Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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La hechicera pronunció una palabra y la arcilla se disolvió, y lo mismo sucedió con la pared. Delante de ellos se abrió un pasillo a través del tiempo y el espacio.

—Esa pasta me costó una fortuna —dijo Iolanthe. Agarró a Raistlin por la muñeca. Instintivamente él intentó apartarse, pero ella lo sujetaba con fuerza.

—No te gusta nada que te toquen, ¿verdad? —dijo la hechicera en voz baja—. No te gusta que la gente se acerque demasiado a ti.

—Acabo de oír lo que sucede a aquellos que se acercan demasiado a ti, señora —repuso Raistlin con frialdad—. Sabes tan bien como yo que esos viejos no estaban implicados en el asesinato.

—Escúchame —contestó Iolanthe, acercándose tanto que Raistlin podía sentir su aliento en la mejilla—. Esta noche había cinco Túnicas Negras en la ciudad. Sólo cinco. Ni uno más. Sé dónde estaba yo. Sé dónde estaban esos tres idiotas de la torre. Eso sólo deja uno. Tú, amigo mío. Lo que hice, lo hice por salvarte ese pellejo dorado que tienes.

—Podría haber sido alguien disfrazado de Túnica Negra —dijo Raistlin—. O un Túnica Negra que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado y que es totalmente inocente.

—Podría haber sido. —Iolanthe le apretó la mano—. Pero los dos sabemos que no fue así. No te preocupes. Para mí, has ganado puntos. Si alguna vez hubo un hombre que se merecía un cuchillo entre las costillas, ése era el Ejecutor. Sólo pido una cosa a cambio de mi silencio.

—¿De qué se trata? —preguntó Raistlin.

—Cuéntale a Kitiara lo que estoy haciendo por ti.

Se metió en el pasillo mágico, arrastrando a Raistlin detrás. Cuando ya estaban dentro, lo soltó y alargó el brazo para coger la arcilla y despegarla de la pared, que en realidad no había desaparecido, sino que se había vuelto invisible. La entrada al corredor se cerró detrás de ellos. Delante se abrió una puerta. Raistlin se encontró en un dormitorio repleto de lujos y comodidades, en el que flotaba un intenso olor a gardenias.

—Ésta es mi habitación —dijo Iolanthe—. No puedes quedarte aquí. Nuestras vidas no valdrían nada si me pilla con otro hombre.

Condujo a Raistlin a la puerta. La abrió una rendija y espió el vestíbulo que había al otro lado.

—Bien. No anda nadie cerca. ¡Date prisa y apaga esa luz de tu bastón! Hay una habitación libre, la tercera puerta a la izquierda.

Lo empujó al oscuro vestíbulo y cerró la puerta con llave a sus espaldas.

14

El Palacio Rojo. La Reina Oscura

Día decimoctavo, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin llevaba más de una semana en el Palacio Rojo, preocupado e incapaz de quedarse quieto por culpa de la impaciencia, aburrido hasta el borde de la locura, solo y aparentemente olvidado por todos. El Palacio Rojo, a pesar de su nombre, era negro tanto por su color como por su espíritu. Se llamaba Palacio Rojo porque se encontraba en un acantilado desde el que se dominaba el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Si miraba desde lo alto del pórtico que recorría la fachada posterior del palacio, Raistlin podía ver una hilera tras otra de las tiendas en las que vivían los soldados. A lo lejos se alzaba la muralla de la ciudad y la Puerta Roja. Detrás, las horrendas agujas retorcidas del templo.

La mansión había sido la gran obra de un clérigo de Takhisis de alto rango. El Espiritual se había visto implicado en una conspiración para derrocar al Señor de la Noche. Había quien decía que Ariakas también formaba parte del complot y que éste había fracasado porque había cambiado de bando en el último momento, traicionando a sus cómplices.

Nadie sabía si el rumor era cierto. Lo que sí sabía todo el mundo era que una noche el Espiritual había desaparecido de su suntuosa mansión y que al día siguiente Ariakas se había instalado en ella. El palacio estaba construido con mármol negro y era muy grande, muy oscuro y muy frío. Raistlin pasaba el tiempo en la biblioteca, leyendo, o vagando por los salones, a la espera de una audiencia con el emperador.

Iolanthe le aseguraba que había hablado a Ariakas en su nombre. Decía que Ariakas estaba impaciente por conocer al hermano de su querida amiga Kitiara y que seguro que encontraba un puesto para él.

Sin embargo, parecía que Ariakas controlaba perfectamente su impaciencia. Pasaba muy poco tiempo en el palacio, pues prefería trabajar en el puesto de mando situado en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Raistlin se lo había cruzado alguna vez y el emperador ni siquiera lo había mirado.

Después de verlo y de oír lo que la gente decía de él, Raistlin ya no estaba tan seguro de querer que se lo presentaran, y mucho menos de servirle. Ariakas era un hombretón orgulloso de su fuerza bruta y acostumbrado a utilizar su tamaño como herramienta intimidatoria. Era igual de hábil con la espada y la lanza, y tenía la habilidad de inspirar y liderar a los soldados. Era un militar muy eficaz y, como tal, había demostrado ser de gran utilidad para su reina.

Ariakas debería haberse contentado con dirigir las batallas, pero su ambición le había empujado a abandonar la relativa seguridad del campo de batalla y adentrarse en el ruedo político, mucho más peligroso. Había exigido la Corona del Poder y Takhisis se la había concedido. Había sido un error.

En cuanto Ariakas se puso la Corona del Poder, se convirtió en un objetivo a derribar. Sus compañeros, los Señores de los Dragones, empezaron a conspirar contra él. Él estaba convencido de ello, y no se equivocaba. Él mismo había hecho todo lo que se le había ocurrido para alimentar la rivalidad y los celos entre ellos, por lo que él era el único culpable de que al final se hubieran vuelto en su contra.

En muchos aspectos, a Raistlin Ariakas le recordaba a su hermano Caramon, en una versión arrogante y de alma oscura. En realidad, Ariakas no era más que un simple soldado luchando por sobrevivir en el lodazal de las intrigas y la política. El peso de su propia armadura empezaba a hundirle hacia el fondo y acabaría arrastrando consigo a todos los que colgaban de él.

Después de tres días, Raistlin le dijo a Iolanthe que se marchaba. Ella lo animó a que fuese paciente.

—Ariakas está concentrado en su guerra —dijo Iolanthe—. No le interesa nada más, y eso incluye a los jóvenes hechiceros llenos de ambición. Tienes que destacar. Llama su atención.

—¿Y cómo lo consigo? —preguntó Raistlin en tono agresivo—. ¿Choco con él cuando pase por el pasillo?

—Reza a la reina Takhisis. Pídele que interceda por ti.

—¿Por qué iba a hacerme caso? —Raistlin se encogió de hombros—. Tú misma dijiste que había dado la espalda a todos los hechiceros desde que Nuitari la abandonó.

—Sí, pero parece que la Reina Oscura te tiene en cierta estima. Te salvó del Señor de la Noche, ¿ya no te acuerdas? —repuso Iolanthe con una sonrisa maliciosa—. Porque fue la Reina Oscura quien te salvó, ¿verdad?

Raistlin murmuró algo y se fue.

Las preguntas y las insinuaciones de Iolanthe lo sacaban de sus casillas. Nunca sabía qué pensar de aquella mujer. Cierto, ella había evitado que los arrestaran. Los guardias del templo habían ido a interrogar a Raistlin poco después de que los dos huyeran de El Broquel Partido. Pero Raistlin tenía la sensación de que Iolanthe lo había salvado por la misma razón por la que un dragón perdona a sus víctimas: lo mantenía con vida para devorarlo más tarde.

Raistlin no tenía la menor intención de hablar con Takhisis. La Reina Oscura seguía buscando el Orbe de los Dragones. Aunque esperaba tener la suficiente entereza para ocultárselo, no querría correr riesgos. Ésa era otra de las razones por las que se marchaba. Takhisis tenía un altar en el Palacio Rojo y podía percibir su presencia en el edificio. Hasta ese momento, había conseguido no acercarse al altar.

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