Margaret Weis - Los Caballeros de Neraka

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Han transcurrido casi cuarenta años desde la devastadora Guerra de Caos, cuando los dioses abandonaron Krynn. Dragones crueles y poderosos se han repartido el dominio del continente de Ansalon y exigen tributo a los pueblos que han esclavizado.
Sin embargo, para bien o para mal, un cambio se avecina en el mundo. Una violenta tormenta mágica azota Ansalon y ocasiona inundaciones, incendios, muerte y destrucción. En medio del caos desatado surge una joven misteriosa cuyo destino está estrechamente vinculado al de Krynn, ya que sólo ella conoce la verdad sobre el futuro. Un futuro que está relacionado de manera inextricable con un misterio aterrador del pasado de Krynn.

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—Tendrás la cena esperándote cuando regreses, padre —contestó la mujer, que se colocó el delantal, sacudió al gully y le ordenó que se tranquilizara y volviera al trabajo.

—No lo pienses mucho, Caramon —gritó Tas—, porque... en fin, tú ya sabes. —Alzó la vista hacia Gerard, que había plantado la mano sobre su hombro con firmeza, esta vez asiendo carne y hueso—. Es porque morirá muy pronto —aclaró Tas en un susurro audible—. Pero no quise mencionarlo, ya que habría sido poco delicado, ¿no te parece?

—Lo que me parece es que vas a pasarte el próximo año en prisión —respondió severamente el caballero.

Caramon se había detenido en el rellano, al borde de los peldaños.

—Sí, Tika, querida, ya voy —musitó. Se llevó la mano al corazón y se derrumbó hacia adelante, de cabeza.

El kender se soltó de un tirón de la mano de Gerard y se tiró al suelo, rompiendo a llorar desconsoladamente.

El caballero reaccionó con rapidez, pero era demasiado tarde para frenar la caída de Caramon. El anciano hombretón rodó escaleras abajo desde lo alto de su amada posada. Laura chilló, los parroquianos gritaron asustados y la gente que caminaba por las calles, al ver caer a Caramon, echaron a correr hacia la posada.

Gerard descendió los escalones lo más rápido posible y fue el primero en llegar junto al anciano. Temía encontrarlo en un grito de dolor, ya que debía de haberse roto todos los huesos. Sin embargo, Caramon no parecía sufrir; había dejado atrás el dolor y las preocupaciones del mundo, y su espíritu demoraba la partida sólo lo suficiente para despedirse. Laura se arrodilló a su lado, tomó su mano entre las suyas y la apretó contra sus labios.

—No llores, querida —dijo Caramon suavemente, sonriendo—. Tu madre se encuentra aquí conmigo y me cuidará. Estaré bien.

—¡Oh, papá! —sollozó Laura—. ¡No me dejes aún!

Los ojos de Caramon recorrieron la multitud reunida alrededor; el anciano sonrió e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, como si saludase a alguien. Siguió buscando entre la gente y frunció el entrecejo.

—Pero ¿dónde está Raistlin?

Laura se sobresaltó, aunque musitó con voz enronquecida:

—Padre, tu hermano murió hace mucho, mucho tiempo.

—Dijo que me esperaría —manifestó Caramon, cuya voz sonó firme al principio pero luego fue perdiendo fuerza—. Debería estar aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...

Miró a Gerard y le hizo una seña para que se acercara. El caballero se arrodilló junto a él, más conmovido por la muerte del anciano de lo que habría podido imaginar.

—Sí, señor. ¿Qué queréis?

—Que me hagas una promesa... por tu honor... como caballero.

—Decidme. —Gerard suponía que el anciano iba a pedirle que cuidase de sus hijas o de sus nietos, uno de los cuales era también un caballero solámnico—. ¿Qué deseáis que haga?

—Dalamar sabrá qué es... Lleva a Tasslehoff hasta Dalamar. —La voz de Caramon volvía a ser de repente fuerte y firme y miraba al caballero con intensidad—. ¿Lo prometes? ¿Juras que lo harás?

—Pero, señor —balbuceó Gerard—, lo que me pedís es imposible. Nadie ha visto a Dalamar hace años. Casi todos creen que ha muerto. En cuanto al kender que se hace llamar Tasslehoff Burrfoot...

Caramon alargó la mano, manchada de sangre a causa de la caída, y asió la del reacio caballero con fuerza.

—Lo juro, señor —accedió finalmente Gerard.

El anciano sonrió y exhaló su último aliento con los ojos sin vida prendidos en Gerard. Su mano, incluso en la muerte, no soltó la del hombre joven, que tuvo que aflojarle los dedos; éstos le dejaron una mancha de sangre en la palma.

—Me complacerá acompañarte a ver a Dalamar, señor caballero, pero no puedo ir mañana —manifestó el kender entre hipidos y limpiándose las lágrimas con la manga de la camisa—. Tengo que hablar en el funeral de Caramon.

4

Un despertar extraño

El fuego había prendido en el brazo de Silvan; el joven no podía apagarlo y nadie venía en su ayuda. Llamó a Samar y a su madre, pero no hubo respuesta. Se sintió furioso, muy furioso, y dolido porque no acudieran en su auxilio, porque no le hiciesen caso. Entonces cayó en la cuenta de que la razón de que no acudiesen era que estaban enfadados con él. Les había fallado. Los había defraudado y ya no volverían con él...

Silvan despertó con un fuerte grito, abrió los ojos y vio sobre él una bóveda gris. Tenía la vista algo borrosa y confundió la masa grisácea que había en lo alto por el techo del túmulo funerario. El brazo le dolía y entonces recordó el fuego. Dio un respingo y se movió para apagar las llamas. El dolor le atravesó el brazo y asestó un mazazo en su cabeza. No vio llamas y comprendió, aturdido, que el fuego había sido un sueño. Sin embargo, el dolor del brazo izquierdo no era un sueño, sino algo muy real. Se examinó el miembro lo mejor que pudo, aunque cada movimiento de cabeza le costaba un respingo.

No cabía duda; lo tenía roto a la altura de la muñeca, y terriblemente hinchado, de un extraño color entre púrpura y verdoso. Se tendió y miró en derredor mientras se compadecía de sí mismo y se preguntaba por qué su madre no venía a su lado, cuando se encontraba tan mal...

—¡Madre! —Silvan se sentó tan bruscamente que el dolor le atenazó el estómago y le hizo vomitar.

No tenía ni idea de cómo había ido a parar allí ni dónde se encontraba, pero sí sabía dónde debería estar, y que lo habían enviado a buscar ayuda para su gente asediada. Miró alrededor intentando calcular la hora. Había pasado la noche y el sol brillaba en el cielo. Había confundido el dosel de hojas grises por el techo de la cripta; unas hojas muertas que colgaban fláccidas de las ramas, también muertas. No era una muerte natural, como a la llegada del otoño, que las inducía a que dejaran de asirse a la vida y las arrullaba en un sueño de rojos y dorados para luego ser arrastradas por el viento frío. La savia vital había sido absorbida de hojas y ramas, de tronco y raíces, dejándolos secos, momificados, pero todavía en pie, una ciscara hueca, una burda parodia de la vida.

Silvan jamás había visto una plaga de esa clase atacar a tantos árboles y su alma se encogió ante semejante vista. No obstante, no tenía tiempo para considerarlo. Tenía que cumplir su misión.

El cielo, allá arriba, mostraba un tono gris perlado, con una especie de brillo extraño que el joven achacó a las secuelas de la tormenta. Se dijo que no habían pasado tantas horas, que el ejército podía aguantar todo ese tiempo, que no les había fallado por completo, que todavía podía llevarles ayuda.

Debía entablillarse el brazo, de modo que buscó entre la maleza un palo grueso. Creyendo haberlo encontrado, alargó la mano para agarrarlo. El palo se desintegró entre sus dedos, se convirtió en polvo. Lo miró de hito en hito, sobresaltado. La ceniza estaba húmeda y tenía un tacto grasiento. Con un escalofrío de asco, se limpió la mano en la camisa, mojada por la lluvia.

Todo alrededor eran árboles grises, muertos o moribundos. También la hierba tenía el mismo color, así como las plantas, los arbustos, las ramas caídas; y todo ello con aquel aspecto de haber sido absorbida su savia vital hasta dejarlo seco.

Había visto algo parecido o había oído hablar de ello; no recordaba qué, y tampoco tenía tiempo para pensarlo. Buscó con una creciente urgencia un palo entre el sotobosque grisáceo y finalmente encontró uno que estaba cubierto de polvo pero que no había sido afectado por la extraña plaga. Al colocar el palo contra el brazo roto tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor; rasgó una tira de los faldones de la camisa y sujetó con ella la improvisada tablilla, atándola firmemente. Pudo oír el roce rechinante de los extremos del hueso fracturado al encajar entre sí. Casi perdió el sentido a causa del dolor y el desagradable ruido combinados. Se sentó encorvado hacia adelante, con la cabeza inclinada, combatiendo las náuseas y la repentina oleada de calor que le recorrió el cuerpo.

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