—Era su día de suerte —dijo el enano con un guiño astuto.
Usha miró a su alrededor con nerviosismo. El callejón estaba más limpio que cualquiera de los otros que había visto en Palanthas. También estaba más oscuro, y vacío, y silencioso. Un cuervo se acercó, descarado, y empezó a picotear una ciruela que se le había caído a la muchacha. Usha se estremeció. No le gustaba este sitio.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.
El cuervo dejó de picotear la fruta, ladeó la cabeza y la contempló fijamente con sus brillantes ojos amarillos.
—Sí, muchacha, lo sé —repuso Dougan Martillo Rojo, sonriente—. Hay unos amigos que viven por aquí a los que quiero que conozcas. Necesitan alguien como tú para que les haga algunos trabajillos. Creo que eres justo lo que buscan, muchacha. Justo lo que buscan.
El cuervo abrió el pico y emitió un graznido chillón, como una risita divertida.
31
El laboratorio. Tasslehoff toma la iniciativa. (entre otras cosas)
—¡Caray! —susurró Tasslehoff, demasiado emocionado e impresionado para hablar en voz alta.
—¡No toques nada! —fueron las primeras palabras de Palin, pronunciadas en tono severo y apremiante.
Pero, puesto que éstas son por regla general las primeras palabras que cualquiera pronuncia en presencia de un kender, la advertencia pasó por un oído de Tas, salió por el otro, y acabó alegremente interpretada en medio.
¡No toques nada!
«Buen consejo, supongo» , se dijo Tas para sus adentros, «ya que se da en el laboratorio de uno de los Túnicas Negras más grandes y poderosos que han existido. Si toco algo aquí puedo acabar viviendo dentro de uno de esos tarros, como esa pobre cosa muerta que hay metida en uno, aunque no causaría ningún perjuicio sólo porque quite la tapa y le eche un vistazo más de cerca...»
—¡Tas! —Palin le quitó el tarro de la mano.
—Lo estaba echando hacia atrás para que no se cayera —explicó el kender.
—¡No toques nada! —reiteró el joven mago, que le lanzó una mirada furiosa.
—Caray, pues sí que está de un humor de perros —siguió hablando para sí el kender mientras se dirigía hacia otra parte del laboratorio en donde estaba más oscuro—. Lo dejaré solo un rato. En realidad no dice en serio lo de «no toques nada» porque ya estoy tocando algo. Mis pies tocan el suelo, lo que está bien, o en caso contrario estaría flotando en el aire como todo este polvo. Eso sería muy entretenido. Me pregunto si sabría arreglármelas. Quizás el potingue azul verdoso de aspecto grasiento y repugnante que hay en esa botella es algún tipo de pócima para levitar. Lo...
Palin, con el semblante ceñudo, le arrebató la botella de la mano y le impidió que quitara el tapón. Después de sacar de los bolsillos del kender varios objetos —un trozo de vela cubierto de polvo, una pequeña piedra tallada a semejanza de un escarabajo, y un carrete de hilo negro— Palin llevó a Tas hacia un rincón débilmente iluminado y le dijo, en el tono más enfadado que el kender había oído utilizar a nadie:
—¡¡Quédate ahí y no te muevas!! O te sacaré de aquí —acabó el joven mago.
Tas sabía que esta amenaza era vana, porque, mientras él se dedicaba a fisgonear por el laboratorio, había reparado vagamente en el hecho de que Palin golpeaba la puerta con los puños y había tirado del picaporte queriendo abrirla, llegando incluso a golpearla con el bastón, sin ningún resultado. La puerta no cedió.
El caballero también la había aporreado durante un rato, pero desde el otro lado. Ahora ya no se oían los golpes ni las furiosas invectivas de Steel Brightblade.
—O se ha marchado —dijo Tas— o el espectro se ha ocupado de él.
Esto habría sido algo interesante de presenciar, y Tas lamentaba habérselo perdido. Pero un kender no puede estar en todos los sitios a la vez, y Tasslehoff no habría dejado pasar la oportunidad de entrar en el laboratorio ni por todos los espectros del mundo, salvo, quizá, si se les unían una o dos bansbees.
—Palin no quiere ser tan gruñón, lo que pasa es que está asustado —comentó Tas, con tono compasivo.
El kender no estaba familiarizado con esa emoción particularmente incómoda, pero sabía que afectaba a muchos de sus amigos, así que decidió —llevado por la lástima por su joven compañero— hacer lo que Palin le había pedido.
Se quedó en el rincón, sintiéndose virtuoso y preguntándose cuánto duraría esa sensación. No mucho, probablemente, ya que la virtuosidad rayaba en el aburrimiento. Sin embargo, funcionaría durante un rato. Tas no podía tocar nada, pero sí mirar, así que miró con todas sus fuerzas.
Palin caminaba despacio por el laboratorio. El Bastón de Mago arrojaba una luz brillante sobre todo lo que había en la habitación, como si le complaciera estar de vuelta en casa.
La estancia era enorme, mucho mayor de lo que razonablemente se podía esperar que fuera, considerando su localización y el tamaño de todas las otras habitaciones de la torre. Tas tenía la excitante y escalofriante impresión de que la estancia había crecido cuando entró en ella y, lo que era más apasionante, que todavía seguía creciendo. Era una sensación causada por el hecho de que, mirara donde mirara, cada vez que apartaba la vista y luego volvía a mirar, siempre veía algo que estaba seguro de que no estaba antes allí.
El objeto más grande del laboratorio era una mesa gigantesca. Era de piedra y ocupaba gran parte del centro del cuarto. Tasslehoff habría podido tumbarse tres veces a lo largo en ella y todavía habría sobrado sitio para su copete. No es que a Tas le apeteciera tenderse sobre todo ese polvo, que lo cubría todo con una gruesa capa. Las únicas huellas que el kender alcanzaba a ver sobre el polvoriento suelo eran las suyas y las de Palin; ni siquiera había marcas de ratones. Tampoco había telarañas.
—Somos los primeros seres vivos que pisan dentro de esta cámara desde hace años —dijo suavemente Palin, haciéndose eco, sin saberlo, de los pensamientos del kender.
El joven mago pasó junto a una mesa de trabajo, y la luz del bastón brilló sobre innumerables estanterías repletas de libros y pergaminos. Tas reconoció algunos de los volúmenes, los que estaban encuadernados en color azul oscuro, como los libros de hechizos del infame hechicero Fistandantilus. Otros, encuadernados en negro y con grabados plateados o los encuadernados en rojo con inscripciones doradas, pertenecían a Raistlin o quizás habían sido dejados aquí por anteriores habitantes de la torre.
Palin se detuvo delante de estos libros de hechizos y los contempló con ojos anhelantes. Alargó la mano hacia uno, pero la retiró bruscamente.
—¿A quién pretendo engañar? —exclamó con amargura—. Si mirara aunque sólo fuera la guarda, seguramente perdería la razón.
Al haber sido compañero de viaje de Raistlin, Tas conocía lo bastante acerca de la magia y los hechiceros para saber que un mago de rango bajo que intentara leer un conjuro que no debía se volvería loco de inmediato.
—Es una medida de seguridad —comentó Tasslehoff, por si acaso Palin no lo sabía—. Raistlin me lo explicó una vez, cuando me quitó el libro de hechizos. Fue muy amable al respecto, diciendo que no quería tener al lado a un kender loco. Le contesté que era muy considerado por su parte, pero que a mí no me importaría volverme loco, y él dijo que vale, pero que a él sí le importaba, y creo que añadió algo en el sentido de que preferiría que veinte ogros le estuvieran aporreando la cabeza con veinte palos, pero quizá lo entendí mal.
—Tío Tas —dijo Palin con voz nerviosa, ahogada—. No es mi intención ser grosero, sobre todo con alguien de tu edad pero, por favor, ¡cállate!
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