Margaret Weis - El umbral del poder
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—Ni siquiera puedo parlotear ya con los de mi raza, Caramon. Si me he acercado a ellos, ha sido con el fin de constatar qué vínculos me ataban a ellos, y mis pesquisas me han acabado de desengañar —susurró, meneando impetuoso la cabeza e indiferente a los balanceos del copete—. Quise relatarles las hazañas de Fizban y su sombrero, las villanías de Raistlin y la muerte del genial Gnimsh. No han comprendido una palabra, ni tampoco les importa. Es duro solidarizarse, amigo, ya que la clave del compañerismo estriba en no rehuir el dolor —sentenció, y procedió a enjugarse los húmedos lagrimales.
—En efecto, Tas —ratificó el guerrero—. Pero, aunque se pasan amargos tragos, siempre es preferible a estar vacío por dentro.
Se internaron en una arboleda. Tanis les aguardaba debajo de un álamo. Al divisarlos, el semielfo echó a andar hacia ellos y, situándose en medio, pasó un brazo por sus respectivos hombros.
—¿Preparado? —preguntó al poderoso luchador.
—A tu entera disposición.
—Estupendo. He mandado embridar los caballos y los tengo aquí mismo. Se me ocurrió que nos convenía cabalgar para despejarnos —justificó el barbudo semielfo la ausencia de un carruaje—, así que despaché al cochero. No, no es cierto —rectificó sin que nadie le acusara—. Si me he liberado del vehículo, ha sido porque detesto estar encerrado en sus asfixiantes paredes. Laurana también lo aborrece, aunque antes se dejaría matar que confesarlo. El campo luce sus mejores galas en esta estación del año. Disfrutémoslas.
Montaron a la grupa de los caballos e iniciaron su itinerario, a través de una avenida de negruzcas ruinas que conducía a los arrabales de Palanthas. Los grupos que, tras abandonar el escenario del funeral, se dirigían a sus casas para recomponer los fragmentos desgarrados de sus vidas, oyeron los ecos de la voz del kender bastante rato después de su marcha.
—Si mis datos no son erróneos, Tanis —arremetió éste—, ahora resides en Solanthus. Hay allí un calabozo digno de ganar un concurso —continuó, ya que era superflua cualquier puntualización que el semielfo pudiera hacer— nunca olvidaré mí confinamiento en sus celdas. Me enviaron por un malentendido, huelga decirlo, debido a una tetera que fue a parar accidentalmente a mis bolsas…
Dalamar trepó por la empinada y retorcida escalera que desembocaba en el laboratorio sito en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería. Si practicaba este ejercicio, en lugar de catapultarse mediante la magia, era por una sola razón: aquella noche le esperaba un largo viaje. Aunque los clérigos de Elistan habían sanado sus heridas, estaba todavía débil y había de reservar sus energías.
Más tarde, cuando la luna negra se hallara en su cenit, surcaría los vapores celestes hasta la mole gemela de Wayreth, donde se había convocado uno de los cónclaves más importantes de la presente era. Par-Salian sería formalmente derrocado como máximo mandatario de la Orden y habría que elegir a su sucesor, un título que recaería con toda probabilidad en la persona de Justarius, de los Túnicas Rojas. Dalamar, que aún no había conquistado la respetabilidad que confiere el poderío, encontraba justa la sustitución, si bien no sólo le animaba a asistir el cumplimiento del deber, que le exigía aportar su voto, sino otras ambiciones más secretas. Esta noche debía nombrarse, también, a un nuevo caudillo de los nigromantes, y no le cabía ninguna duda acerca de quién sería el afortunado.
Había ultimado todos los preparativos antes de partir. Los guardianes tenían sus instrucciones: ninguna criatura, viva ni muerta, debía entrar en la Torre durante su ausencia. No contaba en realidad con que eso sucediera, ya que el Robledal de Shoikan, incombustible a los incendios que destruyeron el resto de Palanthas, permanecía en una perpetua y tétrica vigilia. Pero la regla de aislamiento que había regido en la Torre a través de las generaciones pronto sería abolida y cualquier precaución era poca.
Por mandato del elfo, se habían remozado y amueblado diversas estancias del edificio. El nuevo amo proyectaba convivir con sus futuros aprendices, sobre todo Túnicas Negras, aunque también algún acólito de la Neutralidad, si, tras un examen previo, discernía en él facultades prometedoras. No estaba dispuesto a morir sin transmitir a los más jóvenes la habilidad, la erudición que obtuviera de su maestro, ni tampoco —recapacitó en un alarde de franqueza— le desagradaba la compañía de seres que amenizasen su vida.
Antes de fundar la escuela, y poniendo punto final a los preliminares, había una sagrada misión a la que no podía sustraerse. Esa misión fue la que le forzó a ascender hasta el laboratorio.
Se detuvo en el umbral. No había pisado la cámara desde el día fatídico en el que Caramon traspasara el Portal y pusiera su maltrecho cuerpo en manos de los sacerdotes. Ahora era de noche y reinaba una densa penumbra en el recinto. Siseó un único vocablo y prendieron los pabilos en sus ornamentados soportes, los candelabros de plata, caldeando la atmósfera al derramar los parpadeantes destellos de las llamas. Pero las sombras no se disiparon. Pulularon en los rincones cual entes vibrantes, fantasmagóricos.
Tras agarrar uno de los candelabros, Dalamar recorrió e inspeccionó la sala. Seleccionó varios artículos, como pergaminos, una varita y media docena de sortijas, que envió a su propio estudio valiéndose de su arte.
Pasó junto a la esquina donde pereciera Kitiara. Su sangre, lúgubre recordatorio, formaba todavía en el suelo un charco de irregular contorno, y prevalecía en aquella zona un frío antinatural que incitó al elfo a no demorarse. Alcanzó la mesa de piedra con sus tarros y alambiques y, aprisionados en las cristalinas superficies, columbró un par de ojos suplicantes. De nuevo un encantamiento los cerró para toda la eternidad.
Llegó al fin frente al Portal. Las cinco cabezas de dragón, encaradas con un imperecedero vacío, perseveraban en su loa silenciosa, congelada, a la Reina. La única luz que brotaba de sus mortecinas máscaras de metal eran las reverberaciones de las velas. El mago se asomó a la nada, la escrutó unos minutos y tiró de un cordón de seda que pendía del techo. Una cortina de aterciopelados pliegues carmesí veló la abertura que, en aquella inactividad, parecía inofensiva.
Dio entonces media vuelta, y se aproximó a las estanterías de libros que se apiñaban en el muro trasero del laboratorio. Bajo los oscilantes resplandores brillaron unas hileras de ejemplares encuadernados en azul marino y decorados con runas argénteas, de los que manaba un aire glacial. Contenían los encantamientos de Fistandantilus, ahora suyos.
Y, allí donde terminaba esta sucesión de volúmenes, se alineaban otros de lomo negro y símbolos similares. La particularidad del segundo compendio radicaba, Dalamar así lo notó al tocar uno, en que destilaban un calor interior que les infundía un hálito vital. En sus páginas se acumulaban los sortilegios de Raistlin, que, asimismo, le pertenecían tras condenarse el archimago.
Dalamar revisó minuciosamente las cubiertas, como si su intelecto hubiera de traspasarlas e imbuirse de los prodigios, los misterios y el poder que atesoraba cada pergamino, cada apartado. Ya en el límite de los anaqueles, al lado casi de la puerta, empleó la telequinesia para posar el candelabro en la mesa y, sujetando el picaporte, atisbo un último objeto antes de salir.
En un sombrío ángulo, estaba, erguido, el Bastón de Mago. El observador contuvo el resuello al detectar un fulgor en el globo de la empuñadura, una pieza extinta desde la trágica jornada, y grande fue su alivio al verificar que se trataba tan sólo del reflejo de las llamas. Apagó las velas, no de un soplo sino mediante un versículo, y la cámara volvió a fundirse en las tinieblas.
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