Margaret Weis - El umbral del poder

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—Calla, Tas —le refrenó el luchador con amable autoridad, a la vez que apoyaba una mano en su brazo y le incitaba a partir.

En el trayecto hacia la puerta, el hombrecillo logró, pese a que Caramon guiaba sus pasos para prevenir imprevistos, volverse y proceder a una cortés despedida.

—Adiós, Astinus. Ha sido un placer departir contigo después de… antes…, bien, será mejor dejar a un lado las cuestiones temporales.

El historiador no lo escuchó, ni siquiera era consciente de que aún se hallaba en el estudio. El día en el que Caramon Majere le entregara el escrito fue el único en todo el devenir de Palanthas en el que no hubo nuevas aportaciones a su escrupulosa plasmación de cuanto allí concedía, salvo una breve nota:

En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 14, Caramon Majere me ha traído las Crónicas de Krynn, volumen 2.000, un tomo de mi puño y letra que nunca escribiré.

Para los palanthianos, el funeral de Elistan representó una póstuma ceremonia en alabanza a su admirada ciudad. El sepelio se celebró poco después del alba, como el clérigo pidiera, y asistieron todos los pobladores de la ciudad: viejos, jóvenes, ricos y pobres. Los heridos que no podían valerse fueron llevados en angarillas, las cuales se ordenaron sobre los agostados céspedes que una semana antes tapizaron los aledaños del Templo.

Uno de los heridos a los que hubo que ayudar fue Dalamar. Nadie manifestó su desaprobación, mientras, renqueante, caminaba sobre la hierba, seguido por Tanis y Caramon, a fin de ocupar su puesto debajo del álamo que se erguía, moribundo, junto a los setos. El motivo de la unánime aquiescencia era que, según las habladurías, el joven aprendiz de nigromancia había desafiado y vencido a la Dama Oscura, sobrenombre de Kitiara, acarreando así la derrota definitiva de sus huestes.

Elistan había expresado su voluntad de que sus restos descansaran en el santuario, lo que resultaba imposible dado que del edificio no quedaba más que la cúpula, una especie de concha marmórea totalmente hueca, y los tabiques que la sostenían. Amothus ofreció su panteón familiar. Pero Crysania declinó el ofrecimiento por considerarlo inapropiado. Sabedora de que Elistan se había iniciado en la fe cuando trabajaba como esclavo en las minas de Pax Tharkas, la Hija Venerable —matriarca ahora de la Iglesia— decretó que a su predecesor le fuera creado un ambiente evocador de aquella experiencia en una de las cavernas subterráneas del edificio y que, en el pasado, sirvieron de despensa.

Aunque esta decisión suscitó opiniones contrarias, nadie cuestionó las órdenes de la sacerdotisa. Se limpiaron y santificaron las grutas, eso sí, y se construyó un féretro digno con los fragmentos de mármol desprendidos del Templo. A partir de entonces, incluso en la época dorada que había de vivir la sagrada institución, cualquier clérigo de rango sería enterrado en tan humildes vericuetos, que acogerían a millares de peregrinos provenientes de todos los confines de Krynn.

Los congregados se instalaron en la explanada sin romper el silencio. Entretanto las aves, que nada entendían de muertos, guerras y dolor, pero que, por el contrario, eran sensibles al calor del sol, y al despuntar éste, se sentían más vivas, impregnaron el aire de trinos y gorjeos. Los rayos del astro diurno tiñeron de áureas tonalidades las cumbres montañosas, desterrando la negrura de la noche y brindando cierto consuelo a los ciudadanos, abrumados por el pesar.

Sólo una persona se levantó para hablar, para hacer el panegírico del sacerdote, y todos los fieles juzgaron oportuno que se encargara ella de recitarlo. Por un lado, porque iba ser su sucesora en el cargo y, por otro, porque los palanthianos coincidían en afirmar que en la insigne dama, en su desdicha, se sintetizaba el sufrimiento de la comunidad.

Circuló la noticia, recabada a través de medios de dudosa oficialidad, que aquella mañana era la primera que abandonaba el lecho desde que Tanis el Semielfo la trasladara de la Torre de la Alta Hechicería a la escalinata de la Gran Biblioteca, donde los eclesiásticos velaban por los heridos y los agonizantes. La mujer estuvo en el umbral de la muerte, pero la fuerza de sus arraigadas creencias y las plegarias de sus cuidadores le restituyeron la salud. Real o inventado, lo cierto era que su ceguera persistía y, al parecer, era incurable.

Sana o no, más o menos recuperada de su espantosa odisea, Crysania presidió la asamblea y, debido a su invidencia, pudo alzar los ojos hacia un cielo soleado que le estaba negado vislumbrar. Los rayos aureolaron su negra melena, que, a su vez, enmarcaba una faz sublimada por el nuevo brillo de la compasión, de la humanidad.

—Desde mis tinieblas —preludió su arenga, el epitafio de Elistan—, noto una grata tibieza en mi piel e intuyo que tengo el rostro vuelto hacia el rey de los astros. Ahora soy capaz de penetrar su ígnea esfera, porque obstruye mi visión una perenne oscuridad si vosotros me imitarais seríais pronto deslumbrados, ya que quienes poseen el sentido que a mí me falta se extravían en el exceso de luminosidad del mismo modo que, también aquellos que moran largo tiempo en la penumbra terminan por perder la noción de su propio universo.

»Me enseñó mi maestro, al que ahora honramos todos reunidos, que los mortales no han nacido para vivir de manera exclusiva en el sol ni en la sombra, sino que han de compaginar ambos. Adaptarse a estos mundos complementarios entraña riesgos si no se utilizan bien sus resortes, pero proporciona recompensas. Hemos soportado las pruebas de la sangre, de la negrura, del fuego. —En este punto se quebró su voz, y los asistentes más próximos vieron que las lágrimas se deslizaban por sus pómulos, lo que no le impidió reemprender su discurso en seguida y hacerlo, además, con renovada entereza—. Hemos experimentado vicisitudes equiparables a las que venció Huma y, al igual que en su caso, grandes han sido nuestros sacrificios. A cambio, albergamos el fortalecedor conocimiento de que nuestros espíritus se han redimido de sus flaquezas y que nuestra estrella es, quizás, una de las más refulgentes que pueblan los cielos.

»Algunos han elegido las sendas nocturnas con Nuitari, la luna negra, como brújula otros prefieren adentrarse en los caminos diurnos. Pero como me comunicó Elistan, uno de los mayores sabios que haya servido a la Iglesia, todos se han beneficiado del contacto de una mano o el aliento de un auténtico amigo aunque los caminos sean antagónicos y estén surcados de pedregales y espinas. La capacidad de amar, de preocuparnos de nuestro prójimo, nos es otorgada a la totalidad de las criaturas, es el mayor don que puedan hacer los dioses a las razas hermanas. Tal es el legado del inefable sacerdote que me ha precedido en el lugar que ahora ostento, y de él me propongo ser fiel continuadora.

»Nuestra portentosa urbe se ha consumido entre llamas —acometió el epílogo, y su acento adoptó aún mayor calidez—. Hemos sido separados de muchos de nuestros seres más allegados, y algunos considerarán la vida una carga demasiado pesada. Quienes así se sientan que extiendan la mano pues, al rozar la de otros que hayan alargado la suya hacia ellos, hallarán juntos la energía y la esperanza que precisan para no desfallecer.

Concluido el ritual, cuando los clérigos hubieron escoltado a Elistan al subterráneo donde había de inaugurarse una nueva tradición, Caramon y Tas fueron al encuentro de Crysania. Estaba la dama entre sus cofrades, cerrada su mano en torno al antebrazo de la muchacha que había de hacerle de lazarillo.

—Hija Venerable, alguien reclama tu atención —le avisó la joven acólita.

La sacerdotisa se giró y rogó al demandante:

—Deja que te toque.

—Soy Caramon —se identificó el guerrero, que era el que estaba más cerca— y me acompaña…

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