Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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—Cierra la puerta —le dijo—. Con llave.

Raistlin obedeció y se quedó allí parado, mirándola con cara de sueño.

»Te he traído una taza de té de vainas. —Iolanthe le alargó una taza humeante—. Necesito que estés bien despierto.

—¿Qué hora es?

—Cerca del amanecer.

Raistlin cogió la taza sin prestar atención y se quemó la mano. La dejó en el suelo. Iolanthe ocupó la única silla de la habitación. Raistlin no tuvo más remedio que sentarse en el borde de la cama. Se frotó los ojos velados por el sueño.

Iolanthe cruzó las manos sobre su regazo y se inclinó hacia delante.

—¿Ya han estado aquí? —quiso saber, nerviosa.

—Que si ha estado aquí... ¿quién?

—Los guardias del templo. Así que no han estado. No saben dónde vives. Eso es bueno. Nos da más tiempo. —Lo observó atentamente—. ¿Dónde has estado esta noche?

Raistlin parpadeó con aire aturdido.

—¿En la cama? ¿Por qué?

—No has estado en la cama toda la noche. Responde a mis preguntas —ordenó Iolanthe con voz áspera.

Raistlin se pasó la mano por el pelo.

—Estuve en la torre hasta tarde, limpiando después de la visita de los draconianos, que vinieron a buscar no sé qué...

—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió Iolanthe—. ¿Dónde fuiste cuando te marchaste de la torre?

Raistlin se levantó.

—Estoy cansado. Creo que deberías irte.

—¡Y yo creo que tú deberías responderme! —exclamó Iolanthe con los ojos encendidos como brasas—. A no ser que quieras que el Espectro Negro venga a por ti.

Raistlin la miró fijamente y volvió a sentarse.

—Hice una visita a tu amigo Snaggle. Uno de los lagartos confiscó mi daga...

—El comandante Slith. Eso también lo sé. ¿Viste a Snaggle?

—Sí, hicimos un trato. Voy a venderle pociones...

—¡Al Abismo tus pociones! ¿Qué pasó después?

—Estaba cansado. Vine a casa y me acosté —contestó Raistlin.

—¿No oíste el jaleo ni viste la conmoción en las calles?

—No estuve en la calle —recalcó Raistlin—. Cuando salí de la tienda de hechicería, estaba tan cansado que no me apetecía caminar. Recorrí los corredores de la magia.

Iolanthe lo miraba fijamente. Le sostuvo la mirada.

—Bien, bien —dijo la hechicera, relajándose y dedicándole una leve sonrisa—. Me alegro de oír eso. Tenía miedo de que estuvieras implicado.

—¿Implicado en qué? —preguntó Raistlin, perdiendo la paciencia—. ¿A qué se debe tanto misterio?

Iolanthe se levantó de la silla y fue a sentarse en la cama, junto a él.

—Esta noche han asesinado al Ejecutor —le dijo bajando la voz, hablando apenas en un susurro—. Iba caminando por la calle cerca del templo, no muy lejos de la Ringlera de los Hechiceros, cuando lo abordó un Túnica Negra. Mientras éste lo distraía hablando, el asesino se acercó sigilosamente y lo apuñaló por la espalda. Tanto el asesino como el hechicero huyeron.

—El Ejecutor... —dijo Raistlin con el ceño fruncido, como si hiciera esfuerzos por recordar.

—Ese montón de músculos que hacía el trabajo sucio del Señor de la Noche —explicó Iolanthe—. El Señor de la Noche estaba furioso. Ha puesto toda la ciudad patas arriba.

Iolanthe se levantó y empezó a recorrer la habitación, golpeando el puño de una de sus manos en la palma de la otra sin descanso.

—¡Esto no podía haber pasado en peor momento! ¡Los hechiceros ya estaban en el punto de mira y ahora esto! Primero los guardias vinieron a buscarme a mí. Por suerte, tenía una coartada. Estaba en la cama de Ariakas.

—Así que crees que vendrán a por mí —dijo Raistlin, intentando adoptar un tono indiferente, mientras no dejaba de pensar que estaba metido en un buen lío. Había olvidado que en la ciudad había muy pocos Túnicas Negras.

Iolanthe se detuvo y se volvió para mirarlo.

—Yo les dije a quién estaban buscando.

—¿Se lo dijiste? —preguntó Raistlin, cada vez más alarmado.

—Sí. Todos los culpables están muertos —repuso Iolanthe sin alterarse—. Acabo de volver de la torre. Yo misma vi los cadáveres.

—¿Muertos? —repitió Raistlin, desconcertado—. ¿Cadáveres? ¿Quién...?

—Los Túnicas Negras de la Torre —contestó Iolanthe. Y suspiró antes de añadir:— ¿Quién habría adivinado que esos viejos eran tan peligrosos? Ahí los tienes, trabajando para La Luz Oculta ante nuestras propias narices. Debo de haber estado ciega para no haberme dado cuenta.

Raistlin la miraba fijamente.

—¿Cómo murieron? —preguntó al fin, lentamente.

—El Señor de la Noche envió al Espectro Negro. —Iolanthe se estremeció—. Una imagen espeluznante. Los tres viejos en la cama, los cuerpos acartonados...

Raistlin sacudió la cabeza.

—Me parece muy raro. ¿Por qué el Señor de la Noche no los arrestó? ¿Por qué no los torturó? ¿Por qué no les preguntó quiénes fueron sus cómplices?

—¿Acaso te parezco el Señor de la Noche? —repuso Iolanthe bruscamente. Volvió a dar vueltas por la habitación—. Es sólo cuestión de tiempo que acaben descubriendo dónde vives. Los guardias del Señor de la Noche vendrán a interrogarte, quizá incluso te arresten. Tengo que llevarte a algún lugar seguro, fuera de su alcance.

Siguió caminando y dándose golpes en la palma de la mano con el puño. De repente, se volvió hacia él.

—Has dicho que viniste aquí a través de los corredores de la magia. Tu puerta estaba cerrada. No has recogido la llave, ¿verdad?

—No, vine directamente a mi habitación.

—¡Perfecto! Ahora vendrás conmigo.

—¿Adonde?

—Al Palacio Rojo. Esta noche no has utilizado tu llave. Talent Orren puede corroborarlo. Nadie te vio entrar en la posada. Puedes decir que estuviste trabajando hasta tarde. Yo responderé por ti, y Ariakas también.

—¿Por qué haría eso? —preguntó Raistlin, frunciendo el entrecejo.

—Aunque sólo sea por tocar las narices al Señor de la Noche. El emperador no está de buen humor y siempre que algo va mal, echa la culpa a los clérigos. Por suerte para ti, tu hermana Kitiara vuelve a gozar de su favor. Tuvo una reunión con ella y por lo visto ha ido bien. Estará encantado de poder ayudar a su hermanito. Será mejor que traigas el Bastón de Mago, porque registrarán tu habitación, por supuesto.

Mientras hablaba, hacía la cama para que pareciera que no había dormido allí.

—¿Dónde está ese palacio? —preguntó Raistlin.

—Cerca del campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Fuera de las murallas de la ciudad, lo que es otra ventaja. La Guardia de Neraka cerró las puertas a cal y canto después del asesinato. Nadie puede entrar ni salir. Por tanto, si estabas fuera, no podías estar dentro. Y si estabas dentro, no podrías haber salido.

Raistlin pensó en su plan y llegó a la conclusión de que era bueno. Además, hacía tiempo que quería tener la oportunidad de conocer a Ariakas. Tal vez el emperador le hiciera una oferta. Raistlin seguía abierto a todo tipo de posibilidades. Se ató al cinturón las bolsas que contenían sus ingredientes para hechizos.

—¿Tienes todas tus «canicas»? —preguntó Iolanthe con una sonrisa pícara—. Los draconianos no te confiscaron ninguna, ¿verdad? Me han contado que conjuraron hechizos para detectar objetos mágicos.

—No, no me las quitaron —contestó Raistlin—. Al fin y al cabo, no son más que canicas.

Iolanthe le sonrió.

—Si tú lo dices.

Metió la mano en una de sus bolsitas y sacó una especie de bola de arcilla negra. Le dio vueltas entre las manos para ablandarla, mientras murmuraba unas palabras mágicas. Raistlin hizo esfuerzos para oírla, pero ella tuvo cuidado de no alzar la voz. Cuando terminó el conjuro, tiró la arcilla contra la pared. La sustancia se pegó a la superficie y empezó a crecer, como si fuera la masa de un pan que se esponjaba rápidamente. La arcilla negra se extendió, alargándose sobre la pared, hasta que cubrió una superficie tan larga como alta era Iolanthe.

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