Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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El Gremio de Ladrones resultó tener tal éxito que fue llegando a Palanthas más y más gente con gran talento en el oficio. El gremio prosperó bajo una dirección inteligente. Sus miembros establecieron reglamentos y códigos de conducta propios a los que tenía que adscribirse todo aquel que entraba en el gremio. El gremio recibía un porcentaje del botín de todos los ladrones y, a cambio, ofrecía adiestramiento, coartadas a los que de vez en cuando eran llevados a juicio, y escondites cuando los hombres del Señor estaban de ronda.

El cuartel general actual del gremio era un almacén abandonado dentro de la muralla de la ciudad, cerca de los muelles. Aquí los ladrones habían prosperado durante años impunemente. El Señor de Palanthas prometía de vez en cuando a los ciudadanos que acabaría con el Gremio de Ladrones. De manera periódica a lo largo del año, los guardias de la ciudad hacían una incursión al almacén. Los espías del gremio sabían siempre cuándo acudiría la guardia, y ésta siempre encontraba vacío el almacén a su llegada. El Señor les decía entonces a los ciudadanos que el Gremio de Ladrones estaba fuera de circulación. Los ciudadanos, acostumbrados a esto, seguían cerrando y atrancando sus casas por la noche y, estoicamente, hacían recuento de las pérdidas a la mañana siguiente.

A decir verdad, los habitantes de Palanthas, aunque detestaban a los delincuentes, se sentían bastante orgullosos de su Gremio de Ladrones. El avaro comerciante corriente que con sus altos precios robaba a la gente en menor escala podía protestar en voz alta de la situación. Las jovencitas soñaban con salteadores apuestos y osados a los que redimían con su amor, salvándolos de una vida criminal. La ciudadanía de Palanthas miraba con desdén a los habitantes de ciudades menores que no tenían Gremio de Ladrones. Hablaban con desprecio de ciudades tales como Flotsam, cuyos delincuentes no estaban organizados y tenían, estaban convencidos, mucha menos clase que los de Palanthas. A los palanthianos les gustaba contar una y otra vez la historia del noble ladrón que, al entrar en la casa de una pobre viuda para robarle, quedó tan conmovido por su lamentable situación económica que de hecho le dio dinero. De haber tenido ocasión, las viudas pobres de Palanthas habrían podido refutar esta historia, pero nadie les preguntaba.

Fue a este almacén —o la casa gremial, como se la llamaba ostentosamente— hacia donde Usha y Dougan dirigieron sus pasos. El callejón estaba oscuro y desierto, pero la joven entró en él sin vacilar. El recuerdo de la torre la acosaba, así que, mientras estuviera lejos de aquel horrible sitio, se daba por satisfecha. Le gustaba la actitud farolera y las maneras bruscas del enano, admiraba su estilo elegante de vestir y, a no tardar, gozaba de su confianza.

La muchacha no sabía nada de los ojos que los vigilaban mientras recorrían el callejón. Era feliz en la ignorancia de que, de haberse encontrado sola en este sitio, habría acabado degollada.

Sin embargo, los ojos vigilantes conocían y aprobaban a Dougan. Lo que Usha, inocentemente, creyó que eran silbidos de pájaros y maullidos de gatos, guiaron al enano y a su compañera a salvo a través de una red de espías y centinelas.

El almacén era un edificio gigantesco pegado contra la muralla de la ciudad. Debido a que estaba construido con el mismo tipo de piedra que la muralla, tenía el aspecto de un forúnculo o un quiste que hubiera salido en la superficie de la muralla y cuya purulencia se extendiera por las calles. Era gris, moteado con manchas, y estaba combado y desmoronándose. Las ventanas que tenía o estaban rotas o sucias; los huecos se habían tapado con mantas (que podían quitarse en caso de que el edificio fuera atacado, y resultaban unos puestos ideales para arqueros). La puerta era gruesa, maciza, hecha con madera y reforzada con bandas de hierro; en ella había una marca peculiar.

Dougan llamó de una manera rara y complicada.

Una mirilla se deslizó cerca de la parte inferior y un ojo se asomó por ella. El ojo examinó a Dougan y luego se fijó en Usha; volvió hacia el enano, se entrecerró y luego desapareció al cerrarse la mirilla.

—No dirás en serio que aquí vive gente, ¿verdad? —comentó la joven a la par que miraba a su alrededor con asco y asombro.

—¡Chist, calla! No alces la voz, muchacha —advirtió Dougan—. Se sienten muy orgullosos de esto, ¿sabes? Muy orgullosos.

Usha no entendía el porqué, pero no dijo lo que pensaba por educación. Echó un vistazo sobre el hombro. Aunque a lo lejos, podía divisar la Torre de la Alta Hechicería. Incluso podía ver —o eso le pareció— la ventana del estudio de Dalamar. Imaginó al hechicero asomado a ella, observando las calles, buscándola. Sintió un escalofrío y se arrimó más a Dougan, deseando que quienquiera que viviese en este edificio contestara a la puerta.

Al volver la cabeza se la encontró ya abierta. Usha sufrió un sobresalto, ya que no había oído el menor ruido. Al principio no vio a nadie en el umbral. Al otro lado estaba muy oscuro y se percibía un olor espantoso —a repollo o algo peor— que le hizo encoger la nariz. En un primer momento creyó que el hedor salía del edificio, pero entonces una voz habló desde las malolientes sombras:

—¿Qué querer vosotros?

—¡Anda, pero si es un enano! —exclamó Usha con alivio.

—¡Muérdete la lengua! —gruñó Dougan—. Es un gully, así que no hagas comparaciones —añadió con gesto estirado.

—Pero si... Quiero decir que él... —Dio por sentado que era un varón, aunque no podía asegurarse por sus ropas andrajosas— ...se parece... —Estuvo a punto de decir «a ti», pero una mirada feroz de Dougan la hizo rectificar—. A... un enano —terminó sin convicción.

Dougan, evidentemente indignado, no respondió. Se volvió hacia el gully.

—Quiero ver a Lin. Di a Lin que Dougan Martillo Rojo está aquí y que no quiero que me haga esperar. Di a Lin que tengo algo para él que puede interesarle.

El gully echó a andar para llevar el recado en tres ocasiones distintas —cada vez que Dougan terminaba una frase— y las tres tuvo que frenarse y darse media vuelta para escuchar lo que decía Dougan.

—¡Alto! —gritó de repente el gully—. Yo, mareo. —Realmente parecía estar con náuseas.

Usha también empezaba a sentir revuelto el estómago, pero era por el olor.

—Mí no siente bien —dijo el gully con voz ahogada—. Siente como ganas «gomitar».

—¡No, no! —gritó Dougan al tiempo que retrocedía a una distancia segura—. Anda, descansa y tranquilízate. Buen chico.

—«Gomitar» no estar mal —argumentó el gully con expresión animada—. Si comida buena cuando entrar, también buena cuando salir.

—Ve a buscar a Lin, gusano —ordenó Dougan, que se enjugaba el sudor de la cara con el pañuelo. El calor en el cerrado callejón era agobiante.

—¿Quién es Lin? —preguntó Usha mientras el gully se alejaba trotando obedientemente.

—Su nombre completo el Linchado Geoffrey —respondió Dougan en voz baja—. Es el jefe de gremio.

—Qué nombre tan raro —susurró la joven—. ¿Por qué se llama así?

—Porque lo fue.

—¿Fue qué?

—Linchado. No hagas ningún comentario acerca de la quemadura de la soga en su cuello. Es muy susceptible respecto a eso.

Usha sentía curiosidad por saber cómo un hombre que ha sido linchado todavía andaba por ahí vivito y coleando. Estaba a punto de preguntar cuando Linchado Geoffrey apareció en la puerta. Era alto y delgado, con manos grandes y finas, dedos largos que estaban en constante movimiento, ya fuera chasqueando, enlazándose, meneándose o agitándose. Un diestro carterista de quien se contaba que en cierta ocasión había robado una camisa de seda a un noble sin rozar la casaca, Lin sostenía que estos ejercicios mantenían flexibles sus dedos. Una gruesa cicatriz de un fuerte color rojo le rodeaba el cuello. Tenía un rostro vulgar, y su único rasgo interesante era la cicatriz.

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