Margaret Weis - El umbral del poder
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Agasajados como héroes, los despojos de los luchadores solámnicos fueron transportados por sus compañeros a la Torre del Sumo Sacerdote. En tan antigua mole, se les enterró en un sepulcro donde se conservaba el cuerpo de Sturm Brightblade, héroe antes que ellos, en la Guerra de la Lanza.
Cuando se abrió el mausoleo, cerrado desde que se inhumara al referido Sturm, fue grande la sorpresa de los soldados al descubrir que el término «conservado» se había cumplido al pie de la letra y que el cuerpo del caballero Brightblade estaba intacto, inmune a los estragos del tiempo. La única explicación con visos de verosimilitud que pudo darse al milagro fue una joya elfa de singular apariencia que refulgía en su pecho. Todos cuantos entraron aquel día en la cripta, como participantes en el duelo y llorando a sus seres queridos, examinaron la esplendorosa alhaja y sintieron que un bálsamo de paz mitigaba el punzante dolor.
No sólo se guardó luto por los combatientes, porque fueron asimismo innumerables los civiles que habían fallecido en la defensa de Palanthas. Los hombres trataron de salvaguardar la urbe y a sus familiares, las mujeres se alzaron en paladines de sus casas y sus hijos. Los moradores del lugar incineraron a sus muertos, como exigía la secular costumbre, para esparcir luego las cenizas sobre el mar, donde, en un luctuoso concierto, habían de mezclarse con las de la ciudad a la que tanto amor profesaran.
Siguiendo un hábito ancestral, Astinus relató tales eventos a medida que ocurrían. Continuó absorto en su quehacer, o así lo comentaron los Estetas, sobrecogidos, incluso mientras Bertrem, sin más defensa que las manos desnudas, propinaba una paliza a un draconiano que se había atrevido a invadir la cámara donde trabajaba su superior. Y, si el cronista cesó en su labor, fue porque el improvisado guardián le bloqueó la luz y no a causa de los zumbidos, resoplidos y boqueadas que se sucedían en la sala.
Alzando la cabeza, el historiador frunció el entrecejo y Bertrem, que no había vacilado frente a su rival, se puso muy pálido y retrocedió de inmediato para dejar que los rayos del sol bañasen la página.
También hoy estaba el escriba concentrado en su narración, cuando penetró en el estudio su leal servidor. Astinus tardó unos momentos en preguntar, sin desatender, por supuesto, su labor:
—¿Qué deseas?
—Caramon Majere y un k… kender solicitan audiencia, Maestro.
De no haber informado que era un demonio del Abismo el que quería ver a Astinus, el Esteta no habría infundido más terror a su voz que al mencionar la palabra «kender».
—Hazles pasar —ordenó el cronista.
—¿A ambos? —quiso cerciorarse el otro, entre escandalizado e incrédulo.
—Confío en que aquel draconiano no dañara tu oído, Bertrem —declaró el historiador, y se abultaron las arrugas de su entrecejo—. ¿No te daría, por ejemplo, un golpe en el cráneo?
—No, Maestro —le aseguró el aludido y, con un ostensible rubor en los pómulos, salió de la estancia no sin antes, en su azoramiento, pisarse el borde de la túnica.
Unos minutos después, regresó el turbado Esteta y, con voz temblorosa, introdujo a los visitantes.
—Caramon Majere y Tassle-f-foot Burr-hoof —susurró en un trabalenguas.
—Tasslehoof Burrfoot —le enmendó el hombrecillo y tendió una mano al escriba, quien la estrechó sin prejuicios—. Y tú eres el renombrado Astinus de Palanthas —prosiguió el recién llegado, saltarín el copete a consecuencia de la excitación—. Lo cierto es que nuestros caminos se han cruzado con anterioridad —aseveró, enigmático— pero no puedes acordarte porque eso es algo que aún está por venir. O, bien pensado, nuestra entrevista pertenece a un futuro que nunca será. ¿Me equivoco, Caramon?
—No, lo que dices es exacto —corroboró éste.
Astinus desvió la vista hacia el guerrero y le sometió a un exhaustivo examen, para dictaminar al rato:
—No te pareces a tu gemelo. Aunque debe tenerse presente que Raistlin tuvo que soportar pruebas que le afectaron tanto en el aspecto físico como en el mental. Si a eso agregamos la indefinible expresión de tus ojos, que te emparenta con él, quizás hallemos más similitudes de las que en principio se adivinan.
El cronista interrumpió su análisis, confundido al asaltarle la idea de que, como había apuntado, no comprendía lo que destilaban las pupilas de su interlocutor. Nada sobre la faz de Krynn eludía su sagaz percepción y, por lo tanto, le enojaba sobremanera esta contrariedad.
Raras eran las ocasiones en las que Astinus se encolerizaba, una circunstancia afortunada, porque su mera irritación provocaba una marea de pánico entre los pusilánimes Estetas. Ahora, contraviniendo todas las normas, estaba furioso. Crispó las hirsutas cejas, comprimió los labios y su rasgo más elocuente, los ojos, irradiaron unas chispas que impulsaron al kender a preguntarse si no había dejado nada en el vestíbulo que pudiera necesitar ahora mismo, lo que hubiera sido un excelente pretexto para escabullirse.
—¿De qué se trata? —preguntó el historiador de forma brusca, descargando un puñetazo sobre el escritorio que hizo que la pluma saltara por el aire, la tinta se derramara y Bertrem, que aguardaba en el pasillo, emprendiera la fuga a la limitada velocidad que imponían sus piernas y el miedo a dar un traspié con sus inconsistentes sandalias.
Mientras retumbaban aún en los corredores los ecos de las zancadas del asustado Esteta, Astinus reanudó su interrumpida parrafada sin conceder importancia a su reacción.
—Te envuelve un misterio impenetrable, Caramon Majere —increpó al musculoso humano—, y no tolero que se me oculte nada de lo que acontece en el mundo. Conozco los pensamientos más íntimos de todo ente vivo, presencio sus acciones, interpreto los anhelos de sus corazones. Pero, por alguna razón, ignoro cómo he de traspasar el muro que tú interpones entre nosotros y eso me desquicia.
—Tas acaba de revelarte el secreto —replicó el guerrero, impertérrito.
Rebuscó en la mochila que llevaba suspendida del hombro, y que hallara en una casa deshabitada de la Ciudad Nueva, y sacó un enorme volumen encuadernado en piel, que, cuidadoso, dejó en la escribanía, delante del cronista.
—¡Es una de mis obras! —exclamó éste, desfigurado su rostro en una mueca enloquecida—. ¿De dónde ha salido? —interrogó, tan impaciente que gritó, más que pronunciar, la frase—. Ninguno de mis libros se presta a personas del exterior sin que yo esté al corriente y dé de antemano mi consentimiento. Bertrem…
—Fíjate en la fecha —le recomendó Caramon, tajante pero con el aplomo del que se había investido en los últimos tiempos.
Astinus le lanzó un furibundo escrutinio, que acto seguido dedicó también al libro. Consultó la fecha, como le habían indicado, presto a llamar al Esteta. Pero la invocación murió en su garganta con un audible siseo, cuando comprobó la época a la que correspondían aquellas cifras. Dilatadas las pupilas, se hundió en su butaca y volvió a observar, de hito en hito, a Caramon y al tomo.
—Entonces —recapituló— es el futuro al que aludía tu amigo lo que he logrado leer en tus facciones.
—El futuro que encierra este libro —puntualizó Caramon, dirigiendo al volumen una ojeada solemne.
—¡Estuvimos allí! —intervino el kender, alerta a su oportunidad—. Puedo contarte todas nuestras peripecias. Te garantizo que son fascinantes —propuso, desinteresadamente, al cronista—. Verás, regresamos a Solace. Pero va no era el burgo que un día nos albergó sino un lodazal, un paraje desolado. Incluso creí que nos habíamos catapultado a una de las lunas, pues había visualizado un satélite al activar mi compañero el ingenio arcano…
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