—Ya lo sé —lo interrumpió Raistlin secamente—. La daga era mía.
—¡Vaya con Slith! —rió Snaggle—. Llegará lejos. Supongo que le gustaría recuperar lo que es suyo, señor. Sólo para estar seguros, ¿podría describírmela? ¿Algún rasgo característico?
Raistlin describió la daga con paciencia, indicando que tenía una pequeña mella en la hoja.
—¿Recuerdo de alguna aventura arriesgada, señor? —preguntó Snaggle con interés—. ¿Un combate contra un trol? ¿Contra unos goblins?
—No —contestó Raistlin con una sonrisa al acordarse del incidente—. Mi hermano y yo estábamos jugando a ver quién tenía mejor puntería...
Se detuvo. No quería hablar de Caramon, ni siquiera pensar en él. Raistlin continuó describiendo el cordel, que él mismo había ideado.
Snaggle se levantó del taburete y fue hasta una de las cajas, la cogió y la llevó al mostrador. Abrió la tapa y aparecieron varias dagas. Raistlin vio la suya. Estaba a punto de cogerla, cuando Snaggle lo apartó con un gesto hábil.
—Ésa es su daga, ¿verdad? Cinco piezas de acero y se la devolveré encantado.
—¡Cinco piezas de acero! —exclamó Raistlin con voz entrecortada.
—Perteneció a Magius, eso me dijeron, señor —declaró Snaggle muy serio.
—Igual que otras cinco mil dagas que andan por Ansalon —repuso Raistlin.
Snaggle se limitó a sonreírle, devolvió la daga a la caja y cerró la tapa.
—Le voy a hacer una oferta —propuso Raistlin—. No tengo dinero, pero me consta que vende pociones. Llevo mucho tiempo preparando pociones y no se me da nada mal.
—Traiga un ejemplo de su trabajo, señor. Si la poción es tan buena como dice, haremos un trato.
Raistlin asintió y se dispuso a irse, con la idea de regresar a El Broquel Partido. El ejercicio le había sentado bien. Estaba cansado y seguro que podría dormir.
Mientras caminaba por la Ronda de la Reina, en dirección a la Puerta Blanca, vio que se dirigían hacia él tres hombres vestidos con las largas túnicas negras de los hechiceros oscuros. Los tres caminaban cogidos del brazo y estaban absortos en una animada conversación. Tal vez regresaran de El Broquel Partido, porque arrastraban las palabras y se chillaban unos a otros. Sus voces demasiado altas resonaban en la calma de la noche.
Dos de los hombres llevaban faroles y, a la luz que proyectaban, Raistlin reconoció el rostro tosco y los brazos musculosos del Ejecutor. El verdugo era quien más hablaba y, con voz de borracho, contaba los detalles más escabrosos de la agonía de una de sus víctimas. Los otros dos lo escuchaban ávidamente, adulándolo y riendo alegremente con cada vuelta del tornillo o cada latigazo. Los tres hombres caminaban directamente hacia Raistlin y acabarían chocando con él.
Raistlin sabía perfectamente que lo más sensato era evitar el encuentro. El Ejecutor era un hombre peligroso incluso estando borracho. Raistlin debería desviarse por algún callejón o cruzar precavidamente al otro lado de la calle. Sin embargo, mirando al Ejecutor recordó los gritos de los pobres infelices de las salas de tortura y sintió que el calor de la ira ardía en su pecho. Siempre había odiado a los matones, seguramente porque en más de una ocasión había sido su víctima, y el término «matón» describía perfectamente al Ejecutor.
Raistlin se detuvo en medio de la acera. El Ejecutor y sus amigos, cogidos del brazo, caminaban directamente hacia él. Estaban demasiado borrachos para darse cuenta, o sencillamente daban por hecho que él se apartaría.
Raistlin se quedó donde estaba. Los tres hombres tendrían que detenerse o pasar por encima de él.
Por fin, el Ejecutor lo vio. Él y sus acompañantes se pararon, tambaleantes.
—Apártate, escoria, y deja pasar a los que están por encima de ti —ordenó el Ejecutor con un ladrido.
Raistlin agachó su cabeza encapuchada.
—Si vosotros tres fueseis tan amables de apartaros a un lado, estimados señores, podría pasar...
—¡Cómo te atreves a pedirnos a nosotros que nos apartemos! —gritó uno de los clérigos—. ¿Acaso no sabes quién es?
—Ni lo sé ni me importa —contestó Raistlin sin inmutarse.
—Conozco esa voz. Ya he visto antes a este comemierda —dijo el Ejecutor—. Levanta la luz para que pueda verlo...
De repente, el Ejecutor se puso tenso. Arqueó la espalda y parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Lanzó un grito que murió en un balbuceo agónico. Emitió una especie de gorgoteo y cayó hacia delante, con los brazos estirados. Se desplomó de morros en la acera. De la boca del Ejecutor salía un hilo de sangre. La luz de los dos faroles iluminaba el mango del cuchillo de carnicero que sobresalía de la espalda del Ejecutor. Raistlin adivinó con el rabillo del ojo una silueta negra que desaparecía a la vuelta de la esquina.
Los dos peregrinos contemplaban al muerto con un asombro ebrio. Raistlin estaba tan atónito como los peregrinos oscuros. Fue el primero en recobrarse y se arrodilló junto al cuerpo para buscar un latido de vida en el cuello de toro del Ejecutor. Pero era evidente que el hombre estaba muerto. De repente, uno de los peregrinos oscuros lanzó un chillido.
—¡Tú! —gritó, señalando a Raistlin—. ¡Está muerto por tu culpa!
Balanceó el farol con la intención de derribar a Raistlin de un golpe en la cabeza, pero no se acercó siquiera a su objetivo.
El otro peregrino oscuro empezó a llamar a los guardias a voces.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Raistlin comprendió que corría un grave peligro. Los peregrinos oscuros creían que había hecho detenerse al Ejecutor de forma deliberada y que lo había entretenido para que el asesino tuviera tiempo de matarlo. Raistlin podía defender su inocencia todo lo que quisiera, pero todo apuntaba en su contra. Nadie lo creería.
Raistlin se levantó torpemente. Había estado acariciando los pétalos de rosa entre los dedos. Tenía en la cabeza las palabras del hechizo de sueño y, en menos de un segundo, acudieron a su boca.
—¡Ast tasarak sinuralan krynawi!
Lanzó los pétalos al rostro de los dos peregrinos oscuros y los hombres se desplomaron. Uno rodó a un lado y el otro cayó a los pies de Raistlin. Uno de los faroles también cayó y se rompió. La luz se apagó. Por desgracia, el otro farol seguía iluminando. A Raistlin le habría gustado tener tiempo para apagar la llama, pero no se molestó en hacerlo. Se oían silbidos y gritos, y recordó lo que Iolanthe le había dicho sobre la seriedad con la que los guardias de Neraka se tomaban el asesinato de un peregrino oscuro. Tratándose del asesinato del Ejecutor, toda la guarnición se pondría en marcha.
Raistlin vaciló un momento, pensando qué podía hacer. Podía retirarse rápidamente a los corredores de la magia y volver sano y salvo a su habitación. Alzó la vista al cielo y le pareció ver que Lunitari le guiñaba uno de sus ojos rojos. La diosa siempre había sentido cierto aprecio por él. Ésa podía ser la oportunidad que estaba esperando. Aunque se pudiera en peligro, no podía desperdiciarla.
Raistlin recordó la figura vestida de negro que había desaparecido tras la esquina y siguió el mismo camino. El brillo plateado de Solinari se mezclaba con el resplandor rojo de Lunitari y, bajo su luz, Raistlin vio de inmediato que el asesino había cometido un error. En su apresurada carrera, se había metido en un callejón sin salida. Al final del callejón se alzaba una alta pared de piedra. El asesino tenía que seguir allí. A no ser que tuviera alas, no habría podido escapar.
Raistlin aminoró el paso y avanzó con cuidado, escudriñando las sombras y atento al menor sonido. Quizá el asesino llevara más de un cuchillo y Raistlin no quería sentir su filo entre las costillas. Oyó una especie de arañazo y lo vio. Iba todo vestido de negro y estaba intentando trepar por la pared de piedra. El muro era demasiado alto y las piedras eran tan lisas que sus pies y sus manos no encontraban apoyo. El asesino se deslizó hasta caer en el suelo con un golpe seco y se quedó allí agazapado, maldiciendo en voz baja.
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