Margaret Weis - El umbral del poder
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—Tas —se le adelantó el interesado, con voz dócil e incluso apagada para alguien de su alborotado carácter.
—¿Habéis venido a despediros? —indagó la sacerdotisa.
—Sí, partimos hoy —confirmó el luchador, amparando la mano femenina entre las suyas.
—¿Regresáis a Solace, o habéis planeado deteneros en algún otro sitio?
—De momento iremos a Solanthus, con nuestro amigo Tanis —especificó el hombretón dubitativo, casi titubeante—. En cuanto me haya repuesto del todo de la última epopeya, usaré el artilugio mágico para trasladarme a mi ciudad natal.
Crysania tomó una mano del guerrero, a fin de atraer a su dueño hacia ella, y musitó:
—Raistlin está en paz, Caramon. Y tú, ¿todavía pugnas contra ti mismo?
—No, nada de eso —negó el guerrero, ahora resuelto—. Me ha costado muchos sinsabores, pero he hallado el sosiego del que carecía. Lo que ocurre es que hay un sinfín de asuntos que debo tratar con el semielfo, y pretendo también poner mi vida en orden, organizarme. Lo primero que he de hacer —confesó, sonrojado— es aprender a edificar. Durante los meses en los que trabajé en mi nueva casa estaba casi siempre ebrio. Supongo que cometí mil desatinos.
Miró a la dama y ella, al presentirlo, sonrió, con un tinte rosáceo en las mejillas. Al reparar en el ensanchamiento de sus labios, así como en las secuelas de llanto que los flanqueaban, el viril humano se compadeció y, rodeando su cintura, confidencial, se lamentó:
—Estoy consternado. ¡Ojalá hubiera podido ahorrarte esta desgracia!
—No, Caramon, mi ceguera es en el fondo una bendición —le amonestó la sacerdotisa—. Como predijo Loralon, es ahora cuando veo de verdad. Adiós, amigo, sólo me resta desear que Paladine te libre de todo mal. —Dio por terminado su coloquio, y besó la mano con que él la ceñía.
—Que el dios del Bien inspire siempre los dictados de tu albedrío —se interfirió Tasslehoff con un hilillo de voz, teniendo la impresión repentina de ser un gusano insignificante—. Disculpa, Hija Venerable, los barullos que he armado.
Crysania, apartándose de Caramon, acarició el copete del kender y replicó:
—La mayoría de nosotros nos topamos en nuestra andadura con las encrucijadas que plantean la bondad, el día, y la oscuridad de lo maligno. Pero existe una minoría de elegidos que recorren su camino, el mundo, alumbrados por su propia luz y prescindiendo de los elementos externos.
—¿Lo dices en serio? —se horrorizó el hombrecillo con deliciosa ingenuidad—. Debe de ser muy tedioso viajar de un sitio a otro así cargado. Supongo que usarán una antorcha o un fanal una vela resultaría mucho más molesta, ya que la cera, al derretirse, mancharía su calzado y les conferiría un aspecto impresentable. Hablando de presentar —asoció—, ¿podrías citar el nombre de alguien de estas características? Me gustaría averiguar cómo se las arreglan.
—Tú eres uno de ellos —le aclaró Crysania—, y no creo que deba inquietarte la idea de ensuciarte las botas. Adiós, Tasslehoff Burrfoot. En tu caso, no necesito invocar la protección de Paladine, puesto que eres uno de sus amigos más íntimos.
—Y bien —abordó Caramon a Tas mientras ambos se abrían paso entre la muchedumbre—, ¿has determinado ya qué vas a hacer? Eres el propietario de la ciudadela flotante.
Amothus te la asignó en exclusiva, de manera que puedes visitar los parajes más recónditos de Krynn y quizás incluso una luna, si es eso lo que te apetece.
—Ya no tengo la nave voladora —informó el kender después de un lapso de mutismo. Era evidente que la conversación con Crysania le había afectado, hasta tal extremo que le costaba asimilar los razonamientos del guerrero—. Era demasiado grande y aburrida, una vez explorada un ala, las otras se le asemejaban como gotas de agua. Además, nunca habría llegado a los satélites —se quejó, ya más centrado—. ¿Sabías que cuando se eleva uno más de la cuenta le sangra la nariz? El ambiente se enfría, el edificio carece de comodidad y, por si fuera poco, las lunas están mucho más lejos de lo que en principio calculé. Si aún se hallara en mi poder el ingenio arcano… —insinuó, y espió de soslayo al grandullón.
—No, bajo ningún concepto —fue la radical negativa de éste—. Debo devolvérselo a Par-Salian.
—Podría ocuparme yo mismo de dárselo —sugirió, solícito, Tasslehoff—. Así tendría ocasión de exponerle los pormenores de las reparaciones que aplicó Gnimsh, mi irrupción en el hechizo… ¿No? —coreó el gesto del humano—. En tales circunstancias, lo más aconsejable es que me arrime a Tanis y a ti y os siga en vuestros desplazamientos. Si no os importuno, claro está.
Caramon, poco dado a remilgos y fingimientos, optó por el método de expresión más inconfundible. Abrazó a su compañero, con tal entusiasmo que hizo añicos algunos de los objetos de interés y valor imprecisos que éste había comenzado a coleccionar en sus saquillos.
—Por cierto —redondeó sus efusiones con palabras—, ¿qué has hecho con la ciudadela?
—Se la obsequié a Runce —le comunicó el kender, desenfadado, ondeando la mano en actitud displicente—, en premio a su ayuda.
—¡Al enano gully!
El guerrero estaba perplejo frente a tamaña insensatez.
—No puede gobernarla en solitario —le apaciguó el otro—. Aunque, si recurriera a otros de su raza, quizá activaría las dos partes del Timón —reconoció—. No había pensado en esta posibilidad.
—¿Dónde está ahora? —gimió Caramon.
—Hice aterrizar la fortaleza en un enclave precioso, en las afueras de una ciudad que estábamos sobrevolando —fue la incompleta descripción de Tasslehoff—. Runce se encaprichó de ella, de la ciudadela, naturalmente, no de la ciudad así que le pregunté si la quería y, al repetir él que le hacía mucha ilusión, la posé en un terreno desocupado.
»Nuestra llegada causó un enorme revuelo —continuó, jubiloso—. Un individuo salió a todo correr de su castillo, una mole que se izaba en una colina próxima a la llanura donde habíamos tomado tierra, e intentó expulsarnos arguyendo que aquélla era su hacienda y no teníamos derecho a plantar nuestra propia mansión. Montó un terrible alboroto, pero no me dejé amilanar y señalé que su alcázar no cubría más que una zona reducida del territorio, amén de impartirle ciertos consejos sobre el placer de compartir que, de haberme escuchado, le habrían resultado harto beneficiosos. Runce, que nada entiende de reyertas ni de tácticas, le dijo que instalaría en la ciudadela al clan Burp para vivir allí todos juntos, y el hombre de las protestas sufrió un ataque de nervios que obligó a sus servidores a recogerlo y acostarlo en sus aposentos. Los habitantes del burgo no tardaron en hacer un corro en nuestro derredor. Pero, pasada la primera emoción, me hastié de tantas demostraciones. Suerte que Ígneo Resplandor accedió a transportarme de regreso a Palanthas.
—¿Por qué no me he enterado yo antes de tan sorprendente historia? —indagó Caramon, realizando un esfuerzo para aparentar indignación.
—Ha sido un fallo involuntario —se excusó el kender—. Las cuitas que me han abrumado últimamente han eclipsado los hechos anecdóticos.
—Sí, Tas, me hago cargo —le calmó su amigo—. En lo concerniente a tu futuro —aventuró, convencido de que el vocablo «cuitas» englobaba una serie de cábalas sobre cómo debía orientar su existencia—, ayer te vi en secreto conciliábulo con otro kender y me planteé si no serías más feliz regresando a tu patria. Recuerdo que en un momento de sinceridad admitiste que sentías añoranza de Kendermore.
Una inusitada tristeza empañó las pupilas de Tasslehoff mientras, arropando su mano entre las palmas del gigantesco humano, le hacía partícipe de un reciente descubrimiento.
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