La ayuda vendría o no, a su arbitrio. El prisionero de Steel estaba al otro lado de la puerta, y la misión del caballero también estaba allí. Había cometido un fallo; había vacilado en el umbral en lugar de entrar de inmediato. Este terreno regido por los hechiceros era perturbador, intimidante. El propio aire estaba cargado y viciado por la magia; la oscuridad, rebosante de espíritus agitados. Ansiaba enfrentarse a un enemigo visible, corpóreo. Deseaba respirar un soplo de aire fresco, oír el claro tintineo metálico de una espada chocando contra otra. Anhelaba salir de esta fortaleza mágica, pero no podía dar la espalda a su deber, aunque le fuera en ello la vida.
Atacó al espectro. Su espada silbó en el aire y resonó al chocar contra la pared de piedra, haciendo saltar una lluvia de chispas.
Los pálidos y relucientes ojos se hicieron enormes, dilatados y desorbitados. Unas manos, cuyo tacto resultaba letal, se extendieron hacia él. Steel arremetió otra vez con su espada.
—¡Takhisis, acude en mi ayuda! —gritó.
—Tus plegarias son en vano, caballero —dijo una voz—. Nuestra soberana no tiene jurisdicción aquí.
Un globo de cálida luz amarilla que sostenían las manos de una maga Túnica Roja hizo retroceder a la oscuridad. A su lado, de pie en el rellano, había un hechicero, un elfo vestido con ropajes negros. Sorprendido al principio, Steel cayó en la cuenta de que el hombre tenía que ser un elfo oscuro, uno de los que daban la espalda a la luz e iban en contra de los preceptos de su pueblo. Éste debía de ser Dalamar el Oscuro, señor de a Torre de la Alta Hechicería.
¿O era meramente un sustituto provisional del verdadero señor?
Dalamar alzó la vista hacia el caballero que el espectro mantenía a raya en la escalera.
—Me enteré de que habían entrado intrusos, que un caballero y un Túnica Blanca habían cruzado a salvo el Robledal de Shoikan. Al principio no podía creerlo, pero ahora lo entiendo. Un Caballero de Takhisis. Pero ¿donde está el Túnica Blanca que te acompañaba? ¿Dónde está Palin Majere?
—¡Ahí dentro! —respondió Usha, que señalaba al laboratorio—. Entró en esa..., esa habitación. El kender iba con él, y entonces la puerta se cerró de golpe y no hemos podido...
Se calló sin acabar la frase. El semblante de Dalamar estaba lívido. El enfurecido hechicero se volvió hacia el guardián, que seguía plantado ante la puerta.
—¡Has faltado a tu deber! ¡Te di órdenes de que no permitieras entrar a nadie ahí!
—Tus órdenes fueron revocadas, mi señor Dalamar —replicó la voz hueca—, por el verdadero Amo de la Torre.
Dalamar no contestó. Tenía el rostro rígido y frío, más frío que si las gélidas manos del espectro lo hubieran tocado.
Steel percibió el poder del elfo oscuro, el fuego de su ira. Al caballero no lo habría sorprendido ver que las paredes de la torre empezaban a derretirse por aquella furia abrasadora. Usha retrocedió y se pegó a la pared. Incluso la compañera del elfo, la maga, dio un paso atrás involuntariamente. Steel se mantuvo firme sólo porque su honor se lo exigía.
Y, entonces, Dalamar se tranquilizó. El fuego en sus ojos se apagó y asomó a ellos una expresión neutra. Estaba sumido en hondas reflexiones, en comunión consigo mismo.
—Quizás esto sea para bien, después de todo. Puede que él sepa algo... —Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica—. Al parecer, el asunto ha escapado a nuestro control, Jenna. Al menos de momento.
—Sí, eso parece —se mostró de acuerdo la hechicera, cuya mirada fue de la puerta cerrada al caballero plantado delante de ella y a la muchacha acurrucada contra la pared—. ¿Qué harás con estos dos?
La mirada de Dalamar volvió hacia el caballero, y el elfo oscuro pareció verlo por primera vez.
—¿Eres por casualidad Steel Brightblade?
Steel disimuló su asombro, recordando que se encontraba en presencia de un poderoso hechicero.
—Lo soy —respondió con orgullo.
—¡El hijo de Kitiara! —exclamó Dalamar—. Tendría que haber visto el parecido. Conocí a tu madre —añadió con ironía.
— Mataste a mi madre —replicó Steel con tono amenazador.
—Cosa que, naturalmente, consideras una deuda de honor que he de saldar con mi sangre. —Dalamar se encogió de hombros—. De acuerdo. Tú me retas y yo acepto el desafío. Tú me atacas y yo te mato. Qué manera tan absurda de desperdiciar un buen soldado. Takhisis no se sentiría complacida con ninguno de los dos. Maté a tu madre en combate, Steel Brightblade. Fue en defensa propia. Ella atacó primero. Puedo enseñarte esa cicatriz, pero, desgraciadamente, no puedo mostrarte otro tipo de cicatrices que dejó en mí.
Las últimas palabras fueron dichas en voz baja. Steel no estaba seguro de haberlas oído, y prefirió pasarlas por alto, de todas formas. Estaba consultando la Visión, como hacían todos los Caballeros de Takhisis cuando se enfrentaban a un dilema. ¿Era deseo de su soberana que luchara contra este elfo oscuro y que probablemente perdiera la vida en el intento? ¿Era Su deseo que presentara una fútil resistencia ante la puerta del laboratorio? ¿O tenía otros planes para él?
Se sumió mentalmente en la Visión. Surgió una imagen de su madre. Llevaba la espada desenvainada, en la mano, como si fuera a usarla. Pero detrás de su madre vio otra figura: un dragón de cinco cabezas. Su madre estaba a la sombra del dragón. El significado seguía siendo confuso...
—¡Señor caballero! —Dalamar lo llamaba, lo había estado llamando desde hacía un rato, aparentemente, tratando de atraer su atención.
—¿Qué decías, señor? —preguntó Steel, el entrecejo fruncido, tratando todavía de interpretar la voluntad de la Reina Oscura.
—He dicho que alguien ha estado intentando ponerse en contacto contigo —repitió pacientemente el hechicero—. Creo que es tu comandante.
—¿Cómo es eso posible? —el recelo de Steel era evidente—. Nadie sabe que estoy aquí. ¿Qué es lo que ha dicho?
—No tengo la menor idea —respondió Dalamar con un timbre de irritación en la voz—. No soy el chico de los recados. En lo referente a cómo sabe que estás aquí, supongo que alguien se lo dijo. Posiblemente la misma persona que te ayudó a cruzar el Robledal de Shoikan a salvo. Si no te importa dejar tu puesto de guardia, Brightblade, te llevaré a donde podrás ponerte en contacto con tu oficial. Te aseguro —añadió Dalamar— que tu presencia aquí es inútil. Ni siquiera yo mismo podría entrar en el laboratorio. El tío ha mandado llamar al sobrino. Debemos dejar que lo resuelvan entre los dos.
—Palin Majere era mi prisionero —explicó Steel, que todavía dudaba—. Acepté su palabra de honor de que no escaparía.
—Ah —dijo Dalamar, comprendiendo al instante la situación—. Entonces tienes que tomar una difícil decisión, indudablemente.
El caballero sólo tardó un instante en decidirse. Su comandante sabía que estaba aquí. Debía de ser voluntad de Takhisis que su servidor encaminara sus pasos en otra dirección. También debía de ser su voluntad que siguiera vivo. Steel envainó la espada y bajó el tramo de escalera.
De inmediato, los dos ojos pálidos regresaron a su puesto, guardando la puerta.
—Te llevaré a la Cámara de la Visión —dijo el hechicero cuando Steel se reunió con él en el rellano—. Allí podrás comunicarte con tu comandante. Nos desplazaremos por los caminos de la magia, que son mucho más rápidos y menos extenuantes que esta escalera. —El elfo oscuro puso la mano en el brazo del caballero—. Quizás experimentes una sensación de mareo...
—¿Y yo qué? —Usha, que había permanecido tan inmóvil que podría haber sido una estatua de piedra, cobró vida de repente—. ¿Qué haréis conmigo? ¿Y qué le ha pasado a Palin? ¡Quiero ir con él!
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