y descubierto el rincón donde se ocultaba el Portal arcano. Mas hubieron de refrenar su impulso y hacer un brusco alto al vislumbrar a Crysania que, al fondo del corredor que acababan de acometer y circundada por un aura de plata, se erguía en el centro del acceso con los brazos extendidos y el rostro alzado hacia el lejano cielo. Su belleza, que había cesado de ser de este mundo, atravesó como una daga el corazón del fornido luchador.

—¡No puede ser! —se rebeló el kender—. ¡Aún estamos a tiempo!

—Fíjate en sus ojos, Tas —le reconvino el guerrero—. Los entela una ceguera tan insondable como la que me eclipsó a mí en la. No puede vernos a causa del escudo que ella misma ha forjado.

—Intentemos hablarle, Caramon —insistió el hombrecillo en un frenesí anhelante—. No debemos permitir que se vaya. Todo esto ha sucedido por mi culpa, fui yo quien mencioné a Bupu y la aboqué a un destino que no era el suyo. ¡La obligaré a recapacitar!

Dio un salto hacia adelante y comenzó a gesticular a fin de llamar la atención de la dama. Pero el hombretón le agarró por el copete y le forzó a retroceder. Dolorido y furioso, el kender gritó de tal modo que Raistlin, alertado, dio media vuelta.

El archimago espió unos instantes a los intrusos sin reconocerles. Cuando salió de su aturdimiento, la expresión que adoptó no fue de alegría.

—Cállate, Tasslehoff —instó el guerrero a su acompañante—. Tú no eres responsable de lo acaecido. Y ahora, quédate quieto y no te interfieras.

Arrojó a su cautivo, de un empellón, detrás de un pilar de granito, y le ordenó:

—No te muevas; manténte a resguardo. Tas abrió la boca para discutir, pero al estudiar la faz de Caramon, vencido el arrebato que le indujera a correr hacia la sacerdotisa, y reparar en la figura de Raistlin al otro extremo del pasillo, le asaltó el temor. Se sentía como en el Abismo.

—Sí, amigo —claudicó—, te aguardaré aquí.

Apoyándose en la columna, tembloroso y desazonado, el kender evocó el recuerdo del infortunado Gnimsh en el momento en que se desplomara sobre el suelo de aquella hedionda celda.

Tras lanzar al hombrecillo una última mirada, que no era sino una tajante advertencia, el general se alejó por el pasadizo en dirección a su hermano.

El mago examinó su avance.

—Así que has sobrevivido —comentó, una vez el hombretón se hubo plantado frente a él.

—Gracias a los dioses, no a ti —repuso Caramon.

—Gracias a uno de los dioses —corrigió el hechicero con una perversa mueca—. O, para ser más exactos, a una diosa —puntualizó—. A la Reina de la Oscuridad. Fue ella quien te envió al kender y, según presumo, ese pequeño entremetido alteró el curso de los acontecimientos y te salvó. ¿Te incomoda pensar que le debes la vida a Takhisis?

—¿Te incomoda a ti deberle tu alma? —contraatacó el guerrero.

Por unos segundos, los espejos que cubrían los ojos de Raistlin se resquebrajaron como si los hubiera hendido un proyectil. No obstante, pronto recobró la compostura, y desvió el cuerpo hacia el Portal para, ignorando a su gemelo, extender la palma y reanudar sus ritos. En postura grave, solemne, el nigromante invocó a la cabeza reptiliana situada en la parte inferior derecha del ovalado acceso.

—Dragón Negro —entonó con tono acariciador—, desde la oscuridad a las tinieblas, mi voz resuena en el vacío.

No había terminado su cántico cuando una aureola de penumbra empezó a formarse alrededor de Crysania, un espectro de luz tan negra como la joya nocturna que, en su día, el hechicero entregara a Kitiara, como los efluvios de Nuitari.

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