Un grupo de goblins babeantes, armados con puñales, no bolas de barro, se acercaba a él. Raistlin estaba empezando a admitir que no le quedaba más remedio que luchar. Cogió un trozo de piel de una bolsa y se preparó para pronunciar las palabras de un hechizo que dispararía un rayo de su mano, hasta acabar uno a uno con todos los goblins. Pero entonces sintió que le tiraban de la manga. Bajó la vista y allí estaba Mari.
—Hola, hola, Raist —le saludó la kender alegremente.
Ya no vestía de negro, sino con los colores brillantes que preferían los kenders. Parecía que había cogido «prestadas» la mayoría de las prendas, porque ninguna era de su talla. La blusa era demasiado grande y las mangas se le escurrían sobre las manos cada dos por tres. Los calzones eran demasiado cortos y dejaban al aire los calcetines, desparejados y andrajosos. Se había atado las trenzas rubias en lo alto de la cabeza, de forma que los dos extremos parecían las orejas de un conejo.
Dijo algo más que Raistlin no pudo oír por culpa del ruido. Mari meneó la cabeza.
—¡Callaos, cabrones! —chilló, volviéndose hacia los goblins. Los goblins se contentaron con emitir un bramido—. ¿Qué te trae a esta parte de la ciudad? —Mari le hizo la pregunta a gritos. Raistlin se asombró de que la kender le preguntara eso a pleno pulmón, en nombre del Abismo, pero entonces recordó la respuesta correcta.
—Acabo de escapar de El Remolino —respondió, con un ojo en los goblins. Después, añadió fríamente—: Y no me llamo Raist.
Mari le sonrió.
—Ahora mismo diría que te llamas Hombre Muerto. Tiene toda la pinta de que no te iría mal que te echaran una mano. —Antes de que pudiera responder, Mari anunció a voces—: ¡Cerveza gratis en El Trol Peludo! ¡Nuestro amigo Raist paga la ronda!
Los abucheos se convirtieron en ovación. Los goblins salieron disparados, empujándose y poniéndose la zancadilla para ser los primeros en llegar a la taberna.
Raistlin contempló su loca carrera. Volvió a meter el trozo de piel en la bolsa.
—¿Por cuánto me va a salir? —preguntó con una sonrisa compungida.
—Lo apuntaremos en tu cuenta —contestó Mari.
Lo cogió de la mano y tiró de él en dirección a la taberna. Raistlin no estaba muy seguro de que entrar en aquella estructura de maderas tambaleantes fuese buena idea, pues bastaría un buen estornudo para echarla a tierra. El local tenía dos pisos, pero Mari lo informó de la suerte que había corrido un goblin que se había aventurado a subir al segundo: había caído a través de las tablas podridas del suelo y se había quedado encajado en el agujero, lo que hizo las delicias de la clientela que abarrotaba el piso inferior. Los parroquianos todavía señalaban alegremente el agujero del techo y contaban cómo se agitaban las piernas del desafortunado goblin, hasta que alguien tiró de él y cayó estrepitosamente sobre las mesas.
Tiempo atrás había habido una chimenea, pero se había derrumbado y nadie se había tomado la molestia de rehacerla. Los muros de la taberna estaban decorados con dibujos obscenos y palabrotas. En algún tiempo remoto, en la fachada delantera colgaba un cartel grande con el dibujo de un trol muy peludo. Pero ahora el cartel estaba apoyado en el edificio, o quizá el edificio se apoyaba en el cartel. Raistlin no estaba muy seguro. Los asiduos del lugar aseguraban que si no fuera por el letrero, el edificio ya se habría caído.
Por lo visto, también había habido una puerta que cerraba la entrada, pero lo único que quedaba de ella eran las bisagras, oxidadas. Según Mari, de todos modos no se necesitaba una puerta para nada, porque El Trol Peludo nunca cerraba. Siempre estaba atestado, fuera de día o de noche.
El tufo a cerveza rancia, a vómito y a sudor de goblin recibió a Raistlin como una bofetada en cuanto cruzó el umbral. El hedor era malo, pero el estruendo resultaba ensordecedor. El bar estaba lleno de soldados. Los barriles vacíos de cerveza servían como mesas. Los clientes se agolpaban alrededor, de pie, o se sentaban en unos bancos vacilantes. No se veía la barra por ningún sitio. El propietario de la taberna, un medio ogro llamado Slouch, estaba sentado junto a un barril de cerveza, llenando las jarras y cogiendo las piezas de acero, que dejaba caer en una caja de hierro que tenía al lado. Slouch nunca hablaba y era raro verlo lejos de su caja de hierro. No prestaba ninguna atención a nada de lo que sucediera en el bar. A su lado podía estallar la más sangrienta de las peleas, que él ni siquiera levantaba la vista. Toda su atención se concentraba en la cerveza que vertía en las jarras y en las monedas de acero que pasaban a su cofre.
La norma era que el cliente pagaba su bebida por adelantado (Slouch no confiaba en sus clientes, y con razón) y después buscaba un sitio. También servían cerveza unos enanos gully, que se abrían camino entre las piernas de los parroquianos, esquivando patadas y sorteando puñetazos. Mari escoltó a Raistlin hasta un banco y le dijo que se sentara. Raistlin hizo como que no había visto la mugre y obedeció.
—¿Qué te gustaría beber? —preguntó la kender.
Raistlin miró los vasos sucios que pasaban de las manos inmundas de los gully a las manos mugrientas de los clientes y respondió que no tenía sed.
—¡Oye, Maelstrom! —voceo Mari. Su voz chillona se alzaba sobre los aullidos, los gruñidos y las carcajadas—. ¡Dile a Slouch que mi amigo Raist, aquí presente, quiere un especial!
Su grito iba dirigido a uno de los hombres más corpulentos y más feos que Raistlin había visto jamás. Maelstrom era alto y ancho de espaldas como un minotauro. Era muy moreno. Sus ojos negros apenas se veían bajo sus cejas espesas y oscuras, y sujetaba su melena larga y grasienta en una cola. Vestía completamente de piel: chaleco, pantalones y botas. Nadie lo había visto nunca vestir otra cosa: ni camisa, ni capa, e incluso en los días más gélidos del invierno iba a cuerpo gentil.
Maelstrom había clavado sus ojos negros en Raistlin en el mismo momento en que éste había entrado y, tras el grito de Mari, asintió con un gesto impreciso y dijo algo a Slouch. El medio ogro desplazó su gran mole y llenó dos jarras bajo la espita de una barrica. Maelstrom se dignó a acercarles las jarras en persona, avanzando sin problemas entre la muchedumbre. A su paso, daba codazos a los draconianos, empujones a los goblins y tales puntapiés a los enanos gully que los dejaba patas arriba. No apartó los ojos de Raistlin ni un solo segundo.
Maelstrom se sentó en un extremo del largo banco, que gimió bajo su peso descomunal. El otro extremo se levantó. Los pies de Raistlin se despegaron del suelo. El hombre plantó una jarra delante del hechicero y se quedó con la otra.
—Éste es mi amigo Raist —dijo Mari—. Aquel del que te hablé. Raist, te presento a Maelstrom.
—Raist —lo saludó Maelstrom, haciendo un gesto impreciso con la cabeza.
—Me llamo Raistlin.
—Raist —repitió Maelstrom, frunciendo el entrecejo—, bebe.
Raistlin reconoció el olor acre y áspero del aguardiente enano, y no pudo evitar acordarse de su hermano, al que tanto le gustaba aquel licor tan fuerte. Raistlin apartó la jarra de sí.
—Gracias, pero no.
Maelstrom se bebió su jarra de aguardiente de un solo trago, echando la cabeza hacia atrás. Pero no por eso dejó de mirar fijamente a Raistlin. Dejó la jarra en la mesa con un golpe sordo.
—He dicho «bebe, Raist». —Las dos espesas cejas del hombre se juntaron en una sola. Con una mirada maliciosa, se inclinó hacia Raistlin—. O a lo mejor como eres uno de esos hechiceros melindrosos que están por encima de todo, te crees demasiado bueno para beber con gentuza como yo y mi amiga.
—Qué va, Raist no piensa eso —intervino Mari—. ¿A que no, Raist? —Volvió a empujar la jarra de aguardiente enano hacia él.
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