Margaret Weis - Los Caballeros de Takhisis

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La Guerra de la lanza ya es historia. Las estaciones vienen y se van.
Es verano: un verano abrasador como jamás se había visto en Krynn. Afligido por una dolorosa pérdida, el joven mago Palin Majere trata de entrar al Abismo en busca de su tío, el famoso archimago Raistlin. La Reina Oscura ha encontrado nuevos paladines en los Caballeros de Takhisis, seguidores devotos y leales hasta el fin. Un paladín oscuro, Steel Brightblade, cabalga a lomos de un dragón azul para atacar la Torre del Sumo Sacerdote, la fortaleza que su padre defendiera hasta la muerte. En una pequeña isla, los misteriosos irdas se apoderan de un antiguo objeto mágico, la Gema Gris, y lo utilizan para garantizar su propia seguridad. Usha, una joven criada por los irdas, llega a Palanthas y dice ser la hija de Raistlin.
Será un verano mortal, quizás el último verano de Ansalon. Llamas ardientes consumen la hierba seca y Caos, padre de los dioses, regresa. El mundo entero puede desaparecer.

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—Nada de señoría, jovencita —dijo el enano, aunque se atusó la espesa y lustrosa barba con gesto enorgullecido—. Dougan Martillo Rojo, a tu servicio.

Usha sabía que los enanos eran unos artesanos muy diestros, hábiles con los metales y la piedra, pero nunca había oído que estuvieran a la cabeza en asuntos de moda. La legendaria belleza de las salas del gran reino subterráneo de Thorbardin se quedaba corta comparada con la casaca de terciopelo rojo adornada con botones dorados; la magnificencia de las inmensas puertas de Pax Tharkas quedaba reducida a una insignificancia al contrastarla con la camisa de seda de Dougan, adornada con volantes y puños de encaje.

Unas calzas de terciopelo rojo, medias negras, zapatos negros con tacones rojos, y un sombrero de ala ancha tocado con una pluma roja completaban el atuendo del enano. Su negra y sedosa barba era tan larga que sobrepasaba la amplia cintura; el cabello negro le caía en rizos sobre los hombros.

El fragante aroma a fruta fresca, que ha estado al calor del sol de mediodía, atrajo la atención de Usha. No esperaba tener hambre otra vez después del festín de la Torre de la Alta Hechicería, pero eso había ocurrido hacía tiempo, como le recordaba su estómago. La joven echó un rápido vistazo de soslayo al vendedor y sintió un gran alivio al comprobar que no era el mismo que la había hecho arrestar.

Aun así, había aprendido la lección. Apartó la mirada con esfuerzo de la fruta y suspiró, ordenando a su estómago que pensara en otras cosas, pero éste se reveló con un sonoro gruñido.

El enano se había percatado de la mirada de la joven, y ahora escuchó su suspiro y el ruido del estómago.

—Adelante, jovencita, sírvete tú misma —la invitó con un ademán—. Las ciruelas no están tan frescas como esta mañana, pero las uvas saben bien, si no te importa que estén algo arrugadas por el calor.

—Gracias, pero no tengo hambre —repuso Usha, negándose a mirar en dirección a la fruta.

—Entonces es que te has tragado un perrito —dijo Dougan con franqueza—, porque puedo oírle dar ladridos desde aquí. Vamos, come. Yo ya lo he hecho, así que no será una descortesía hacia mí.

—No se trata de eso. —Las mejillas de Usha estaban encendidas—. No..., no tengo ninguna de esas que llaman «monedas».

—Ah, así que ése es el problema. —Dougan se atusó la barba mientras miraba a la joven pensativamente—. Nueva en la ciudad, ¿eh?

Usha asintió con la cabeza.

—¿Dónde vives?

—En ningún sitio en particular —contestó de manera evasiva. El extraño enano se estaba tomando demasiado interés en sus asuntos personales—. Si me disculpas...

—¿Qué haces para ganarte la vida?

—Oh, pues, un poco de todo. Bueno, ha sido un placer hablar contigo, pero tengo que...

—Comprendo. Acabas de llegar a la ciudad y buscas trabajo. Todo te resulta un poco agobiante, ¿no?

—Bueno, sí, señor, pero...

—Creo que puedo ayudarte. —Dougan la miró con ojo crítico, la cabeza ladeada—. Te acercaste muy furtivamente. No te oí llegar, y eso no suele ocurrirme. —Tomó en su mano la de ella y la examinó con atención—. Dedos esbeltos. Y ágiles, puedo jurarlo. ¿Son rápidos? ¿Hábiles?

—Eh... supongo que sí. —Usha miraba al enano desconcertada.

Dougan le soltó la mano como si fuera una pieza de fruta achicharrada por el sol, y le estuvo mirando los pies un largo rato; luego alzó la vista hacia su rostro, musitando para sí mismo:

—Unos ojos que encandilarían a Hiddukel y lo harían dejar de contar su dinero. Rasgos que harían levantar al propio Chemosh de su tumba. Servirá. Sí, ya lo creo que sí, jovencita —dijo alzando la voz—. Conozco a ciertas personas que buscan chicas con cualidades como las que tú tienes.

—¿Qué cualidades? Yo no...

Pero Dougan ya no la escuchaba. Cogió un racimo de uvas y lo puso en las manos de Usha. Añadió varias ciruelas, una calabaza grande, y también habría apartado unos cuantos nabos de no ser porque a Usha ya no le cabía nada más en las manos. Hecho esto, el enano echó a andar.

—¡Eh, tú! ¿No has olvidado algo? —El frutero, un humano corpulento, había estado charlando con unos amigos sobre la rumoreada caída de Kalaman. Ver que alguien intentaba marcharse con parte de su mercancía sin antes pagar alejó de su cabeza toda idea acerca de la inminente guerra. Se plantó junto al enano, imponente—. He dicho que si no te has olvidado algo.

Dougan se paró y se atusó el bigote.

—Creo que sí. Los nabos. —Cogió varios y echó a andar otra vez.

—Está el asuntillo de mi dinero —dijo el vendedor mientras se interponía en su camino.

Usha se metió un puñado de uvas en la boca y se las tragó lo más deprisa posible, sin apenas masticar, decidida a comer todo lo que pudiera por si acaso tenía que devolver la fruta.

—Ponlo en mi cuenta —dijo Dougan con desenvoltura.

—Esto no es una taberna, Tapón —gruñó el hombre, que se cruzó de brazos—. Págame.

—Te propongo una cosa, buen hombre —repuso Dougan afablemente aunque parecía un poco molesto por el apelativo de Tapón—. Te lo juego a cara o cruz. —Sacó del bolsillo una moneda de oro. Los ojos del frutero se iluminaron—. Si de tres tiradas sale dos veces la cara del Señor, me llevo la fruta gratis. ¿De acuerdo? De acuerdo.

Dougan lanzó la moneda. El vendedor, con gesto ceñudo, la observó dar vueltas en el aire. La moneda cayó en la barra del carro, de cara. El hombre la examinó con atención.

—¡Eh, ésa no es una moneda de Palanthas! Y no lleva la cara del Señor. Esa cabeza parece la tuya...

Dougan se apresuró a recoger la moneda.

—Debo de haberme equivocado al cogerla, creyendo que era otra. —La arrojó otra vez antes de que el hombre pudiera protestar. La cabeza, del Señor o del enano, volvió a caer boca arriba.

—Ah, qué mala suerte has tenido —comentó Dougan con gesto complacido mientras se agachaba para recoger la moneda.

No obstante, el vendedor fue más rápido.

—Gracias —dijo—, esto cubre tu compra, más o menos.

—¡Pero has perdido! —bramó Dougan con el rostro congestionado.

El frutero, que examinaba la moneda con detenimiento, empezó a darle la vuelta.

—Bueno, no importa —añadió el enano, que echó a andar rápidamente al tiempo que tiraba de Usha—. Lo importante no es ganar o perder, sino cómo juegas, es lo que digo siempre.

—¡Eh, enano! —gritó el vendedor—. ¡Has intentado engañarme! ¡Esta moneda tiene dos cabezas, y las dos se parecen...!

—Vamos, muchacha —instó Dougan, apresurando el paso—. No disponemos de todo el día.

—¡Eh! —El vendedor gritaba ahora a pleno pulmón—. ¡El dorado se está quitando! ¡Detened a ese enano...!

Dougan corría ahora, y sus gruesas botas resonaban contra los adoquines de la calle.

Usha, aferrando su comida, se apresuró para mantener el paso.

—¡Nos persiguen! —advirtió.

—¡Gira a la derecha, por ese callejón! —Dougan resoplaba y jadeaba.

Los dos se metieron a toda carrera en el callejón. Usha miró hacia atrás y vio que los que iban persiguiéndolos se frenaban de golpe a la entrada del callejón.

El vendedor señalaba, suplicando y tratando de engatusar a los demás.

Pero los hombres sacudieron la cabeza y se marcharon.

El frutero, tras gritar amenazas e improperios a Dougan, también se alejó, bramando de rabia.

—Han dejado de seguirnos —dijo Usha, desconcertada.

—Lo han pensado mejor —contestó Dougan, que dejó de correr y empezó a abanicarse con el sombrero—. Seguramente se dieron cuenta de que llevo espada.

—No llevas ninguna espada —hizo notar la joven.

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