Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Los Caballeros de Neraka: краткое содержание, описание и аннотация

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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Finalmente desaparecieron los puntitos luminosos que le nublaban la vista, y el dolor comenzó a aliviarse. Sujetándose el brazo herido contra el costado, Silvan se incorporó con dificultad. El viento había dejado de soplar y ya no contaba con su guía para orientarse. Tampoco divisaba el sol, oculto tras las nubes de color gris nacarado, si bien en un sector del cielo la luz brillaba con mayor intensidad, lo que significaba que aquella dirección debía de ser el este. Silvan le dio la espalda a la luz y encaró el oeste.

No recordaba la caída ni lo que había ocurrido justamente antes. Empezó a hablar consigo mismo, pues el sonido de su voz lo reconfortaba.

—Lo último que recuerdo es que tenía la calzada a la vista y que debía tomarla para llegar a Sithelnost. —Hablaba en silvanesti, el idioma de su infancia, su lengua materna.

Un alto repecho se alzaba al frente; el joven se encontraba en el fondo de un barranco, el cual recordaba vagamente de la noche anterior.

—Alguien cayó o trepó por el talud —manifestó al reparar en un sinuoso rastro dejado en la ceniza grisácea que cubría el declive. Esbozó una sonrisa desganada—. Supongo que ese alguien fui yo. Debí de dar un mal paso en la oscuridad y rodé barranco abajo. Lo que significa —añadió, animado—, que la calzada debe de encontrarse por ahí arriba, no muy lejos.

Comenzó a trepar por la empinada cuesta, pero resultó ser mucho más difícil de lo que había imaginado. Con la lluvia, la ceniza había formado una capa de légamo que era tan resbaladiza como grasa. Se escurrió en dos ocasiones y se lastimó el brazo herido, con lo que estuvo a punto de perder el sentido.

—Así nunca lo conseguiré —rezongó Silvan.

Caminó por el fondo del barranco, sin perder de vista la cumbre de la cuesta, con la esperanza de encontrar algún afloramiento rocoso que le sirviera como escalera, en lugar del resbaladizo talud.

Avanzaba a trompicones por el suelo accidentado, medio cegado por una bruma de dolor y miedo. Cada paso le causaba una punzada lacerante en el brazo, pero siguió adelante, entorpecido por el barro gris que parecía decidido a arrastrarlo junto con la vegetación muerta, buscando un camino para salir de aquella cañada de muerte a la que ya detestaba tanto como un prisionero odia su celda.

La sed lo martirizaba; la boca le sabía a ceniza y ansiaba un trago de agua para arrastrar aquel gusto asqueroso. En cierto momento dio con un charco, pero una fina capa gris cubría su superficie y fue incapaz de beber en él. Continuó a trancas y barrancas.

—He de llegar a la calzada —repetía una y otra vez al ritmo de sus pasos—. Tengo que seguir, porque si muero aquí, me convertiré en una momia gris, como los árboles, y nadie me encontrará jamás —se decía, como en un sueño.

El barranco terminaba bruscamente en un amasijo de rocas y árboles caídos. Silvan enderezó la espalda, respiró hondo y se limpió el sudor frío que perlaba su frente. Descansó un instante para después empezar a trepar; resbaló en las piedras varias veces y se deslizó hacia abajo en más de una ocasión, pero no cejó en su empeño, resuelto a escapar del barranco aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Poco a poco se aproximó a lo alto del talud, al punto desde donde creía que divisaría la calzada.

Escudriñó entre los troncos de los grisáceos árboles, convencido de que la calzada tenía que estar allí a pesar de que no conseguía verla a causa de una extraña alteración en la atmósfera, una distorsión por la que las imágenes de los árboles se ondulaban con un raro titileo.

Silvan reanudó la ascensión.

—Es un espejismo —musitó—. Como la ilusión de ver agua a lo lejos en un día caluroso. Desaparecerá cuando me acerque.

Llegó a lo alto de la elevación y, a través de la vegetación muerta, intentó localizar la calzada en la dirección que sabía debía estar. A fin de no desfallecer, de seguir caminando en medio del dolor, se había concentrado por completo en la idea de alcanzar esa meta y la había convertido en su único propósito.

—Tengo que llegar al camino —farfulló, reanudando la salmodia—. La calzada es el final del dolor, la salvación para mí y para los míos. Cuando llegue a la calzada, seguro que toparé con una partida de elfos exploradores del ejército de mi madre. Les transmitiré mi misión y entonces podré tenderme en el suelo, el dolor acabará y la ceniza gris me cubrirá...

Resbaló, y por poco no se cayó rodando. El miedo lo sacó bruscamente de la horrenda ensoñación; Silvan se irguió, tembloroso, y miró alrededor mientras azuzaba su mente para que volviese de dondequiera que fuera ese lugar cómodo en el que había intentado refugiarse. Se encontraba sólo a unos pocos pasos de la calzada y advirtió, aliviado, que los árboles no estaban muertos allí, si bien parecían sufrir algún tipo de plaga. Las hojas seguían siendo verdes, pero colgaban lacias, mustias, y la corteza de los troncos tenía un aspecto enfermizo y en algunas partes empezaba a desprenderse a trozos.

Miró más allá de los árboles y divisó la calzada, pero no podía verla con claridad. El camino ondulaba y titilaba ante sus ojos hasta que se sintió mareado al contemplarlo.

—Quizá me estoy quedando ciego —se dijo.

Asustado, volvió la cabeza y miró hacia atrás. La vista se le aclaró; los árboles grises permanecían inmóviles, derechos. Aliviado, volvió los ojos hacia la calzada. La distorsión se repitió.

—Qué extraño —musitó—. Me pregunto qué causará esta alteración.

Aflojó el ritmo del paso de manera involuntaria; estudió la distorsión con mayor detenimiento. Tenía la extraña sensación de que era como una telaraña tejida por una horrenda araña entre él y la calzada; se sintió reacio a aproximarse al singular titileo, acosado por la inquietante sensación de que la brillante telaraña lo atraparía e inmovilizaría para sorberle toda la savia vital y dejarlo tan seco como había hecho con los árboles. No obstante, al otro lado de la distorsión se extendía el camino, su meta, su esperanza.

Dio un paso y se frenó de golpe; era incapaz de seguir. Pero la calzada se encontraba ahí delante, sólo a unos pocos metros. Apretó los dientes y avanzó otro paso, encogido, como si esperase sentir los pegajosos hilos de la tela adhiriéndose a su rostro.

Su camino estaba obstruido. No sentía nada, ningún objeto físico lo detenía, pero no podía moverse, o, mejor dicho, no podía avanzar. Podía desplazarse hacia los lados, al igual que hacia atrás, pero no hacia adelante.

—Una barrera invisible. Ceniza gris. Árboles muertos y moribundos —musitó.

Se esforzó por superar el dolor, el miedo y la desesperación y logró hallar la respuesta.

—El escudo. ¡El escudo! —repitió, estupefacto.

Era el escudo mágico levantado por los silvanestis para cubrir con él su tierra natal. Jamás lo había visto, pero había oído a su madre hablar de él muy a menudo, y también a otros, que describían el extraño titileo, la distorsión en la atmósfera producida por la mágica barrera.

—Imposible —gritó Silvan con frustración—. El escudo no puede estar aquí, sino al sur de mi posición. Había llegado cerca de la calzada, viajando hacia el oeste, y el escudo quedaba al sur. —Giró sobre sí mismo mientras miraba a lo alto para encontrar el sol, pero las nubes se habían espesado y ahora no lo distinguía. La respuesta le llegó junto con una amarga desesperación.

—He dado la vuelta —dijo—. ¡He caminado todo este tiempo, y lo he hecho en dirección contraria!

Las lágrimas acudieron a sus ojos. La perspectiva de bajar por el talud, de recorrer de nuevo el barranco, de desandar sus pasos cuando cada uno de ellos le había costado un doloroso esfuerzo, le resultó casi insoportable. Se dejó caer en el suelo, dejándose vencer por el desaliento.

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