Margaret Weis - La Torre de Wayreth

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Con este volumen la trilogía Las Crónicas Perdidas, la serie donde se narran los hechos que no se explicaron en las Crónicas de la Dragonlance.
La Guerra de la Lanza casi ha llegado a su fin. El hechicero Raistlin Majere se ha convertido en un Túnica Negra y utiliza el Orbe de los Dragones para viajar a Neraka, la ciudad de la Reina Oscura. Parece que Raistlin quiere ponerse al servicio de la diosa, pero en realidad persigue sus propias ambiciones.
Mientras tanto, Takhisis planea acabar con los dioses de la magia en la Noche del Ojo. El futuro de Krynn está escrito. Todos creen saber cómo termina la historia. Pero una noche y una fatídica decisión de Raistlin Majere pueden cambiarlo todo.

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Raistlin se mostró educado, pero firme en sus negativas a quedarse. Por desgracia, cuando Iolanthe comprendió que estaba decidido, anunció que ella no tenía nada mejor que hacer. Lo acompañaría a El Broquel Partido. Podían cenar juntos en la posada.

Raistlin trató de encontrar una forma de desalentar a Iolanthe sin herir sus sentimientos. Su amistad ya le había sido de provecho y preveía que podía volver a serle útil en el futuro. También podía ser un terrible enemigo.

Se preguntó por qué insistiría tanto en acompañarlo a todas partes. Acunado por su parloteo mientras iba de un lado a otro del apartamento, recogiendo sus cosas, cayó en la cuenta, sorprendido. Se sentía sola. Estaba ávida de hablar con otro hechicero, con alguien como ella, que comprendiera sus metas y sus aspiraciones. Sus pensamientos quedaron confirmados en ese mismo momento.

—Tengo la sensación de que tú y yo somos muy parecidos —le dijo Iolanthe, volviéndose hacia él.

Raistlin sonrió. Casi se echa a reír. ¿Qué podía tener en común él, un hombre joven y de salud delicada, con la piel de una extraña tonalidad y los ojos aún más raros, con una mujer hermosa, exótica, inteligente, poderosa y dueña de sí misma? No se sentía atraído por ella. No confiaba en ella y ni siquiera le gustaba mucho. Cada vez que sacaba a relucir las canicas con ese tonito burlón, sentía que se le erizaba el vello. Sin embargo, Iolanthe estaba en lo cierto. Él también sentía esa afinidad.

—Lo que nos une es el amor a la magia —prosiguió ella, respondiendo a sus pensamientos con tanta claridad como si los hubiera oído—. Y el amor al poder que la magia puede proporcionarnos. Ambos hemos sacrificado la comodidad, la seguridad y el bienestar por la magia. Y ambos estamos preparados para sacrificarnos todavía más. ¿Me equivoco?

Raistlin no respondió. Ella aceptó su silencio como una respuesta y entró en su dormitorio para cambiarse de ropa. El ya estaba resignándose a tener que pasar la velada con ella, lo que significaba tener que esforzarse en controlar todo lo que decía y hacía, cuando oyó unas pisadas en la escalera que conducía al apartamento.

Eran unos pasos pesados que terminaban en un sonido chirriante, como el que hacen unas garras al arañar la madera. Cuando Iolanthe salió de la habitación, puso mala cara, como si supiera lo que significaban esos sonidos.

—Maldita sea —murmuró, y abrió la puerta.

En el rellano estaba un corpulento draconiano bozak, cuyas alas rozaban el techo.

—¿Es ésta la casa de la señora Iolanthe? —preguntó el bozak.

—Sí —contestó Iolanthe con un suspiro—. Y yo soy Iolanthe. ¿Qué quieres?

—El emperador Ariakas ha regresado y bendice a Neraka con su augusta presencia. Solicita vuestra presencia, señora —anunció el bozak—. Yo debo escoltaros.

El draconiano paseó la mirada de la mujer a Raistlin y de nuevo a Iolanthe. Raistlin percibió el peligroso parpadeo de aquellos ojos serpentinos y se levantó prontamente, con las palabras de un hechizo mortal listas en su mente.

—Veo que tenéis compañía, señora —siguió diciendo el bozak en un tono muy grave—. ¿He interrumpido algo?

—Únicamente mis planes para la cena —repuso Iolanthe sin darle importancia—. Iba a cenar en El Broquel Partido en compañía de este joven, un aprendiz de hechicero que acaba de llegar a Neraka. Creo que al emperador le parecerá interesante conocerlo. Es Raistlin Majere, hermano de la Señora de los Dragones Kitiara.

La actitud recelosa del bozak se desvaneció. Estudió a Raistlin con interés y respeto.

—Tengo a vuestra hermana en gran estima, señor. Al igual que el emperador.

—Lo único que pasó fue que intentó ejecutarla —susurró Iolanthe a Raistlin, aprovechando que le daba sábanas y una manta, pues le había dicho que las necesitaría en su nuevo alojamiento.

Raistlin la miró, perplejo. ¿Qué quería decir? ¿Qué había pasado? ¿Ariakas y Kit eran enemigos? Y lo más preocupante: ¿cómo le afectaría eso a él?

Raistlin estaba ansioso por conocer todos los detalles, pero Iolanthe se limitó a sonreírle y guiñarle un ojo, muy consciente de que acababa de asegurarse de que Raistlin buscaría su compañía.

—¿Recuerda el camino a El Broquel Partido, maestro Majere?

—Sí, señora. Gracias —respondió Raistlin humildemente, representando su papel.

Iolanthe le hizo un gesto con la mano.

—Tal vez pase un tiempo hasta que volvamos a vernos. Adiós. Le deseo buena suerte.

Bajo la atenta mirada del bozak, Raistlin metió la ropa de cama en un saco y recogió sus pertenencias. No cogió el Bastón de Mago. Ni siquiera echó una ojeada a la esquina donde lo dejaba. Iolanthe lo miró a los ojos y le hizo un leve gesto tranquilizador.

Raistlin hizo una profunda reverencia a Iolanthe y otra al bozak. Se colgó al hombro el saco con las sábanas, la manta, los libros de hechizos y todo lo demás. Sintiéndose como un proscrito, bajó la escalera apresuradamente. Iolanthe sostenía un farol en el rellano para alumbrarlo.

—Mañana pasaré por la torre para ver cómo va su trabajo —le dijo en voz alta, cuando ya había llegado al final de la escalera.

Cerró la puerta antes de que pudiera responderle. El bozak seguía esperándola en el rellano.

Raistlin salió a la calle, que a esa hora de la noche estaba desierta. Echaba de menos su bastón, la luz que salía de él y el apoyo que prestaba a sus pasos fatigados. El saco pesaba mucho y le dolían los brazos.

—Toma, Caramon, lleva esto...

Raistlin se detuvo. No podía creer que hubiera dicho eso. Ni siquiera que lo hubiera pensado. Caramon estaba muerto. Furioso consigo mismo, Raistlin recorrió la calle a paso ligero, iluminado por los rayos rojos de Lunitari y los rayos plateados de Solinari.

Ante él apareció el Templo de la Reina Oscura. La tenue luz de las lunas parecía incapaz de alcanzar el templo. Las torres tortuosas y las abultadas atalayas obligaban a las lunas a encogerse, a las estrellas a apagarse. Sus sombras caían sobre Raistlin y lo aplastaban.

Si la reina salía victoria de la guerra, su sombra caería sobre todos los seres del mundo.

«Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar.»

Raistlin se echó a reír. Rió hasta que la risa se le atravesó en la garganta y se atragantó.

11

Las Fuerzas de la Reina Oscura. La búsqueda. El hallazgo

Día octavo, mes de Mishamont, año 352 DC

Tratado sobre la conveniencia de la incorporación de los loros como animales de compañía, con especial énfasis en la enseñanza de las palabras de hechizos mágicos a dichas aves, así como anotaciones sobre las funestas consecuencias derivadas de tal actividad.

Raistlin lanzó un resoplido. Tiró el manuscrito a un cajón que había etiquetado como «Bodrios inclasificables» y contempló con desesperación los montones de manuscritos, libros, pergaminos y documentos diversos que lo rodeaban. Había trabajado durante horas, todo el día anterior y gran parte de ése, sentado en un taburete y revolviendo entre todas aquellas porquerías. El cajón estaba casi lleno. El polvo a duras penas le dejaba respirar y ni siquiera podía jactarse de haber hecho algún progreso.

Iolanthe tenía razón. No había nada de valor en lo que sólo con mucha generosidad podía llamarse «biblioteca». Los Túnicas Negras de más nivel debían de haberse llevado sus libros de hechizos y sus pergaminos cuando se habían ido. O eso o, como Iolanthe había dicho, se habían vendido todos los libros que podían tener interés.

Volvió al trabajo y creyó encontrar su recompensa cuando rescató un libro de hechizos elegantemente encuadernado en piel roja. Estaba seguro de haber dado con un tesoro, hasta que lo abrió y descubrió que se trataba de un manual, un libro para que los jóvenes aspirantes a hechiceros aprendieran el arte de los conjuros. Estaba hojeándolo, recordando sus días de estudiante —los tormentos que había tenido que soportar, la ineptitud de su profesor—, cuando lo sobresaltó un gran alboroto en la puerta principal de la torre. Alguien la estaba aporreando.

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