—Talent no te ha contado adonde me envía, ¿verdad? —preguntó Raistlin alarmado. Si lo sabía un kender, lo sabría media Neraka.
—Qué va, Talent nunca me cuenta nada, lo que seguramente sea una actitud muy inteligente. No se me da demasiado bien guardar un secreto. Pero, oye, sea donde sea, te vendrá bien mi ayuda.
Ya había oído eso antes, otro kender le había dicho lo mismo. Raistlin recordó a Tasslehoff hurgando entre sus componentes de hechizos, estropeando la mitad y robando la otra; probando las pociones a escondidas (a veces con consecuencias catastróficas); escapando con diferentes utensilios de la casa, desde una cuchara hasta una cazuela; y, en definitiva, siempre metiéndose a sí mismo y a sus amigos en problemas.
El otoño anterior, sin ir más lejos, Tasslehoff había cogido un bastón normal y corriente en apariencia, pero que se había transformado en un báculo de cristal azul con la capacidad de hacer milagros...
«¿De verdad fue el otoño pasado? —se preguntó Raistlin—. Parece que hubiera sido en otra vida.»
—Oye, Raistlin, vuelve de donde te hayas ido —dijo Mari, tirándole de la manga y agitando una mano delante de él—. ¿Ibas a ver al viejo Snaggle? Porque si la respuesta es sí, ya hemos llegado.
Raistlin se detuvo. Dejó el cajón en el escalón y se sentó junto a él.
—No puedes venir conmigo, Mari. De hecho, deberías irte de Neraka —le dijo a la kender—. Deja de trabajar para Talent. Es demasiado peligroso.
—Ya, Talent no se cansa de decírmelo. Y ya ves, ¡todavía no me ha pasado nada!
—Sí que te ha pasado algo —le contradijo Raistlin con dulzura—. Los kenders pertenecen a la luz y no a la oscuridad, Mari. Si te quedas aquí, la oscuridad acabará destruyéndote. Ya ha empezado a cambiarte.
—¿De verdad? —Mari tenía los ojos abiertos como platos.
—Asesinaste a un hombre. Tienes las manos manchadas de sangre.
—Tengo las manos manchadas de restos de la comida de hoy y una gotita de esa poción asquerosa, y un poco de babas de goblin de la taberna, pero nada de sangre. Mira, puedes comprobarlo tú mismo. —Mari levantó las manos, con las palmas hacia arriba listas para la inspección.
Raistlin sacudió la cabeza y suspiró. Mari le dio una palmadita en el hombro.
—Ya sé lo que quieres decir. Sólo estaba bromeando. Te referías a que tengo las manos manchadas de la sangre del Ejecutor. Pero no es verdad. Me las lavé.
Raistlin se puso de pie. Cogió el cajón.
—Será mejor que te vayas ya, Mari. Tengo que tratar un asunto serio aquí.
—Aquí todos tenemos asuntos serios —replicó Mari.
—Dudo que ni siquiera sepas el significado de esa palabra.
—Claro que lo sé. Lo que pasa es que nosotros, los kenders, no queremos ser serios, pero podemos serlo si nos lo proponemos. Mi pueblo está luchando contra la Reina Oscura en todo el mundo. En Kendermore y en Kenderhome y en Flotsam y Solace, y en Palanthas y en otros muchos sitios de los que nunca he oído hablar, los kenders están luchando y, en algunas ocasiones, muriendo. Y eso es muy triste, pero debemos seguir luchando porque tenemos que ganar pues, si no ganamos, pasarán cosas horribles. Takhisis odia a los kenders. Nos pone al mismo nivel que los elfos, una auténtica ofensa para nosotros, los kenders, aunque tal vez no lo sea para los elfos. Así que ya ves, Raist, la oscuridad no nos está cambiando. Nosotros estamos cambiando a la oscuridad.
Mari tenía los ojos brillantes y una alegre sonrisa.
—¿Qué le digo a Talent?
—Dile que acepto el trabajo —contestó Raistlin. Sonriendo, extendió el brazo y le quitó otro frasco de la mano, justo cuando la kender iba a metérselo en un bolsillo—. No querría que tuvieras que matarme.
19
Hermano y hermana, hermana y hermano
Día vigesimotercero, mes de Mishamont, año 352 DC
A primera hora de la mañana, Iolanthe y Raistlin recorrieron los corredores de la magia para llegar al Alcázar de Dargaard. Ambos emergieron la única habitación del alcázar en ruinas que era habitable: el alojamiento de Kitiara. Incluso allí, Raistlin apreció manchas negras en las paredes, recuerdo del fuego que había asolado el alcázar tanto tiempo atrás.
Los cristales de las ventanas emplomadas habían estallado y jamás se habían restituido. Un viento helado se colaba a través de lo que habían sido hermosas celosías, como el aliento que silba entre unos dientes podridos. Raistlin miró por la ventana y vio un paisaje desolado de muerte y destrucción. Guerreros espectrales con rostros de fuego mantenían una estremecedora vigilia, recorriendo los parapetos que habían lucido orgullosos el color encarnado de la rosa y se habían teñido del cruento rojo de la sangre.
Según decía la leyenda, el Alcázar de Dargaard había sido una de las maravillas del mundo. Su diseño había querido recordar el emblema de la familia, la rosa. Las paredes de piedra imitaban la forma de los pétalos y antaño habían resplandecido bajo el sol de la mañana. Las torres rojas, a imagen de las rosas, apuntaban orgullosas al cielo azul. Pero la rosa se había marchitado, su esencia había sido destruida por las pasiones oscuras del caballero. El fuego, la muerte y el deshonor mancharon los muros encarnados. Las torres desmoronadas quedaron atrapadas entre nubes de tormentas. Se decía que Soth se había envuelto a sí mismo y a su alcázar en una tempestad perpetua, pues había decidido ocultar el sol para proteger sus ojos de la luz, que tan odiosa se había vuelto para él.
Raistlin miró largamente los despojos de un hombre noble, cuya incapacidad para controlar sus pasiones le había empujado a la ruina, y se sintió agradecido al dios que lo había bendecido al nacer y le había concedido verse libre de tal debilidad.
Apartó los ojos de aquella vista desazonadora y los volvió hacia su hermana. Kitiara estaba sentada en su mesa, redactando algunas órdenes que no podían esperar. Había pedido a sus visitantes que tuvieran paciencia hasta que hubiera terminado.
Raistlin aprovechó la oportunidad para observarla. Había visto a Kit un momento en Flotsam, pero no podía tenerse en cuenta, porque en aquella ocasión su hermana montaba su Dragón Azul y llevaba la armadura y el casco propios de una Señora del Dragón. Habían pasado cinco años desde la última vez que habían estado juntos, cuando habían prometido volver a encontrarse en la posada de El Último Hogar, promesa que Kit no había cumplido. Raistlin, que había cambiado más allá de lo imaginable en esos cinco años, se sorprendió al ver que su hermana seguía igual.
Kitiara era delgada y ágil, y tenía el cuerpo fibrado y musculoso propio de un guerrero. Aunque ya pasaba de la treintena, estaba igual que a los veinte años. Su maliciosa sonrisa seguía resultado irresistible. Los rizos cortos y negros le enmarcaban la cara, tan brillantes e indómitos como cuando era joven. Su rostro estaba limpio, no lo surcaban arrugas de penas ni de alegrías.
Ninguna emoción había afectado nunca demasiado a Kitiara. Aceptaba la vida tal como se presentaba, exprimía cada momento y al instante lo olvidaba para vivir el siguiente. No se arrepentía jamás. Raramente pensaba en los errores del pasado. Su mente siempre estaba demasiado ocupada en urdir planes para el futuro. Desconocía el aguijón de la conciencia o el estorbo de la moral. La única grieta en su armadura, su único punto débil, era su obsesión por Tanis, el semielfo, el hombre al que no había querido hasta que él le había dado la espalda y se había alejado.
Iolanthe paseaba nerviosamente por la habitación, con los brazos cruzados bajo de capa. La estancia estaba gélida y la hechicera temblaba, aunque quizá no se debiera tanto al frío como al miedo. Había insistido en que tenían que llegar a primera hora del día para poder irse antes del atardecer. Raistlin no se cansaba de observar a Kit, que seguía peleándose con la misiva.
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