—¡Abrid en nombre de Su Majestad la reina!
En el salón, los tres viejos empezaron a chillar. Raistlin se levantó.
—¡Son los guardias del Templo! —gritó Nariz Torcida, espiando por una ventana mugrienta—. ¡Los guardias de élite del Templo! ¿Qué hacemos?
—Déjalos entrar —dijo Barrigón.
—No, no —se negó el tercero, al que Raistlin había apodado Flaco.
Raistlin se abrió camino entre los montones de legajos hasta la puerta, que estaba abierta de par en par. Lenta y sigilosamente, casi cerró la puerta, dejando una rendija por la que poder espiar.
Los golpes y los gritos no habían cesado, mientras discutían los Túnicas Negras. Al final, Nariz Torcida decidió que debían abrir. Su razonamiento consistía en que si no lo hacían, los guardias tirarían abajo la puerta y los Túnicas Negras tendrían que pagar los desperfectos al casero.
Raistlin seguía observando por la rendija de la puerta. Entró un destacamento de draconianos. Sus garras dejaban surcos en la madera de los escalones.
—Soy el comandante Slith —ladró uno de ellos—. Tengo órdenes de registrar este establecimiento.
—¿Registrar? ¿Para qué? Esto es un escándalo —protestó Nariz Torcida con voz temblorosa.
—Ha llegado al conocimiento de la reina Takhisis que un objeto mágico muy poderoso y potencialmente peligroso ha entrado en Neraka —anunció con voz retumbante el comandante Slith—. Como ya sabéis, la ley obliga a que todos los objetos mágicos sean llevados al templo para su evaluación y registro. Aquellos objetos que se consideren una amenaza para las gentes de bien de Neraka serán confiscados en nombre de la seguridad pública.
Raistlin pensó inmediatamente en el Bastón de Mago y se alegró de que estuviera bien escondido en su habitación de El Broquel Partido, metido debajo del colchón. Parecía que el concepto de seguridad era un poco laxo por la zona de El Broquel Partido, y le preocupaban los ladrones. Sin embargo, estaba sorprendido. El Bastón de Mago tenía gran poder y podía ser peligroso, pero Raistlin no creía que lo fuera tanto como para llamar la atención de la Reina Oscura.
—Conocemos la ley —estaba diciendo Nariz Torcida en ese momento, enfadado—. Y siempre la hemos respetado. Aquí no tenemos ninguno de esos objetos.
—¿Habéis ido a ver la señora Iolanthe? —se apresuró a sugerir Barrigón—. Ella tiene objetos peligrosos. Pero nunca los guarda aquí.
—Debería ser a ella a quien registrarais —soltó Flaco.
—Hemos hablado con la señora Iolanthe —repuso el comandante Slith—. Nos reunimos con ella en los aposentos privados del emperador Ariakas. La señora Iolanthe asegura que ella no tiene constancia de ningún objeto de esa índole. Nos dio permiso para que registrásemos su apartamento. No encontramos nada.
—¿Por qué pensáis que íbamos a tenerlo nosotros? —quiso saber Nariz Torcida.
—Creemos que alguno de vosotros pertenece a La Luz Oculta —dijo el comandante sin disimulos.
Raistlin vio que el sivak guiñaba el ojo a los demás soldados.
—¡La Luz Oculta! ¡No, no, no! —A Nariz Torcida el terror le hacía tartamudear—. Todos nosotros somos leales vasallos de nuestra gloriosa reina, ¡os lo prometo!
—Perfecto. Entonces no os importará que registremos el edificio —respondió el comandante con frialdad.
—Por favor, adelante. No tenemos nada que esconder. ¿De qué tipo de objeto se trata? —preguntó Nariz Torcida con un servilismo repugnante—. Estaremos encantados de entregároslo si lo encontramos.
—Un Orbe de los Dragones —dijo el comandante Slith y ordenó a sus soldados que se separasen. Envió a algunos al primer piso, a otros al segundo y a los demás a la planta principal.
—¿Un Orbe de los Dragones? —Nariz Torcida miró a sus colegas.
—La primera vez que oigo ese nombre —contestó Barrigón, mientras Flaco negaba con la cabeza.
El comandante Slith recitó de memoria la descripción.
—Una bola de cristal del tamaño de la cabeza de un humano. Puede tener una apariencia anodina o ser de un color cambiante. —Se dirigió a sus hombres a gritos:— Si encontráis algo que encaje con la descripción, no lo toquéis. Llamadme al momento.
Raistlin se alejó de la puerta y, tropezando con los libros, volvió a su taburete. Apenas veía lo que tenía delante. Se bajó la capucha, cogió un fajo de pergaminos y fingió que los estudiaba con sumo interés. Las palabras bailaban ante sus ojos. Su mano se deslizó hasta la bolsita de piel que llevaba prendida del cinturón, la bolsa llena de canicas. Ninguna era del tamaño de la cabeza de un humano, pero en una de ellas se arremolinaban los colores.
Raistlin oyó el característico ruido de la madera al astillarse, los draconianos de la planta baja estaban dando patadas a las puertas. Su primer impulso, aterrorizado, fue esconder la bolsa debajo de un montón de libros o meterla detrás de un estante. Pero pronto recuperó el dominio y se paró a reflexionar más tranquilamente sobre la situación. Esconder la bolsa era lo peor que podía hacer. Si los draconianos la descubrían, adivinarían al instante que contenía algo valioso. No tardarían en deducir que un globo mágico de cristal con propiedades mágicas podía reducir su tamaño.
Sería mucho mejor conservar la bolsa consigo, escondida a plena vista. Oía a los draconianos conjurar hechizos. No entendía las palabras, pero tenía muy claro el tipo de hechizo que él recitaría si estuviera buscando un objeto mágico escondido. Utilizaría un hechizo que detectara la magia con el que el artefacto se descubriría a sí mismo, quizá iluminándose o emitiendo un zumbido.
Raistlin metió la mano en la bolsa. Sus finos dedos podían distinguir el Orbe de los Dragones por el tacto. Las canicas estaban frías. El orbe desprendía calor y su superficie era mucho más suave, su redondez más perfecta.
Otro grupo de draconianos estaba registrando la cocina. Tiraban las ollas y las sartenes al suelo, sacaban de sus goznes la puerta de la despensa y rompían la vajilla. A continuación llegarían a la biblioteca.
Raistlin cogió el orbe y lo apretó en su mano, encerrándolo en el puño. ¿Y si el orbe se descubría a sí mismo? ¿Y si el orbe quería que la reina Takhisis lo encontrara? ¿Y si el orbe le había dicho a Takhisis dónde encontrarlo?
El orbe subió de temperatura. La voz de Viper le habló en un susurro: « Takhisis teme los orbes. Quiere destruirlos. Conoce el peligro que suponemos. Mantenme a salvo y yo te mantendré a salvo.»
La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y entraron dos draconianos bozak. Se quedaron paralizados en el umbral.
Raistlin dejó caer el orbe en la bolsa y se levantó en señal de respeto. Se alisó la túnica con las manos y mantuvo la cabeza gacha, como si estuviera demasiado asustado para levantar la mirada.
—Comandante, será mejor que venga a ver esto —llamó uno de los bozak.
El comandante Slith entró en la habitación a grandes zancadas. Miró alrededor, a los montones, y las pilas de legajos, y resopló con malhumor.
—Parece que viviera aquí una familia de enanos gully —dijo. El sivak se fijó en Raistlin—, En nombre del Abismo, ¿quién eres tú?
Nariz Torcida apareció de inmediato, dándose importancia.
—No es nadie, comandante. Un aprendiz. Nos hace algún trabajillo. ¡Mira cómo lo has puesto todo, Majere! ¡Limpia todo esto ahora mismo!
—Sí, maestro —contestó Raistlin—. Lo siento, maestro.
—¿Tenemos que buscar entre toda esta basura, señor? —preguntó el bozak, mientras Nariz Torcida se quejaba a voz en grito de que los draconianos habían tirado harina por toda la cocina—. ¡Tardaríamos semanas!
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