Margaret Weis - El umbral del poder
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Tal fue la retahíla de comentarios y preguntas que formuló Tasslehoff mientras sus supuestos contertulios se abrazaban. Éstos nada contestaron, porque nada oyeron. Se contentaron con mirarse, con fundirse en uno solo, y el kender notó un delator humedecimiento en sus lagrimales, que le impulsó a esfumarse de la escena.
—Será mejor que baje y os aguarde en el comedor —propuso, y se encaminó hacia la escala.
Ya al pie del árbol, el hombrecillo penetró en la pulcra, acogedora vivienda que se alzaba bajo el cobijo de su sombra. Después de sonarse la nariz, jovial como siempre, emprendió la investigación de todos y cada uno de los muebles.
—Todo parece indicar —razonó, admirando un recipiente de vidrio esmerilado repleto de galletas que, distraído, incorporó a sus saquillos sin dudar ni por un instante de que lo había colocado de nuevo en su alacena— que Caramon y Tika permanecerán mucho rato en el vallenwood, acaso varias horas. Tengo, pues, una magnífica oportunidad para clasificar mis pertenencias.
Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, volcó sobre la alfombra el contenido de sus bolsas y, mientras mordisqueaba algunas galletas en un absoluto ensimismamiento, inició el inventario. Lo primero que atrajo su mirada fue un pliego de mapas que le había regalado Tanis. Desenrolló los documentos, uno después de otro, y con un dedo siguió, en una ruta verdaderamente intrincada, los parajes que había visitado en sus innumerables correrías.
—Viajar me ha proporcionado experiencias enriquecedoras —recapituló—, pero ninguna tan grata como el retorno al hogar. Me alojaré junto a esta pareja, instituiremos una familia y yo, al fin, gozaré del merecido solaz. Incluso me asignarán un aposento privado en el nuevo refugio. Caramon así me lo prometió. ¿Qué es esto? —cambió de pronto el voluble hombrecillo, prendidos los ojos de uno de los documentos cartográficos—. ¿Merilon? Nunca oí hablar de una ciudad con ese nombre. Me gustaría saber qué aspecto tiene…
—No, Burrfoot —replicó el Tas maduro, sosegado—, se terminó tu época de trotamundos. Tu acervo de historias para relatar a Flint está más que completo. De manera que a partir de hoy olvidarás esa inquietud de adolescente y te convertirás en un respetable miembro de la sociedad. A lo mejor hasta te nombran alguacil «honorario».
Recogiendo el mapa que había excitado su curiosidad, perdido en una ensoñación en la que ya desempeñaba las funciones de su cargo —sin meditar, claro está, que pocas funciones había de ejercer dada la apostilla con la que él mismo había rematado el título—, cerró el alargado estuche y se enfrascó en el recuento de sus tesoros.
—Una pluma blanca de pollo, una esmeralda, una rata muerta… Por cierto, ¿de dónde la saqué? No importa, sigamos: un anillo tallado en forma de hojas de enredadera, un dragón dorado en miniatura que, hagamos un inciso, no he depositado yo en mi bolsa, un fragmento de cristal azul, un colmillo reptiliano, pétalos de rosa Hiemis , una pata de conejo de esas que llevan los niños a modo de talismán y… ¡Caramba! Aquí están los planos del ascensor mecánico de Gnimsh y también un libro, Técnicas de la prestidigitación para pasmar y deleitar . ¿No es increíble que la casualidad haya puesto en mis manos algo tan útil? ¡Oh, no! —se lamentó—. ¡Otra vez el brazalete de Tanis! No me explico cómo se las arregla el semielfo cuando no estoy a su lado y rescato todo lo que él extravía. Es demasiado descuidado. Me asombra que Laurana se lo consienta.
»Parece ser que no queda nada —continuó hurgando en el saquillo por si quedaba algo—. Cada uno de estos artículos evoca una vivencia apasionante, entrañable. Y, a propósito de vivencias, son muchas las que me vienen a la memoria, tantas que me hago un lío al rememorarlas. He conocido a varios reptiles alados, navegado en una ciudadela flotante —enumeró—, roto un Orbe de los Dragones, incluso me he transformado en ratoncillo y, como colofón de todas estas maravillas, he trabado íntima amistad con el mismísimo Paladine.
«También he vivido instantes de tristeza —reconoció—, pero su carácter negativo se disipó hace tiempo y no ha dejado más huella que un dolor casi imperceptible en este órgano infatigable —se refería al corazón, y se presionó en el pecho con los dedos—. Añoraré mucho mis andanzas pasadas, la vida errabunda, y quizá aún me animaría a hacer alguna escapada si mis compañeros no se hubieran aposentado. Sin embargo —se sermoneó al advertir que su mitad irracional comenzaba a entusiasmarse— en lugar de intentar arrastrarles, lo que he de hacer es imitar su ejemplo y llevar una existencia feliz, placentera. Si consiguiera el puesto de alguacil honorario llevaría a cabo actividades fascinantes…».
Se interrumpió porque en su postrera exploración de los saquillos, escondido entre sus pliegues, había tanteado algo. Se trataba de un artículo de reducido tamaño, que debió de haber quedado oculto en el forro antes de que el hombrecillo invirtiera la bolsa y no cayó, por consiguiente, con el resto de los enseres. Tirando de él, Tas lo sacó al exterior y lo sostuvo en la palma de una mano, no sin dar un respingo al identificarlo.
«¿Cómo ha podido Caramon cometer esta negligencia? ¡Ni siquiera se ha percatado de que ya no lo tiene! —se escandalizó mentalmente—. Aunque he de decir en su descargo que, en las últimas etapas de nuestro viaje, eran muchas las preocupaciones que le abrumaban. Le comunicaré mi hallazgo y él decidirá si conviene restituírselo a Par-Salian».
Tan concentrado estaba en estudiar aquel colgante liso, sin atractivo de ninguna especie, que no reparó en que su otra mano, actuando por propia iniciativa, puesto que él había renunciado a la vida aventurera, burlaba su vigilancia y se cerraba sobre la funda de los mapas.
—¿Cuál era el nombre de aquel burgo? ¿Merilon?
Era alguno de sus dedos el que había solicitado tal aclaración, en secreto coloquio con los demás, ya que Tasslehoff no sentía ningún deseo de desplazarse de un sitio a otro como las tribus nómadas. Sin hacer indagaciones para desenmascarar al culpable, ni sorprenderse por haber recuperado aquellas piezas que le arrebatasen en un mugriento calabozo —quién se las dio y en qué circunstancias es un enigma impenetrable de los múltiples que figuran en los anales de Krynn—, el kender fue mudo testigo de las manipulaciones de su mano, que se apresuró a atiborrar de nuevo los saquillos.
Puesta ya a buen recaudo toda su colección, la furtiva y afanosa mano suspendió una bolsa de los hombros, anudó dos o tres al cinto e introdujo una más en el interior de los calzones rojos, que, llamativos y nuevos, vestía su desobedecido amo.
Con idéntico desacato, los ágiles dedos comenzaron a activar los resortes de la joya opaca y sin interés hasta trocarla en un cetro de prodigiosa belleza, pues a sus titilantes incrustaciones se sumaba el embrujo de la magia.
—Cuando hayas concluido —regañó Tasslehoff a la desvergonzada mano—, te quitaré el ingenio y se lo entregaré de inmediato a Caramon.
—¿Dónde se ha metido Tas? —inquirió Tika, dejándose acunar por los cálidos y fuertes brazos de Caramon.
El hombretón juntó su mejilla a la de su esposa y, mientras besaba los rojizos bucles, musitó:
—No podría garantizarlo, pero tengo la vaga impresión de que ha farfullado algo acerca de esperarnos en casa.
—O, lo que es lo mismo —bromeó la mujer—, a estas alturas ya no nos queda ni una cuchara.
El guerrero sonrió y, sujetando el mentón femenino con dos dedos, le dio un beso prolongado, sentido, en los labios.
Una hora más tarde, todavía entre arrullos, la pareja caminaba a través de las estancias de su futura vivienda, delimitadas por tabiques a medio construir. Mientras paseaban, Caramon señaló las mejoras que quería hacer ahora que era capaz de planear su tarea.
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